Todo el extenso debate político e ideológico de las últimas décadas tiene al Estado como centro. Incluso cuando se intenta excluirlo, él vuelve como convidado de piedra, como sujeto oculto, que buscó tornarse invisible. El período actual se abrió con el triunfo del diagnóstico neoliberal de que la economía se había estancado por las excesivas […]
Todo el extenso debate político e ideológico de las últimas décadas tiene al Estado como centro. Incluso cuando se intenta excluirlo, él vuelve como convidado de piedra, como sujeto oculto, que buscó tornarse invisible. El período actual se abrió con el triunfo del diagnóstico neoliberal de que la economía se había estancado por las excesivas regulaciones impuestas por el Estado.
Según este diagnóstico, el Estado, de inductor del crecimiento económico se había tornado en obstáculo; de solución, se había transformado en el centro de la crisis. De ahí la propuesta de cuanto menos Estado, más crecimiento económico; del paso de un Estado regulador a un Estado mínimo, que en la práctica abría el camino para tener más mercado.
De ahí que el Estado haya sido satanizado, transformado en la víctima privilegiada de los ataques del consenso neoliberal, del que el gobierno de Fernando Henrique Cardoso fue una expresión clara. Ajuste fiscal, privatizaciones, menos recursos para políticas sociales, ajuste salarial de los funcionarios, despidos de empleados públicos; todo en la dirección de rebajar fuertemente el peso del Estado en la economía y en las políticas públicas, intensificar las desregulaciones, así como la apertura acelerada de la economía al mercado internacional.
Lo que centralmente fue atacado en el Estado es su poder regulador que, según los neoliberales, ahuyentaría las inversiones privadas. Menos regulaciones, mayor libertad de circulación para el capital y, según ellos, mayor crecimiento económico, con consecuencias positivas para todos, incluso para los trabajadores, con mayor creación de empleos.
Sin embargo ese diagnóstico se reveló equivocado, no fue eso lo que ocurrió en la práctica, las economías no crecieron. Lo que se dio fue una brutal transferencia de recursos de los sectores productivos para el sector especulativo, donde el capital -que no fue hecho para producir, sino para acumular, aunque sea en la especulación financiera- gana más, pagando menos impuestos y con liquidez total. Las tasas de intereses continúan recompensando el capital especulativo con remuneraciones que ninguna otra inversión posibilita. Así, menos Estado y menos regulación significó más especulación y más concentración de la renta.
Asimismo, los sectores neoliberales no repudian todas las actividades estatales. Quieren menos impuestos, menos gastos con políticas sociales y funcionarios públicos, pero siguen demandando créditos, subsidios, exenciones y todo tipo de facilidades al Estado. Esa parte del Estado les interesa. «Financierizaron» al Estado, que pasó a transferir renta del sector productivo y de la ciudadanía al capital financiero, mediante los llamados superávits fiscales, que reservan lo fundamental de la tributación para pagar las deudas del Estado.
Un gobierno anti-neoliberal -que va en dirección al pos-neoliberalismo- al contrario, retoma las funciones clásicas del Estado, de inductor del crecimiento económico, de financiador de la expansión económica, de agente de las políticas sociales, de regulador de las relaciones económicas, de celador de la soberanía nacional, entre otras funciones. Crea y alimenta mecanismos que inducen a la inversión productiva, controlando que una parte substancial de su producción vaya al mercado interno de consumo popular, con generación obligatoria de empleos.
El tema del Estado había sido suprimido del debate político y de las políticas neoliberales, todas ellas de carácter privatizador. En la hora de la crisis se apeló de forma unánime al Estado. Para la derecha, solamente para recomponer las condiciones de funcionamiento del mercado, apenas como una acción de emergencia.
Para una política anti neoliberal, que defiende el interés público, el Estado tiene un papel central, estratégico, en los planos económico, político, social y cultural. Aunque, para efectivamente desempeñar ese papel, como instrumento de un nuevo bloque social que dirija los destinos del Brasil y no sólo reproduzca el predominio de los intereses dominantes, el Estado tiene que ser radicalmente reformado, refundado en torno de la esfera pública, desmercantilizándose, «desfinancierizándose», y tornándose en un Estado para todos los brasileños.
Emir Sader es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso.
Traducción para www.sinpermiso.info : Carlos Abel Suárez