Adivinemos cómo una sociedad humana verdaderamente avanzada podrá juzgar nuestra época, en Occidente y sobre todo en España. Me refiero a esa sociedad de la antehistoria, y de futuro donde se ignorarán estas dos palabras: tuyo y mío; donde no habrá fraude, engaño ni malicia mezclándose con la verdad y llaneza; donde la justicia estará […]
Adivinemos cómo una sociedad humana verdaderamente avanzada podrá juzgar nuestra época, en Occidente y sobre todo en España. Me refiero a esa sociedad de la antehistoria, y de futuro donde se ignorarán estas dos palabras: tuyo y mío; donde no habrá fraude, engaño ni malicia mezclándose con la verdad y llaneza; donde la justicia estará en sus propios términos, sin que la osen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen; donde la ley del encaje no se habrá sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no habrá qué juzgar, ni quién sea juzgado…
Los políticos suelen repetir cuando les conviene la frase atribuída a distintos personajes históricos y principalmente a Confucio «los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla». Pero yo me atrevo a responderla pues, si bien se mira, no tiene sentido. Porque si los pueblos repiten la historia, incluidos los errores cuya definición habría que consensuar, no es porque no la conozcan sino porque están condenados a lo que para cada pueblo significa cumplir con su destino en cada circunstancia y por su propia idiosincrasia.
En efecto. Están condenados a repetirla, la conozcan o no, porque podrán variar a lo largo de la historia las circunstancias y la gravedad de las decisiones de caudillos y mandatarios, pero lo que no cambia es la condición humana, ni sus pasiones ni sus debilidades. Lo único que cambia son los ropajes, los escenarios, el estilo, el modo de manejar el disimulo y el grado de la brutalidad de los jerarcas. A fin de cuentas, sólo unos cuantos fabrican la historia, otros pocos la escriben y el resto la padece. Por eso es que los supuestos errores, la ambición, la codicia, la ansiedad y la voluntad de poder en cada pueblo, es cosa de minorías. Y si la brutalidad de éstas se ha dulcificado en apariencia (porque en la realidad se oculta), es porque también se han atemperado paralelamente las reacciones de las masas. Pero en el fondo siempre es más o menos lo mismo. No hay variaciones de hondura. Lo que varían son los espejuelos, el pan y circo, y hoy las nuevas tecnologías… que enajenan ordinariamente a las masas. Gracias a ello, las sublevaciones, las rebeliones y las guerras son menos probables, al menos en Europa y en los países del mismo sistema. Pero son la pereza, la indolencia y la debilidad creciente lo que determina el hecho, no porque no haya causa eficiente…
Ciñèndonos a Europa y por ejemplo, la convulsión que supuso para ella la revolución francesa hizo retroceder la religiosidad que existía hasta entonces y abarcaba 1800 años, hasta ser prácticamente barrida de las conciencias. El vacío fue llenado inmediatamente por una regresión a la conciencia de la individualidad de otras épocas. Y una báquica horda de livianos nigromantes, pseudomagos y ocultistas entra en estampida, presa de un arrobamiento desmedido propios de la medieval. Toda la sociedad de una u otra manera los buscaba…
Pues bien, algo no muy diferente ocurre hoy, aunque sea de otra naturaleza. Pues ¿acaso no sabemos en España, sin ir más lejos, que salvo una década de desenfreno en que los poderes económicos y el poder político le iniciaron en las inéditas delicias del consumo que luego se volvieron contra él, el pueblo (y cuando digo pueblo me refiero a la clase trabajadora que no es independiente) ha vuelto a épocas de servidumbre? ¿Acaso no es patente que cada día, cada semana, cada mes son una incógnita para el trabajador por la voluntad del empresario, y que la incertidumbre sobre lo que le espera al día siguiente es la argamasa de su vida? ¿Acaso el trabajador y el empleado podrán sensatamente acariciar la idea de formar una familia y atender debidamente a la prole que por eso mismo ya no desea tener? ¿Acaso podrán siquiera idear un plan de vida o un afán? No. Su vida será un viaje a ninguna parte, una barca a la deriva, sin confíar siquiera en un digno retiro al final. Y quizá lo peor y por si fuera poca su desventura, es precisamente que lo saben, que sus méritos, su optimismo, sus esfuerzos y su empuje no habrán de servirles por sí mismos para nada. Están condenados a la ruina. ¿Acaso no es una situación humana y social equivalente a aquellas épocas en que los poseedores trataban a quienes les servían levemente por encima del trato que dispensaban a la naturaleza y a las bestias? La diferencia formal es si acaso que las gentes, hoy, tienen más suerte: hacen el amor con libertad, comen y asumen la locura eramista atareadas en digerir los postmodernos narcotizantes. Eso basta para refrenar sus impulsos de muerte y de violencia y en último término, como dice Byung-Chul Han, para deprimirse y dirigirlos contra sí mismas en lugar de culpar de su eventual fracaso al sistema.
Esto es lo que les distingue de sus congéneres de otros tiempos: los actuales conocen perfectamente su historia y pese a ello están condenados a repetirla. Pero es porque la historia se repite por su propia inercia. Es la del triunfo eterno de los desalmados sobre los que han sido domeñados por una educación en sumisión basada en incrustar en su epidermis los escrúpulos. Es la de las atrocidades, unas veces y la opresión siempre, de minorías que se fortalecen a lo largo de ella, mientras las grandes mayorías de los débiles legan permanentemente su debilidad…
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