1 El primer problema acerca del que hay que decidir cuando se habla del período que comprende la guerra de Vietnam y la contestación estudiantil de los 60 es este: cuáles de las manifestaciones culturales y político-culturales de entonces tienen que ser consideradas realmente novedosas y al mismo tiempo más representativas. Para decidir sobre esto […]
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El primer problema acerca del que hay que decidir cuando se habla del período que comprende la guerra de Vietnam y la contestación estudiantil de los 60 es este: cuáles de las manifestaciones culturales y político-culturales de entonces tienen que ser consideradas realmente novedosas y al mismo tiempo más representativas.
Para decidir sobre esto hay que solventar dos obstáculos previos. El primero es que la contestación estudiantil y la cultura a la contra afectó a numerosos países, desde los Estados Unidos de Norteamérica a Japón y desde México a Checoslovaquia, pasando por Francia, Alemania, Italia, España, Polonia, etc. Y eso sin hablar de la llamada «revolución cultural» china. Es imposible reducir todo eso a un mínimo común denominador.
El segundo obstáculo que hay que superar es que todo lo relativo al 68 se ha conmemorado y analizado tantas veces, y desde ópticas tan diferentes, que no es fácil ya distinguir entre lo que fueron manifestaciones realmente representativas de la época y lo que son reconstrucciones de la misma en función de aquellas otras cosas que más han cuajado luego o que más eco han tenido en nuestras sociedades.
Pondré un ejemplo sobre esto. Se ha hecho habitual afirmar que durante aquellos años, en torno a 1968, toman cuerpo los tres principales movimientos sociales «nuevos» del siglo XX: ecologismo, feminismo y pacifismo. Pero el estudio de los documentos de aquellos años desautoriza esta afirmación y obliga a numerosas matizaciones en los casos de París, Praga, Barcelona, Milán o Berlín, aunque resulta, sí, más verosimil para el caso norteamericano. Es más: si se da prioridad a los casos, emblemáticos, de la contestación estudiantil en París, a la universidad crítica berlinesa o el disenso ciudadano en Praga seguramente habría que decir que feminismo, ecologismo y pacifismo han nacido algo después y precisamente en oposición a la línea principal de la cultura sesentayochesca. Teniendo en cuenta esta consideración, y también las limitaciones de tiempo, me he inclinado por priorizar tres de las manifestaciones culturales que tomaron cuerpo en esos años: el nacimiento de la contracultura en USA, el papel del situacionismo en Francia y la propuesta berlinesa de universidad crítica y abierta. Esto significa atender preferentemente (aunque, desde luego, no sólo) a la influencia que tuvieron en esos años ideas expresadas por Theodore Roszak, Herbert Marcuse, Guy Debord y Rudi Dutchke.
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La intervención norteamericana en Vietnam data de los primeros años de la década de los sesenta, de la época de la administración Kennedy. Comienza con el envío de asesores de los servicios de inteligencia en apoyo del régimen existente en Vietnam del Sur y se convierte progresivamente en intervención militar abierta desde 1964. La guerra de Vietnam se prolongaría durante toda la década hasta la retirada definitiva de las tropas de los EE.UU en 1972. El momento culminante de la guerra tuvo lugar, sin embargo, en la segunda mitad de la década de los sesenta, que es también el momento en que se multiplican los movimientos estudiantiles y universitarios en todo el mundo según una secuencia que incluye California, Madrid y Barcelona, Berlín, París, Milán, Praga, Londres, Ciudad de México, Pekin, Tokio, Varsovia, Frankfurt y muchas otras ciudades con una población universitaria importante.
Con independencia de las causas inmediatas de la eclosión de estos movimientos estudiantiles, en todos los casos estuvo presente la protesta contra la guerra de Vietnam, y más concretamente contra la invasión militar norteamericana de la región del Sudeste asiático. En Estados Unidos de Norteamérica la protesta inicial, en 1964, contra el autoritarismo vigente en la gestión de las universidades, y concretamente en Berkeley (California), se juntó en seguida con la lucha en favor de los derechos civiles y ésta con la oposición, cada vez más generalizada, al reclutamiento para la guerra. En Latinoamérica la protesta estudiantil enlazó en seguida con el antinorteamericanismo tradicional, agudizado por lo que se consideraba una nueva agresión imperialista, y ésto con la atracción por la actividad de la guerrilla, de la que el poeta salvadoreño Roque Dalton dijo por entonces que era «lo único limpio que quedaba en el mundo».
Ernesto Che Guevara había vinculado las luchas guerrilleras con el llamamiento a crear varios Vietnam; y después de su muerte, en 1967, esa idea guevarista fue repetida en numerosas movilizaciones estudiantiles no sólo en el cono sur sino también en algunas ciudades europeas. Los ecos de la protesta contra la intervención norteamericana en Vietnam en favor de un régimen dictatorial desprestigiado entre la población y de aquel llamamiento de Ernesto «Che» Guevara llegaron también a Europa. Este eco era ya muy perceptible en los discursos de los líderes estudiantiles de la Universidad Libre de Berlín aquel mismo año 1967. Y desde 1968 se convirtió en el elemento unificador de las vanguardias más politizadas prácticamente en todos los lugares en que cuajó la protesta estudiantil: en París, en Milán y en Roma, en Madrid y en Barcelona, en Londres, etc.
La importancia de la protesta contra la guerra, que actúa como transfondo o hilo rojo unificador de la gran mayoría de las protestas estudiantiles de la segunda mitad de los sesenta en todo el mundo, es un hecho reconocido por todos los autores que se han ocupado de los movimientos sociales y de la cultura juvenil de esta época. Con matices y diferentes acentuaciones aparece en las obras, documentos, panfletos y ensayos que se pueden considerar más representativos de aquel momento: en las obras de Theodore Roszak sobre el nacimiento y desarrollo de la contracultura en los EE.UU; en el análisis que entonces hizo Noam Chomsky sobre el papel de los intelectuales; en las conversaciones y discusiones de Herbert Marcuse con los estudiantes berlineses, en 1967, sobre el fin de la utopía; en las imágenes que han quedado de las asambleas y manifestaciones de los estudiantes de la Sorbonne y de Nanterre durante la rebelión de mayo de 1968; en los manifiestos inaugurales del «Living Theater»; en los documentos del movimiento estudiantil italiano y en los documentos del movimiento estudiantil en España a partir de 1967.
Habría que añadir que la protesta contra la guerra de Vietnam fue también en esos años el principal factor de aproximación entre los movimientos y organizaciones estudiantiles y muchas otras manifestaciones político-culturales, o culturales en sentido amplio, animadas por diferentes intelectuales, artistas y profesionales tanto en Europa como en otros lugares del mundo. Esta protesta contra la guerra está muy presente en la actividad de Bertrand Russell en Gran Bretaña y de Jean Paul Sartre en Francia; en las declaraciones del Movimiento Pugwash, formado por científicos de todo el mundo comprometidos en la lucha contra las armas nucleares y contra la utilización de armas químicas y biológicas; en las canciones de los Beatles, de Bob Dylan y de Joan Baez; en los relatos contemporáneos de Norman Mailer; en el teatro de Peter Weiss y en el cine de Bertolucci.
No hay más que repasar la lista de los primeros firmantes del manifiesto para la creación de un tribunal internacional llamado a juzgar los crímenes de guerra en Vietnam, manifiesto animado por la Bertrand Russell Peace Foundation, en 1967, para darse cuenta de la dimensión y pluralidad de este otro movimiento que tantos puntos de contacto tuvo con el movimiento universitario: Gunther Anders, Lelio Basso, Simone de Beauvoir, Lázaro Cárdenas, Stokely Carmichael, Josué de Castro, Vladimir Dedijer, Isaac Deutscher, Danilo Dolci, Jean-Paul Sartre, Laurent Schwartz, Peter Weiss.
Es importante decir que ninguno de esos autores era en 1967-1968 «pacifista» en el sentido que luego tomaría esta palabra a mediados de los ochenta, ante el espectro de una guerra librada con armas nucleares en el escenario europeo. Todos ellos estaban a favor de una salida negociada y honorable de la guerra, pero todos ellos condenaban la intervención norteamericana en Vietnam, como una manifestación de «la barbarie del mundo libre», llamaban la atención de la opinión pública sobre la destrucción que el ejército norteamericano estaba llevando a cabo con napalm en las selvas vietnamitas y apoyaban, además, con mayor o menor decisión según los casos, el punto de vista de Ho Chi Mihn, presidente de Vietnam del Norte, y del Frente de Liberación de Vietnam, el vietcong de Vietnam del Sur, orientado entonces por el partido comunista aunque con participación de otras personalidades (por ejemplo, de una importante minoría budista). Eran, eso sí, antimilitaristas, simpatizantes de la revolución, aunque críticos también de la burocratización del socialismo en la Unión Soviética. Eran declaramente anticapitalistas y aceptaban, en aquel caso exremo, la necesidad de la violencia para hacer frente a la violencia. Con algunos matices que luego comentaré el abanico de ideas representado por estos autores fue también el que predominó en las vanguardias de la mayoría de los movimientos estudiantiles de la época.
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Pero lo que acabó convirtiéndose en 1968 en uno de los hilos de las movilizaciones estudiantiles y universitarias no estuvo, naturalmente, en su origen. Se suele decir que la revuelta de Berkeley fue el primer aldabonazo de los movimientos estudiantiles. Eso ocurría en el otoño de 1964. Y su causa inicial fue la protesta contra la forma autoritaria de gestionar la universidad pública. Quienes iniciaron la protesta en los EE.UU eran en su mayoría los hijos de las clases medias del final de la segunda guerra mundial, jóvenes que habían nacido justo al acabar la guerra, excelentes estudiantes (como Mario Savio) y que mostraban su descontento tanto por la forma en que estaban siendo tratados por los órganos directivos de la universidad como por la inadecuación de los programas académicos y por la discriminación de las minorías, en particular de los negros. En este incipiente movimiento estudiantil norteamericano hay un vínculo muy claro con el movimiento, más amplio, en favor de los derechos civiles. De hecho, el conflicto nació en Berkeley como una extensión del movimiento en favor de los derechos civiles para convertirse casi inmediatamente en un conflicto que ponía el acento en los problemas de fondo de la universidad, de la «Multiversidad», como la llamaron.
En la primera revuelta de Berkeley aparece ya uno de los temas que se reiteraría en todas las protestas estudiantiles de la segunda mitad de la década: la contradicción existente entre lo que para las autoridades académicas (en EE.UU o en Europa) era definido como progresiva «masificación» de la universidad y que para los estudiantes que se rebelaban era profunda inadecuación de la universidad a la ya inevitable generalización de la enseñanza superior en una fase nueva. La extensión del principio de igualdad de oportunidades chocaba clamorosamente con las viejas estructuras universitarias. He dicho «generalización inevitable» de la enseñanza superior. Y quería justificar aquí el uso de este adjetivo. Inevitable, en primer lugar, por las consecuencias, muy evidentes, del crecimiento demográfico que se había producido al acabar la segunda guerra mundial. Hay que tener en cuenta a este respecto que, en aquel momento, en América y en varios de los países europeos, más del 50% de la población tenía menos de 25 de años de edad. Eran, pues, muchísimos los nacidos entre 1945 y 1950 que estaban llamando a las puertas de las universidades. E inevitable, en segundo lugar, porque la recuperación económica de la postguerra, las transformaciones tecnocientíficas aplicadas a la producción y la vigencia del principio de igualdad de oportunidades obligaban a los Estados a abrir el entonces aún muy restringido acceso a los estudios universitarios.
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De ahí surgen dos conflictos paralelos que en la segunda mitad de la década de los sesenta pasarían a primer plano. El primero tiene que ver con la persistencia de las formas autoritarias en la vida universitaria: en la relación profesor/alumno determinada por el «mandarinato» y la clase magistral sin discusión ni crítica y en la gestión tecnocrática de la universidad en manos exclusivamente de las autoridades. Precisamente de la crítica de esta situación surgió el tan perceptible elemento «antiautoritario» en todos los movimientos estudiantiles de la época.
Hay, desde luego, muchos matices entre el «antiautoritarismo» de los estudiantes de Berkeley entre 1964 y 1967, de los estudiantes de París y Berlín entre 1967 y 1968 y de los estudiantes de Madrid o Barcelona a partir de 1968; matices que pueden analizarse a partir de la comparación entre la idea marcusiana de la «tolerancia represiva» funcional a las sociedades industriales avanzadas, la idea berlinesa de la «contrauniversidad», tan funcional al particular estatus que la ciudad de Berlín, dividida, tenía entonces, y el carácter antidictatorial, prodemocrático, antifranquista, que el movimiento estudiantil tuvo aquí en sus orígenes. Pero hay que decir que, a pesar de las diferencias, pronto se produjo una identificación en la crítica del autoritarismo, con la crítica de la tecnocracia y con la crítica de la sociedad de consumo. Esta identificación es patente ya en algunos de los documentos del movimiento estudiantil barcelonés a finales de 1966 y comienzos de 1967, documentos que esbozan el enlace con lo que sería la línea principal de los otros movimientos estudiantiles europeos desde 1968.
El segundo conflicto se produjo en torno a los contenidos y las materias de los estudios académicos universitarios. Tanto en Berkeley y en otras universidades norteamericanas como en las principales universidades europeas los estudiantes de Letras, Economía y Ciencias Sociales principalmente (pero, en algunos casos, también los de Derecho, Arquitectura e Ingeniería) consideraban anacrónicos los planes de estudio entonces existentes y/o exclusivamente funcionales a la formación autoritaria en la sociedad de consumo. En todas partes hubo una misma insistencia: planes de estudio y temarios estaban muy alejados de los problemas cotidianos (sociológicos, sexuales y psicológicos) que más interesaban entonces a los jóvenes. Fue la denuncia de la incapacidad institucional para tratar estos problemas desde una perspectiva global, no fragmentaria, lo que acabó de poner en crisis la universidad tradicional, «napoleónica», «tecnocrática» o «autoritaria», como se decía, según los países.
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Sobre estos dos conflictos tomó cuerpo un tercero: el conflicto entre generaciones, el conflicto intergeneracional. Esto no es nada nuevo. Está presente, de manera más o menos abierta o larvada, en cualquier momento histórico. Pero en aquellos años se acentuó y agudizó por el motivo demográfico antes dicho (el peso cuantitativo de los jóvenes en la pirámide de edades) y porque la mayoría de los jóvenes dejaron de creer que sus mayores tuvieran que seguir dirigiendo la universidad y la sociedad en la forma en que lo hacían. Vieron en esta forma un obstáculo que se oponía a que cuajaran las nuevas ideas, creencias y costumbres que estaban surgiendo.
He dicho ya que para los estudiantes que se rebelaban en la segunda mitad de la década de los sesenta esta creencia tomó la forma de oposición abierta al autoritarismo en los centros de estudio (gestionados por los mayores). Habría que añadir ahora que desde 1968 esta crítica se amplió al autoritarismo existente en la familia (dominada por la estructura patriarcal), en las relaciones entre los sexos y en conjunto de la vida social (en la que lo que contaba eran los gustos, las costumbres, los gestos, la vestimenta, las expectativas y las necesidades de los mayores). De modo que la forma mínima e inicial de la protesta juvenil fue oponer otros lenguajes, otra imagen física, otros espacios para la relación, otra manera de vestir, otra manera de entender las relaciones sexuales. En suma, otra manera de estar en el mundo.
Para ponerse en situación en esto basta con reflexionar sobre un hecho, en mi opinión decisivo, muy relacionado con la demografía: si los 90 son los años de la «viagra», la píldora para viejos en una sociedad envejecida, los 60 son los años de la píldora anticonceptiva, entonces la «píldora» sin más, para jóvenes de una sociedad en la que los jóvenes eran mayoría y exigían algo más que la palabra. Y para entender la pérdida de predicamento de los mayores en aquellas circunstancias y la dimensión auténtica de este conflicto hay que tener en cuenta otros dos factores: la dificultad que los jóvenes tenían entonces para disfrutar de las relaciones sexuales en un espacio propio de la casa familiar y la relativa facilidad con que, en cambio, se podía encontrar un empleo estable (o casi) en sociedades para las cuales el pleno empleo era casi un dogma. A partir de ahí se entiende bien el que el «irse de la casa paterna» para vivir con otros jóvenes en comunas (urbanas o rurales) se generalizara a una edad bastante temprana. Independientemente del éxito o del fracaso de tantas experiencias de este tipo, ahí está origen de otro de los movimientos del momento: las comunas como alternativa a la familia tradicional y como prefiguración de un nuevo tipo de relación social.
La forma extrema del conflicto intergeneracional tomó cuerpo en una idea que pronto se convirtió en slogan del Free Speech Movement y que luego se repetiría muchísimas veces en todos los casos de contestación estudiantil: «Desconfía de los que tienen más de 30 años». Esa idea nació entre estudiantes universitarios. Pero cuajó también fuera de las universidades, al margen de las protestas, de la contestación y de las ocupaciones de las aulas: en las fábricas y en la sociedad en general. De ahí nace la «cultura juvenil», con su aspiración a la diferenciación en todo: en el vestir, en el relacionarse con otros, en el aparentar, en la forma de oir música o de hacer teatro, en el contar. A medida que la contestación estudiantil fue en aumento, desde 1964 a 1969, tanto en Estados Unidos como en Europa la edad media de los participantes en asambleas, sentadas, demostraciones lúdicas y manifestaciones de protesta sería aún más baja, al incorporarse numerosos estudiantes de la enseñanza secundaria que estarían entonces entre los 14 y los 17 años.
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Si se compara la revuelta de Berkeley en 1964 con las protestas y movilizaciones que tuvieron lugar en esa y otras muchas universidades norteamericanas o europeas desde 1967 hay una cosa que ha cambiado. En 1967 la crisis empezó en Berkeley con una sentada de un grupo de postgraduados contra el reclutamiento para la Marina entre miembros del sindicato estudiantil. Los efectos de la guerra de Vietnam sobre la juventud norteamericana están ya en primer plano. Se empiezan a conocer no sólo los efectos de la barbarie sobre el pueblo vietnamita sino también el número de muertos entre los jóvenes norteamericanos enviados a la guerra. Y este conocimiento convierte la protesta en el objeción a las armas y la objeción en insumisión, en desobediencia civil.
Es el momento de decir que la movilización estudiantil de aquellos años jugó un papel muy importante en el desenlace de la guerra de Vietnam. El que la fase más aguda de esta guerra, entre 1967 y 1969, se resolviera finalmente a favor del contendiente más débil (militar, tecnológica e industrialmente) es una anomalía histórica, una excepcionalidad. Y esta excepcionalidad no se puede explicar únicamente a partir de la inteligencia militar, política y organizativa del Vietcong, de Ho Chi Minh y del general Giap. Ni siquiera añadiendo a eso la reconocida capacidad de resistencia del pueblo vietnamita a lo largo del siglo. Para que esto llegara a ocurrir hay que tener en cuenta otros tres factores. El primero de ellos fue la mera existencia en las proximidades del conflicto de otras dos potencias militares (la URSS y China). Pero los otros dos factores tienen que ver precisamente con la amplitud de la protesta contra esta guerra (no sólo juvenil ni sólo universitaria). Primero en los EE.UU. al producirse una «contracultura» que acabó dando en crisis social interna. Y luego en toda Europa.
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¿Qué rasgos tuvo lo que entonces se llamó «contracultura»? Muy heterogéneos. Tan heterogéneos que sin el transfondo de la guerra de Vietnam, que actuó como elemento catalizador, seguramente la «contracultura» nos parecería un mosaico de ideas y actitudes fragmentadas, incomponibles. Lo primero que hay que decir a ese respecto es que lo se llamó «contracultura», aunque cuajó mayormente entre los jóvenes, sobre todo en EE.UU., es una combinación de expectativas y actitudes juveniles con teorizaciones de los seniors que influyeron o quisieron dar un sentido, bien más global, bien más particular y concreto, al movimiento de protesta en marcha: Theodore Roszak y Herbert Marcuse, Allen Ginsberg y Alan Watts, Timothy Leary y Carlos Castaneda, D.L Laig y Paul Goodman eran, en su mayoría, autores de los que, si nos atenemos al slogan antes mencionado, habría que haber desconfiado por su edad.
La «contracultura» de aquellos años tuvo, para empezar, un halo neorromántico. En su filosofía y en su práctica hay varios temas y actitudes que recuerdan el romanticismo histórico. Enumeraré algunos: la crítica radical de la ciencia y del complejo tecnocientífico; el comunitarismo; la atracción por el misticismo y por las religiones orientales; el énfasis rousseauniano que se puso en la vuelta a la naturaleza; el papel central que se concedió a los sentimientos y la imaginación frente a la razón tecnocrática e instrumental; la atracción por las drogas y los alucinógenos (tanto por evasión como por experimentalismo); la importancia concedida a lo cognitivo frente al punto de vista analítico; la tendencia a relacionar todo con todo, al pensamiento holístico; la aspiración a una psicología crítica de las alienaciones y al mismo tiempo geltaltista, etc.
La cultura a la contra tuvo una primera y aparente manifestación ya en el lenguaje mismo. En los países anglosajones se hizo habitual en aquellos años hablar de (y defender) «anticulturas» y «antientornos», «antiteatro» y «antipoesía»; las comunas eran presentadas como «antifamilias»; la liberación psíquica y sexual se asimilaron a la «contrapsiquiatría»; los experimentos alternativos en el ámbito de la enseñanza se llamaron «antiescuela» o «contrauniversidad». Se aspiraba, en todos los casos, a crear «contrainstituciones». «Contra» y «anti» quería decir, en suma, definitivamente fuera del sistema o, a lo sumo, en sus márgenes. De ahí nació también la aspiración a otra prensa, a la prensa underground (no sólo a un uso alternativo de los medios de comunicación existentes) así como la idea de crear redes o canales de comunicación escritos o de transmisión de músicas y de imágenes fuera de los circuitos institucionalmente establecidos.
Puesto que para la contracultura la forma alternativa era tan esencial como los contenidos se difundió la idea de que en todo -anti hay ya un elemento de subversión de lo establecido. Así, por ejemplo, en las entonces muy divulgadas justificaciones del LSD y de otras drogas. He aquí una: «El imperio se enriquece, se urbaniza y depende cada vez más de cosas materiales, y es entonces cuando los nuevos movimientos subterráneos salen a la superficie […] Todos son subversivos. Todos tienen un mismo mensaje: drógate, sintoniza, abandona. ¿Acaso puede funcionar el mundo sin LSD?».
Lo interesante es que en ese ámbito llagaran a aproximarse y a coincidir figuras tan distintas como el hippy radicalmente pacifista, los panteras negras defensores de la violencia en favor del poder negro en EE.UU. y dirigentes estudiantiles que, como Mario Savio, el principal organizador de la protesta en Berkeley, eran al mismo tiempo los mejores estudiantes del establishment universitario. Tal vez, pues, lo más característico de lo que se llamó «contracultura» fue la proliferación de formas y actitudes distintas en un marco que Herbert Marcuse definió en sy momento como «el gran rechazo», «la gran negación». Del dinero, de la sexualidad reprimida, del poder establecido. Mientras un día los hippies de Nueva York invadían la bolsa y hacían pedacitos con los billetes de dólar para luego tirarlos como confetti, otro día en San Francisco aparecían grupos que se manifestaban por el centro urbano completamente desnudos para llamar la atención sobre la tolerancia represiva en cuanto a las costumbres sexuales. Lo que no era obstáculo para coincidir luego en las marchas contra la guerra con panteras negras, guevaristas y maoístas.
No es fácil entender ahora cómo llegaron a combinarse dos almas tan distintas en la contracultura americana de los sesenta: el alma hyppi y el alma revolucionaria (guevarista, marxista, marcusiana, de los panteras negras). Pero fue así. Y la explicación de eso seguramente fue la facilidad de la traducción recíproca de los lenguajes de tradiciones y actitudes tan diferentes ante el asunto central de la guerra de Vietnam. Por debajo de las diferencias en la crítica de la guerra en curso y más allá de las diferencias de lo que entendían por «paz» grupos y movimientos tan distintos, la oposición al reclutamiento, las llamadas a la deserción y la desobediencia civil unificaban lenguajes. Vertirse de flores, usar «bicis blancas» en la ciudad dominada por el automóvil, diferenciarse persistentemente de los mayores en la forma de vestir, dejarse el cabello largo, huir de la familia para ir a establecerse en una comuna rural, proletarizarse, mezclarse con los negros donde eso estaba mal visto, organizar marchas contra la guerra, participar en una «sentada» en la que se cantaba el «No, no nos moverán» o el «Submarino amarillo», publicar un periódico underground: son formas varias, unas veces en competición, otras en aproximación, de lo que se llamó el Gran Rechazo, formas que seguramente no habrían coincidido sin el espectro de fondo que atenazaba a los jóvenes y a sus familias: la guerra de Vietnam.
Julián Beck, director del «Living Theater», que había sido expulsado de Nueva York en 1964, lo dijo así en un manifiesto versificado, que es al mismo tiempo un homenaje al 68, escrito en Londres y que lleva por título «Paradise Now»:
1968
Soy un mago realista
Veo a los adoradores del Che
Veo al hombre negro
forzado a aceptar
la violencia
Veo a los pacifistas
desesperar
y aceptar la violencia
Veo a todos, todos, todos
corrompidos por las vibraciones
vibraciones de violencia de la civilización
que están sacudiendo nuestro único mundo
Queremos
zaparles
con santidad
Queremos
levitarles
con alegría
Queremos
desarmarles
con filtos de amor
Queremos
vestir al infeliz
con una túnica blanca
Queremos
revestir de música y verdad
nuestra ropa interior
Queremos
que el país y sus ciudades resplandezcan
con actos creadores.
Y lo haremos
irresistible
incluso a los racistas
Queremos cambiar
el carácter demoníaco de nuestros oponentes
en una exaltación creadora.
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«La imaginación al poder». De todas las frases acuñadas por los movimientos de aquellos años, ésta es la más célebre. Y la más repetida. Tan célebre y tan repetida que hace ya mucho tiempo que se trivializó. Ya no quiere decir nada o quiere decir cualquier cosa. Cuando se la usa ahora, por lo general sugiere una de estas dos cosas: hyppis y provos, protesta lúdica, ecologista y pacifista. Y a veces cuando se la emplea ahora acaba queriendo decir casi lo contrario de lo que quiso decir la primera vez que alguien la escribió en un muro. Voy a restituir su sentido original. Esa frase cerraba una breve pero contundente declaración de principios en la entrada principal de la Sorbona de París asediada por la policía. Decía así:
«Queremos que la revolución que comienza liquide no sólo la sociedad capitalista sino también la sociedad industrial. La sociedad de consumo morirá de muerte violenta. La sociedad de la alienación desaparecerá de la historia. Estamos inventando un mundo nuevo original. La imaginación al poder».
No me extraña que un situacionista como Guy Debord se muriera de risa, diez años después, al constatar lo que la «sociedad del espectáculo» había conseguido hacer con esa y otras muchas frases célebres del movimiento del 68.
En relación con esta risa de Guy Debord hay todavía un par de nociones que surgieron entonces al calor de la cultura a la contra, entre los Estados Unidos y Europa. La primera es la noción de «paradigma», que, desde su primera formulación por T.S. Kuhn, invadió las ciencias sociales y la historiografía de la época. La segunda es la noción de «proletarización» (en su doble acepción de «pobre» y «proletario»).
Se podría decir que «paradigma» es la palabra que más plásticamente resume el espíritu de la contracultura de los 60, su talante postpositivista y neorromántico. Lo recubre todo: una nueva concepción del mundo (aunque no sea del todo explícita), un nuevo método globalizador u holístico de aproximación a la realidad y una nueva manera de entender el papel de la ciencia en su historia, la ciencia en acto (tan vinculada al «poder desnudo»). «Paradigma» es una palabra que recoge el distanciamiento de la época respecto de las cosmovisiones o concepciones del mundo tradicionales y prefigura al mismo tiempo una nueva concepción que quiere integrar lo local y lo planetario, lo global y lo particular, la pluralidad y la complejidad. El éxito de la palabra (en seguida se habló de «nuevos paradigmas» en todos los campos y aún se habla de eso) radica en que permite enlazar bien el espíritu crítico de la contracultura con la reorientación de las ciencias sociales académicas que aspiraban a su institucionalización universitaria.
La otra palabra es «proletarización». En el ámbito anglosajón eso alude generalmente a la revalorización de «lo pobre» en la cultura propia: en la pintura, en la música, en la poesía, en el cine, en el teatro, en el vestir. Apunta a una inversión de los valores vigentes, hacia una transmutación de todos los valores establecidos, pero particularmente allí donde se cree que es posible actuar y crear efectivamente de manera alternativa (no en el ámbito de la política institucional, del poder político, que se ve ya muy alejado, inalcanzable). Lo pobre acepta su vínculo directo con «lo underground», pero tiende a rebasarlo provocadoramente.
En Europa, en cambio, y sobre todo en Francia, Holanda, Alemania e Italia, la llamada sesentayochesca a la «proletarización» trata de enlazar en forma directa con aquella parte de las tradiciones revolucionarias, un día vanguardistas, que se habían conservado más vivas y más críticas: ciertas corrientes anarquistas y marxistas que quedaron desplazadas ya en los años veinte y treinta por el leninismo y por el estalinismo. La Internacional Situacionista en Francia, los «enragés» del mayo francés, el movimiento de los «provos» en Holanda y la mayoría de los dirigentes de la universidad crítica en Berlín o del movimiento estudiantil en Italia son exponentes de este punto de vista, que también se encuentra representado en algunas de las organizaciones estudiantiles de Madrid y Barcelona (sobre todo después de 1968).
La llamada a la «proletarización» refleja bien, en Europa, la tensión interna de un movimiento que nació en la Universidad, entre estudiantes, pero que quería enlazar cuanto antes y como fuera con el movimiento obrero, con los trabajadores de las fábricas, o, como en caso de Berlín, con el «proletariado mundial» representado por los pueblos del Tercer Mundo. «Proletarización» quería decir, además, «control obrero», «autogestión» de la producción. Y esa idea es inseparable, en aquel momento histórico, de dichos tan conocidos y repetidos como que «bajo el pavés está la playa» o que «la humanidad sólo será feliz el día en que el último burócrata haya sido colgado con las tripas del último capitalista».
Hoy esto seguramente suena a chino. Pero en su momento el general De Gaulle entendió muy bien, en francés, aquel lenguaje. No hay que olvidar a este respecto que el momento decisivo del mayo francés, cuando De Gaulle desaparece de París para entrevistarse con los jefes del ejército (un hecho histórico muy bien captado, por cierto, en una célebre película de Louis Malle), se produjo justo en la semana en que estudiantes y obreros habían logrado, por fín, conectar, hacerse entender, en las fábricas y en la calle. Y que todo lo que vino después, a pesar de la emotiva despedida del movimiento estudiantil – «Esto es sólo el comienzo»- no fue precisamente «un comienzo», como se quería, sino un final de época. Pero eso lo sabemos ahora. No entonces.
Fuente: Texto para los cursos de Ética y filosofía política impartidos por Francisco Fernández Buey en la UPF.
Nuestra fuente: http://www.elviejotopo.com/topoexpress/entre-mayo-del-68-y-la-guerra-de-vietnam/