«Si por «cultura estética» se entiende el conocimiento y el aprecio de la buena música, de la poesía que sale del alma, de la narrativa innovadora, del teatro creador, del cine con ideas y cosas así, no me cabe duda de que eso se tiene que valorar positivamente. No creo que tal «cultura estética» sea emancipadora, pero sí al menos reconfortante y, desde luego, se ha reconocer que contribuye a lo que se ha dado en llamar autorrealización de las personas».
El sentido general de la charla es el de profundizar en la idea del papel de la cultura, en un sentido amplio, como contribución a la transformación social. Podemos acordarnos del prólogo de Walter Benjamin a su escrito La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica que se plantea como una contribución a la revolución en el plano cultural, en los años treinta, o en la apuesta por la superación de la cultura del espectáculo de los situacionistas a finales de los sesenta. ¿Cuál es la situación contemporánea? ¿Existe un espacio para la cultura disidente?
Espacios para la disidencia cultural sigue habiendo en nuestro mundo, sin duda. Hay espacio, en Internet, como es obvio y se ha dicho tantas veces; pero también hay espacios en otros y muy distintos ámbitos: en el de la música, en el cómic, entre los grafiteros, en el campo del ensayo filosófico, en el cine, en el teatro, en las artes plásticas y hasta en la teoría política y en la teoría de la arquitectura… Hay espacios para la disidencia (reducidos y calculados, eso sí) en los grandes centros culturales y en los museos. Incluso hay suplementos culturales de cierta prensa periódica que en todo lo demás es bastante conservadora y que aplauden o dan cuerda a tales o cuales manifestaciones actuales de la disidencia cultural. Eso sí: poniendo a parir, en las otras páginas, todo lo que huela a «anti-sistema». El dominio de la ideología dominante es ahora tal que la disidencia artístico-cultural no parece preocupar por el momento a los que mandan.
Pero luego hay, sigue habiendo, los espacios de la disidencia cultural que se crean, por así decirlo, sin permiso de la autoridad competente. Ahí está la impresionante y conmovedora película de Michael Glawogger sobre la clase obrera marginal en el mundo de hoy: Working Man´s Death. Ahí están Ken Loach y Mike Leigh. Ahí está, subiendo, el documental crítico en el cine. Ahí está la Puta guerra!, de Tardi, en cómic. Ahí están, dando guerra, los viejos que piensan por su cuenta, como Niemeyer, y los/las más jóvenes, como Beatriz Preciado, que no se dejan encasillar. Y tantas y tantas otras manifestaciones en el campo de la música, de la pintura, del teatro, en los documental, incluso en la publicidad paródica. Hay, sin ninguna duda, un posmodernismo crítico, libertario y desmadrado. Lo que suena a risa, en el mundo de ahora, es lo de pensamiento único. Creo que nunca hubo tanta disidencia y tanta pluralidad. Eso sí: en el ámbito de las ideas, no en el mundo de la política.
Lo que ha cambiado, respecto de la época en que escribía Walter Benjamin, o incluso en comparación con la época en que los situacionistas denunciaban la aparición de la sociedad del espectáculo, es la percepción de la función de la cultura o del arte disidente, precisamente en esta sociedad del espectáculo ya desarrollada.
Me atrevería a decir que, más allá de las idealizaciones del compromiso político-social del intelectual o del artista disidente, siempre se ha sabido que, con el tiempo, las vanguardias acaban convertidas en retaguardias. Pero es que ahora la aceleración del tempo histórico se ha hecho tal que hay vanguardias disidentes a las que se integra en el sistema de la mercantilización universal antes de que hayan tenido tiempo de desarrollar su proyecto, en el momento mismo en que estaban naciendo. Un personaje de El Roto lo expresaba muy bien en un chiste de hace unos años: «Yo no me vendo», decía el artista disidente. Y el otro: «Prueba a bajar el precio…». Lo que no quita para que haya que seguir defendiendo a las vanguardias y a los vanguardistas, o sea, la experimentación, la innovación y la provocación en cada una de las artes.
¿Cuál es hoy en día la función de los «intelectuales»?
Para contestar bien a la pregunta tendríamos que ponernos de acuerdo sobre qué entendemos por «intelectual» hoy en día, porque en esto hay por una parte mucho camelo y, por otra, no poco autonominado. A mí me parece que el intelectual tradicional, el intelectual de corte liberal, no sujeto a un trabajo fijo y asalariado, que es el tipo de intelectual que dominó el panorama cultural hasta los años sesenta del siglo XX, pongamos que hasta el 68, ha pasado ya a un segundo plano, está empezando a pasar a la historia. No quiero decir con esto que el maitre à penser o el gran intelectual liberal tradicional haya desaparecido del todo, pero sí que hay que hacerse a la idea de que ese tipo de intelectual ya no cuenta socialmente como contaba en la época de Zola, de Bertrand Russell o de Jean-Paul Sartre (o de Ortega y Gasset y de Aranguren aquí). Pero sí que se puede decir que esa figura ha declinado.
La generalización de la enseñanza superior, universitaria, tiene mucho que ver con eso En nuestras sociedades domina hoy el intelectual en la producción, o sea, el científico, el técnico, el ingeniero, el investigador, el médico, el periodista, el profesor: el profesional, en suma., casi siempre a sueldo del Estado. Todas esas son figuras del intelectual asalariado en la producción, muy distintas ya del pensador de élite cuya declaración sobre tal o cual asunto controvertido en la sociedad daba lugar, a su vez, a manifestaciones pomposas de reconocimiento por parte de los mandamases en el mundo político. Para entendernos: el tipo de intelectual cuya intervención pública cuenta de verdad hoy en día es, por una parte, el científico o el técnico y, por otra, el gestor cultural o el parlanchín mediático, pero no el filósofo o el pensador que excepcionalmente clama contra el mundo en los medios de comunicación. Éste suele salir, en las necrológicas, como «el último» en lo suyo.
Al decir esto no pretendo afirmar que haya desaparecido por completo el intelectual comprometido de otros tiempos, el intelectual política e ideológicamente definido, el abajo firmante de la época de la Dictadura en España o de la época de la guerra de Vietnam en el mundo. Sigue habiendo, sin duda, compromiso de este tipo. También entre los nuevos intelectuales, entre los intelectuales en la producción. No hay más que echar un vistazo a la lista de firmantes en favor de la huelga general del 29 de septiembre. Pero si se compara, se verá lo que quiere decir intelectual en la sociedad del espectáculo: el lugar que ocupaba antes la lista el filósofo o el pensador lo ocupa ahora el cantante o el actor de cine. Si eso es bueno o malo ya se verá, pero en cualquier caso es diferente.
Y, sí, en líneas generales ha cambiado la función del intelectual. Lo que pasa es que al intelectual de izquierdas, comprometido política e ideológicamente, ahora se le ve menos que hace treinta o cuarenta años. Por dos razones: primero porque, mientras tanto, el mundo se ha hecho mucho más conservador de lo que era entonces y hay más compromiso de derechas por así decirlo; y segundo porque lo que hoy se exige socialmente al intelectual-profesional es responsabilidad en su trabajo cotidiano, coherencia en su trabajo, y no tanto declaraciones excepcionales. Llevado al extremo, esto implica que el intelectual está demasiado absorbido por sus asuntos profesionales como para estar siempre atento a la intervención comprometida. En cierto modo esto es una vuelta de tuerca más en la profundización de la división técnica del trabajo entre intelectuales y políticos.
Pero, aunque a veces no lo parezca a primera vista, la distancia entre el intelectual en la producción, el científico o el técnico, y la gente es hoy menor que la que había antes entre el intelectual tradicional y lo que llamábamos «pueblo». Esto también es una consecuencia de la generalización de la enseñanza. Claro que, por regresión sociológica a la media, también se ve ahí que el porcentaje de intelectuales en la producción, a la vez rojos y partidarios de cambiar el mundo de base, es menor que el de los intelectuales conservadores.
Desde un punto de vista institucional ¿Cuál es el papel de la Universidad, de los medios de comunicación de masas, de los museos y la gran cantidad de centros de cultura que están surgiendo?
Vamos por partes.
Todo eso (universidad, medios de comunicación, museos, centros culturales, etc.) está ahí, en principio, para instruir, educar e ilustrar a las grandes masas. Es de suponer que, también, en principio, el Kant de «¿Qué es la Ilustración?» estaría encantado con un panorama así: por fin ilustración para la mayoría, para el pueblo…! Veo a Bertrand Russell, que decía que le hubiera gustado vivir en la época de la Ilustración, levantándose de la tumba y dando saltos de alegría… hasta enterarse de qué se hace ahí realmente, cómo se forma a la buena gente, qué se enseña, cómo se educa, con qué intención se ilustra al pueblo. En fin, redescubriendo, en suma, lo que ya sabían los primeros revolucionarios románticos del siglo XIX, a saber: que, en general, hay más despotismo que Ilustración propiamente dicha.
Que la enseñanza universitaria se haya generalizado y que, como consecuencia de eso, hayan llegado a la universidad los hijos de trabajadores que hace dos generaciones eran analfabetos, es muy buena cosa. Es un sano efecto de la presión social contra la desigualdad. El problema es que la calidad de la enseñanza universitaria, al menos en el primer ciclo universitario, está cayendo al nivel en que estaba antes el Bachillerato. Y no sabemos todavía si eso tiene arreglo o es un efecto perverso y permanente de la generalización.
Que haya medios de comunicación para que las masas se informen y se instruyan fue también en su día una excelente noticia. Como aquello de la independencia de los dos poderes menores frente al poder político (vinculado al Poder en sí, o sea, al económico) no se podía mantener de hecho, el que hubiera algo así como un «cuarto poder» que lo denunciara parecía también una buena cosa. El problema es que, con el tiempo, los grandes medios de comunicación de masas están todos (o casi todos) en manos de la combinación entre el poder político y el Poder en sí y se dedican básicamente a manipular la conciencia del pueblo: no a informar o a ilustrar, sino a contar mentiras para el presente y verdades a destiempo.
El mismo o parecido tipo de contradicción tiende a darse en museos y centros culturales: son concentración de las piezas de civilización y barbarie de las que hablaba Walter Benjamin. Se crean para educar e ilustrar al pueblo y pronto se convierten en correas de transmisión de las ideologías y modas dominantes. Una de las cosas que está ocurriendo con ese tipo de cultura propiciada desde arriba y subvencionada por los poderes económicos, por el estado, por las instituciones y por las entidades bancarias, es que coartan la creatividad y la espontaneidad cultural de los de abajo. Ante el gran espectáculo de la pluralidad y de la variedad constantes el pueblo se queda como Bocabierta en el País de las Maravillas: engulle lo que le echan sin tiempo para pensar.
Desde tu punto de vista cómo valoras en la actualidad lo que podemos denominar «cultura estética»? Es emancipadora en sí misma, como oposición al predominio de la «cultura tecnológico / científica», como renovadora de la experiencia individual, o en su relación con la «cultura política»? ¿Está completamente asfixiada bajo lo que se ha denominado la «industria cultural»?
Si por «cultura estética» se entiende el conocimiento y el aprecio de la buena música, de la poesía que sale del alma, de la narrativa innovadora, del teatro creador, del cine con ideas y cosas así, no me cabe duda de que eso se tiene que valorar positivamente. No creo que tal «cultura estética» sea emancipadora, pero sí al menos reconfortante y, desde luego, se ha reconocer que contribuye a lo que se ha dado en llamar autorrealización de las personas.
Yo no creo que haya que oponer, como a veces se hace en algunos departamentos universitarios, la «cultura estética» o «humanística», así entendida, a la cultura tecnológico-científica o a la «cultura científica». Esas contraposiciones me aburren. Y creo estar en buena compañía, pues el crítico y teórico de la literatura George Steiner decía, no hace mucho, algo parecido. En las mejores cabezas de la historia de la humanidad «cultura estética» y «cultura tecno-científica» han sido siempre complementarias y hoy en día hay que aspirar, me parece, a una tercera cultura que haga de puente entre las dos culturas académicamente separadas. Creo que incluso la «cultura política» (en el mejor de los sentidos de la palabra «política») se la da por añadidura, y como premio, al que busca complementar «cultura estética» y «cultura tecno-científica».
A poco que lo pensemos habría que llegar a la conclusión de que el que haya una «industria cultural» no tiene nada de malo. En principio no parece que la industria del libro, del dvd o de la pintura haya de ser moralmente más perversa que la industria del zapato o de la lencería. Lo parece a veces porque estamos acostumbrados a que a lo largo de la historia casi todos los seres humanos hayan llevado zapatillas o taparrabos mientras que muy pocos podían comprar libros o pinturas. Lo malo en lo de la cultura, como en lo demás, no es que haya industria sino que los industriales no piensen en otra cosa que en la obtención de beneficios por la vía rápida y adormezcan a los demás con el cuento ese de la mano invisible del mercado (que, obviamente, mece también la cuna de la cultura…)
SITUACIONES es una revista de las artes. Entre las diversas formalizaciones artísticas, cuáles son las que más te atraen: el cine, las artes plásticas, la música, la literatura, el teatro? Sabrías decir las razones de esas preferencias?
A mí la poesía, el cine, la literatura y el teatro, por este orden. Aunque también me atraen, no tengo el ojo que hay que tener para las artes plásticas ni el oído que creo que se necesita para la música. Cuando voy a una exposición de pintura, tanto si es clásica como contemporánea, me paso parte del tiempo pensando si en la próxima reencarnación tendré la suerte de John Berger; y cuando escucho una sonata de Bethoveen o las Gymnopédies de Erik Satie, pongamos por caso, no sé explicar por qué me atraen y por qué siento lo que siento. Así que, mientras tanto, me conformo con cultivar como puedo las preferencias.
Sospecho, por lo que he leído, que la jerarquización de las preferencias en cuestiones artísticas tiene mucho que ver con la educación recibida. Tengo un primo, con los mismos apellidos que yo, que es un buen violinista, pero con padres y abuelos ya aficionados a la música. De todas formas, la de la educación no creo que baste para explicar la cosa, por lo menos cuando se habla de talento creativo, no de sociología del arte. Hay un curioso personaje de una de las películas de los hermanos Cohen, El hombre que nunca estuvo allí, que lo dice con mucha gracia refiriéndose a las aspiraciones pianísticas de la bondadosa chica a la que quiere favorecer el protagonista: «Estudiando y practicando mucho quizás llegue a ser una excelente…mecanógrafa». En fin, una de las pocas cosas que se aprende con los años es aquello de para qué no vale uno…
Podrías hablar de algunos de tus autores favoritos y darnos algunos ejemplos?
Hay pocos autores de los que me guste todo y que me hayan gustado siempre. Y además creo que pertenecen a muy diferentes corrientes en las distintas artes. Así que no tendría mucho sentido hacer una larga lista que, encima, iba a resultar contradictoria.
Dejemos, pues, a los clásicos amados por todos y que son siempre de referencia obligada. Sigo escuchando con mucho gusto, y a veces con emoción, a Leonard Cohen. Bertolt Brecht, el poeta y el de Galileo Galilei, me parece vivo. Durante un tiempo sentí una predilección particular por la obra gráfica de Motherwell. Me tocan varias de las cosas que pintó Jorge Castillo a finales de los 70 y algunas de la etapa africana de Barceló. Entre los poetas me interesan mucho Gamoneda, Margarit y Olvido García Valdés, de los que creo haber leído todo lo que han publicado. Siento una gran identificación leyendo lo que escribe Jorge Riechmann, que es un rojo culto, sensible y verde, de los que hay muy pocos.
Mis filósofos preferidos son Albert Einstein y El Roto. Y de los que se han dedicado o se dedican al cine y tienen que ver directamente con la historia de las ideas (no sólo con la historia de las imágenes), amo a muchos. Creo que el cine ha sido el gran arte del siglo XX, el más próximo a la comprensión global de nuestras vidas, y siento nostalgia de Visconti, Pasolini y Fassbinder. Con el recientemente fallecido Chabrol casi siempre me lo he pasado muy bien, sobre todo cuando satiriza a propósito de la burguesía y se pone excéntrico, como, por ejemplo, en La ceremonia, que es una de esas películas que pone nerviosos a los bien-pensantes. De los que están ahí ahora lo que más me atrae es la poética y el programa moral de Lars von Trier.
¿Podrías indicar algunas ideas de la evolución de tus intereses estéticos en relación con tu biografía intelectual y con los cambios en tu sensibilidad?
Cuando estaba haciendo el bachillerato, en Palencia, me fascinaban los novelistas rusos del XIX, las obras de teatro de Albert Camus y Jean-Paul Sartre, el existencialismo y el cine de Antonioni. Y, por supuesto, ir vestido de negro de arriba abajo. Seguramente era una paradójica forma de protestar contra la España negra de aquellos años, la de Calle Mayor y Nunca pasa nada.
Ya en Barcelona, José María Valverde hizo que me interesara por la estética, tanto que a punto estuve de hacer una tesina sobre la Crítica del gusto de un interesante marxista italiano hoy olvidado, Galvano della Volpe. Todavía creo que en el campo de la estética marxista aquella obra era de las más lúcidas que se escribieron por entonces. Pero Manuel Sacristán, que fue el marxista más lúcido y culto de su época, me hizo descubrir que, en general, los marxistas contemporáneos no distinguían entre estética y poética ni entre estética y sociología de arte y que cuando escribían estética en realidad querían decir poética.
Entre eso y que mi admirado Lukács, después de obligarnos a elegir entre Kafka y Mann, había llegado a la conclusión de que en el fondo Kafka tenía razón y Semprún y Solchenitsin eran los máximos exponentes del realismo socialista de la época, se me pasó la pasión por casi todo aquello que navegaba como teoría marxista del arte. Escribí sobre eso una contribución a la crítica del marxismo cientificista. Y desde entonces, como diría un crítico académico, voy dando tumbos en estas cosas: siempre discutiendo acerca de la distancia que hay entre la teoría artística y la práctica del arte, que es, por cierto, muy parecida a la distancia que hay entre metodología de la ciencia y la práctica científica.
De los marxistas a su manera, o sea, de los que pensaron con su propia cabeza, cada vez me ha ido interesando más William Morris, del que tal vez se puede decir que fue el último socialista utópico, un rojo aristocratizante atento al diseño y amante de la tipografía que, en cierto sentido, recuperaba la vena romántica del marxismo de la primera hora. Solo que, como Morris murió hace más de un siglo y probablemente su obra dio ya de sí todo lo que podía dar (el hombre acabó escribiendo algo así como cuentos de hadas) ahora, sin dejar de apreciar a los narradores rusos del XIX, me tira más la tradición humorística, sarcástica y paródica, la de Rabelais, la de Swift, la de Kraus, la de Lem; y de los hispanos la poética que más aprecio es la de Valle-Inclán: creo que en el diálogo entre Max Estrella y el anarquista catalán, en el calabozo madrileño en el que coinciden, está la clave para entender la historia de la España moderna.