Profeta de jeans, camisa campesina y sandalias franciscanas, con una obra ampliamente editada y traducida en el exterior, el recientemente fallecido poeta nicaragüense Ernesto Cardenal (1925‑2020) fue, quizá, el último gran intelectual del humanismo latinoamericano.
Cargaba en su mochila una historia de monje trapense, una revolución triunfante, una poesía afincada en Dios, el amor y la naturaleza, una comunidad contemplativa isleña con rango de utopía y una brújula galopante. Una vida larga y, sobre todo, intensa, que de ningún modo se agota en los tres voluminosos tomos de su autobiografía, publicada en 1999.
Poeta, traductor, editor, sacerdote de la teología de la liberación, exmilitante del Frente Sandinista de Liberación Nacional, que tomó el poder en 1979, del que fue primero vocero y luego ministro de Cultura, Cardenal falleció cuando nos estábamos acostumbrando a que era eterno. Un escueto mensaje de su gran amiga la poeta Luz Marina Acosta anoticiaba que había “emprendido su proceso de integración al Universo con la mayor intimidad con Dios”. Más que un obituario, la escueta nota resume el viaje anunciado de un poeta que parafraseaba a Quevedo, auguraba, desde sus primeros libros, un destino general de mutaciones (“Volveremos a ser gas de estrellas otra vez./ Hidrógeno seré, pero hidrógeno enamorado”) e indagaba, en muchos de sus libros, las entrañas de un cosmos que veía como “una unidad orgánica de almas”. Un torbellino de metamorfosis latía en sus versos: “Ahora vosotros sois fósforo, nitrógeno y potasa… no resucitaréis solos, como fuisteis enterrados,/ sino que en vuestra carne resucitará toda la tierra”, ya que, agregaba: “Morimos para que nazcan más. Para los otros./ Los astros mueren/ para dar origen de otros astros. Estrellas nacen de estrellas”.
La conmoción social por su fallecimiento evidencia una popularidad que iba más allá de las fronteras de su patria y del mundo de las letras. Eran comunes sus lecturas y charlas en auditorios abarrotados. ¿Se lo seguía por su obra poética?, ¿por su activismo político?, ¿por su mirada piadosa a los desposeídos?, ¿por su búsqueda de confluencia entre la fe religiosa y el socialismo? Seguramente por todo eso. Pero, además, porque en un mundo que privilegia la industria bélica y aplaca el corcoveo social con un aparato represivo sofisticado, un mundo volcado al vacío del consumo, la indiferencia y la especulación financiera, contrasta la figura emblemática de un poeta, sacerdote y revolucionario, habitante de un país minúsculo en quilómetros pero inmenso en dignidad y cultura, que, contra los manuales del fin de la historia, esgrimía una conciencia y una sabiduría maravillosamente vivas, y que hasta el último día de su vida encarnó un espíritu de cambio social (repetía que “lo importante es cambiar el mundo, porque es posible y necesario”) y conciencia de comunidad enaltecida en sus labores cooperantes, que defendía la diversidad de las lenguas (“cuando se pierde una lengua, se pierde una visión del mundo”) y el medioambiente ante un “progreso” depredador.
Nunca bajó los brazos ni se pasó de bando. Por eso, el hombre que ingresó a un monasterio en Kentucky fue el mismo que debió marchar al exilio; el mismo que realizó estudios sacerdotales en Colombia y fue perseguido por su militancia y sus poemas –llegó a utilizar el seudónimo Anónimo Nicaragüense para ocultar su identidad–; el mismo que, en 1966, fundó la comunidad de Solentiname, fue condenado a prisión en ausencia y se integró a las filas de la guerrilla sandinista, que desalojó del poder al sanguinario Somoza.
El título del primer tomo de su autobiografía, Vida perdida, resume la paradoja de perder la vida para encontrarla en una forma profunda de la entrega. Esa opción se traduce en darse, consagrarse, brindarse; es un diálogo del alma y la sangre que abarca, en un solo haz, el hacer poético, la fe religiosa y el compromiso. Su anhelo de solidaridad se cristaliza entre la convicción política y la fe, y lo lleva a decir, con Camilo Torres, que la revolución es la caridad eficaz. Sostiene, además, que “la revolución significa la puesta en práctica del Evangelio” y “la verdadera Iglesia está con los pobres”. De ahí que hasta su último suspiro fuera un crítico severo del presidente actual de Nicaragua, Daniel Ortega, desviado hace años del espíritu que alentó la lucha revolucionaria.
Las denuncias que hizo en el país y el exterior sobre el abuso de poder, sobre todo de la matanza en 2019 de cientos de opositores, le acarrearon diversas penalidades (noticias de última hora informan que una turba del oficialismo interrumpió de manera violenta en Managua una ceremonia religiosa de cuerpo presente en honor del fallecido poeta). Aunque quizá la sanción que más lastimó a Cardenal, acostumbrado a destierros y persecuciones, fue la del papa Juan Pablo II, quien en su visita a Nicaragua en 1989 lo castigó por su militancia política apartándolo de su labor pastoral. Cardenal sobrellevó con integridad esa sanción durante 35 años, hasta que hace poco más de un mes, ya convaleciente, recibió el perdón del papa Francisco.
Un montaje de voces
Amasada entre la contemplación y la acción, la poesía de Cardenal traza el relato de una experiencia personal y colectiva enraizada en una historia ardiente y una naturaleza exuberante. Sus hilos temáticos –Dios, la revolución, el amor– están entretejidos en un tapiz coloreado por el tiempo, funcionan como filamentos que se refunden continuamente en una indagación perpleja sobre la existencia. Sus principales libros –Hora cero; Gethsemani, Ky; Epigramas; Salmos; Oración por Marilyn Monroe; El estrecho dudoso; Homenaje a los indios americanos–, publicados en la década del 60, trazan un puente con el monumental Cántico cósmico, editado en 1989, y constituyen el andamiaje medular de su extensa obra, que no duda en dibujar una cosmogonía singular en el cruce del pasado precolombino, los textos bíblicos y las muchas alusiones a una modernidad caótica y vaciada de sentido.
De más está decir que la influencia cardenaliana es una marca en muchos de los poetas latinoamericanos de las generaciones que le siguieron y que, de modo consciente o no, se inspiraron en las líneas de una poética afincada en la oralidad, el trasiego intertextual y un despliegue de registros que van del salmo al testimonio y del amplio pasaje narrativo al recorte epigramático. Ese particular montaje que lleva repujados el canto coral y la homilía funciona, en palabras de la poeta y crítica española María Ángeles Pérez López, como un “collage, que a menudo tiende a una técnica contrapuntística en la que se producen cortes y cambios sorpresivos en el ensamble poético”. Dicho acoplamiento integra con amplia libertad consignas políticas, letras de canciones, onomatopeyas y datos de la botánica, la antropología, la astronomía, la física, la historia, la economía y la filosofía, pero además términos indígenas, cifras, comentarios, partes de guerra, marcas comerciales, siglas, telegramas y apuntes de viaje. Todo con el aliento de largas enumeraciones y pormenorizadas descripciones. Como él mismo lo ha reconocido, su escritura coloquial y de enfoque directo está alimentada por la poesía anglosajona, que marcó mucha de la poesía nicaragüense posterior al modernismo. Ya uno de sus maestros, Coronel Urtecho, escribió apuntes sobre los Cantos de Ezra Pound, que calzan con la obra de Cardenal; por ejemplo, cuando se refiere a la poesía del estadounidense como una textualidad: “Maravillosamente móvil, cambiante, cinematográfica, fluida, intrincada, compleja, entrecruzada de corrientes y luces y reflejos, rica de referencias y de alusiones y de presencias, recorrida de voces y de conversaciones en varias lenguas y distintos acentos, canciones y procesiones, cortejos, viajes y fiestas, abierta a innumerables perspectivas, espacios, tiempos, naciones y civilizaciones”. En esta cuerda de la oralidad expansiva teje Cardenal la crónica del continente americano mediante una trama dialogante que acerca, en giros y locuciones populares, el habla viva de su pueblo, su folclore, sus mitos y leyendas, y, sobre todo, las voces anónimas de los humildes.
Entre las obsesiones temáticas del autor de Cántico cósmico figura el amor no exento de erotismo, presente ya en sus primeros textos: “Una muchacha meciéndose en una hamaca/ con su largo pelo negro y una pierna desnuda/ colgando de la hamaca”, y también en uno de los últimos, en el que entrega imágenes como la que sigue: “Una muchacha morada, en su palma anaranjada una almendra roja… la piel de sus piernas parece sonreírnos”. Esa línea amorosa, que para Luz Marina Acosta “es un elemento motor y configurador de su obra”, resplandece en su libro Epigramas, desembarca en Cántico cósmico y llega hasta uno de sus últimos títulos, El telescopio en la noche oscura. Entre otras cavilaciones, el poeta escribe: “El amor es saber que uno ya no es uno, sino dos, y que uno es incompleto sin la persona amada”.
Finalmente, digamos que la naturaleza, el paisaje apabullante, tiene un lugar central en esta poesía que viaja en el latido de la selva, el gran lago de Granada (quizá su paisaje preferido, que lo acompaña desde la infancia), los volcanes de nombre atronador –Momotombo, Mombacho– y los gorjeos de pájaros que llegan desde la garganta abovedada del bosque húmedo. Una naturaleza en estado de gracia, que canta en comunión, porque, escribe el poeta: “Tú has hecho toda la tierra un baile de bodas y todas las cosas son esposos y esposas”.
Recuerdos, poesía, premonición
Cuando en mi juventud leí su poema “Somoza develiza la estatua de Somoza en el estadio Somoza”, no imaginé que apenas unos años después iba a conocer al autor e íbamos a tener una relación de amistad de cuatro décadas. El texto me impactó por la forma en que Cardenal realizaba un ejercicio de traspaso de voz para que fuera el mismo dictador quien tomara la palabra: “No es que yo crea que el pueblo me erigió esta estatua/ porque yo sé mejor que vosotros que la erigí yo mismo… Ni tampoco que pretenda pasar con ella a la posteridad/ porque yo sé que el pueblo la derribará un día… erigí esta estatua porque sé que la odiáis”.
Faltaba un año para conocerlo personalmente cuando, un día de agosto de 1976, ya en el exilio y camino a México, crucé Managua para encontrarme, en una plaza pelada de árboles, el monigote ecuestre con uniforme de metal frente al estadio también llamado Somoza. El poema tuvo un carácter premonitorio, ya que el mismo día del triunfo revolucionario la gente se lanzó a las calles para tirar la estatua del dictador a caballo. Pasados los años, le toqué el tema a Cardenal. Me contó que ese mismo día, cuando entraba a Managua en un jeep junto con el escritor y político Sergio Ramírez, se enteró por la radio. Coincidimos en lo profética que muchas veces puede ser la poesía, pero le restó mayor importancia al hecho.
Seguramente mi entusiasmo juvenil de esos años iba a la zaga de su aplomo, aunque no le era ajeno a Ernesto cierto aire de lejanía, como si defendiera un espacio de soledad, un carácter moldeado por los muros del monasterio trapense, donde estaba restringida la conversación entre los monjes. Claro que, en los muchos ratos compartidos, hablamos de esa experiencia que había vivido junto con el poeta místico Thomas Merton y de muchos otros temas relacionados con la poesía, la política y la tradición poética nicaragüense –cimentada en las voces de Darío, el cura Azarías Pallais, el soldado de la Primera Guerra Mundial Salomón de la Selva, el poeta metafísico Alfonso Cortés y voces de la vanguardia de los años veinte, como Joaquín Pasos, José Coronel Urtecho y Pablo A Cuadra, fundadores del antiparnaso–. Cierta vez me habló, para mi sorpresa, de un Sandino influenciado por anarquistas en México: “Muy religioso, un hombre cristiano, muy espiritual. Su verdadera religión fue la teosofía, pero una teosofía de la liberación”, aclaró.
En 2009 tuve la fortuna de formar parte del jurado que le otorgó el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Me resultaba inconcebible que un poeta de ese tamaño no hubiese recibido, hasta ese momento, ningún premio literario. Exultante como pocas veces, ese hombre sencillo expresó, al recibir el galardón de manos de la entonces presidenta de Chile, Michelle Bachelet, que Neruda había sido “el mayor ídolo literario” de su juventud.
Compartimos lecturas en varios países, y me tocó presentarlo en muchas ocasiones. La última fue en 1915, cuando se celebraron sus 90 años, en un acto en el Palacio de Bellas Artes de México, que se convirtió en un mitin de protesta por los estudiantes asesinados en Ayotzinapa. Cada acto en el que participaba se transformaba en un mitin político. De los muchos recuerdos que tengo de Ernesto, elijo uno cualquiera: el del día que fuimos a pescar guapotes (peces plateados y veteados con rayas negras) en Tortuguero, Costa Rica, y un tronco perforó el piso del bote que nos transportaba. Lo busqué enseguida con la mirada y lo vi, mientras “hacíamos agua”, imperturbable, metido en sus pensamientos, contemplando el paisaje denso de la selva.
Fuente: https://brecha.com.uy/