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Cronopiando

Es obligatorio el uso de careta

Fuentes: Rebelión

En un baile de máscaras cualquier error puede ser disculpado. Así se llegue tarde a la verbena o se haya dejado olvidada la invitación en casa, no importa el desliz en que se incurra, siempre podrá improvisarse una explicación que lo excuse y absuelva. Lo único imperdonable es no llevar careta, no esconder las vergüenzas […]

En un baile de máscaras cualquier error puede ser disculpado. Así se llegue tarde a la verbena o se haya dejado olvidada la invitación en casa, no importa el desliz en que se incurra, siempre podrá improvisarse una explicación que lo excuse y absuelva. Lo único imperdonable es no llevar careta, no esconder las vergüenzas detrás de un antifaz.

Lo que en el Estado español se reprocha hasta el delito a la izquierda abertzale no es que no condene la violencia, supuesto ético que poco puede importar a la indecente clase política española y su indecente entorno, sino que no sea hipócrita, que no practique el fariseísmo con su misma desfachatez y eficacia.

Curiosamente, a una sociedad violenta, diseñada y construida por violentos, buena parte de los cuales proviene de un pasado violento del que ni reniega ni condena, que violenta todos los derechos, que excluye y discrimina, que reprime y silencia, que patrocina y ejerce el terror de Estado, que practica la tortura, que trafica con armas y emigrantes, que predica la guerra preventiva y promueve la muerte humanitaria, que asesina de hambre y desempleo, y lo hace como proponía el recientemente homologado Duque de Mola y Grande de España «sin escrúpulos y sin vacilaciones», le resulta inconcebible que haya quien insista en negarse a usar careta, que haya quien rechace ponerse un antifaz.

Pero bastaría un simple repaso a las edulcoradas biografías de quienes con asiento en parlamentos, tribunales y despachos firmaron, por ejemplo, la ley de partidos, o la dispersión y el destierro de los presos vascos, o la cadena perpetua contraviniendo, incluso, sus propias leyes, para entender hasta qué punto los inmorales carecen de vergüenza y los sinvergüenzas de moral.

Y en parecidas manos y criterios descansan los destinos del mundo. El país que registra la mayor deuda externa y cuyo impune descontrol ha provocado la presente crisis, pretende dar lecciones y repartir recetas al resto de los países sobre economía y desarrollo; el país que más vulnera los derechos humanos, dentro y fuera de sus fronteras, que ha legalizado la tortura y eximido de culpa a los torturadores, se erige en juez de las conductas ajenas, y condena o absuelve al resto de las naciones en función del criterio que cotice su interés; el país que en mayor grado contribuye al cambio climático y a la destrucción del planeta y sus recursos, reclama para sí el derecho de aportar soluciones y respuestas; el único país que ha utilizado, hasta en dos ocasiones, la energía nuclear contra civiles, se permite decidir qué países pueden utilizarla y qué otros no; el país que más guerras ha provocado y genera, que más conflictos ha urdido, que más regímenes totalitarios ha fomentado, impuesto y sostenido, pretende se le considere paradigma de todos los valores democráticos; el país que más presidentes ha visto asesinados, siempre por «hombres perturbados, que actuaban solos y al servicio de nadie», se jacta de disfrutar de un sistema judicial pluscuamperfecto, guía y ejemplo de la justicia en el mundo; el país que más ha promocionado y defendido el racismo, el propio y el de sus cómplices y aliados, todavía insiste en presentarse como la más feliz referencia de integración y respeto con que puedan contar las demás naciones; el país que con mas frecuencia y peores resultados ha ejercido y ejerce el terrorismo, es para el resto del mundo el abanderado de la lucha contra el terror, como lo es, también, contra las drogas, siendo su principal promotor y consumidor.

Y esos Estados Unidos son, en suma, el espejo en el que Europa se reconoce y cree.

Cuando alguien, como, en estos días, el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad, apela, simplemente, a la palabra, porque no está dispuesto a ponerse el antifaz y revela a los sordos y a los ciegos la racista naturaleza del estado de Israel, la mascarada pone a valer sus argumentos y huye, como el diablo de la cruz, en busca de otro espacio en que seguir el baile que impone el carnaval. A comienzos de la agresión a Iraq, en la sede de las Naciones Unidas, hasta llegaron a cubrir con un lienzo el Guernika de Picasso, para que su denuncia no perturbara el buen ánimo de negociadores, consultores y demás especies. Ignoro si todavía el Guernika sigue oculto tras el burka o ya no incomoda su denuncia de la guerra. Y por las mismas fechas y motivos, no pocas emisoras de radio occidentales prohibían la difusión del «Give peace a chance» de John Lennon.

En estos días, en Estrasburgo, con motivo de la cumbre de la OTAN, la policía obligaba a los vecinos a retirar de sus balcones y ventanas banderas pacifistas.

Y es que el carnaval no tolera disidencias y no queda más remedio que ponerse la careta, lustrarse la sonrisa hasta arrancarles destellos a las caries y sumarse al diario carnaval de máscaras y embozos como si fuéramos nosotros, como si el carnaval fuera la vida. Hay que armarse de apariencias, ajustarse el postizo y la costumbre y jugar a ser lo que no somos para que puedan los otros, los embozados fariseos, seguir el ritmo que impone la verbena sin cargos de conciencia, sin espejos que delaten su hipocresía y cinismo, sin nadie que en su sola desnudez les venga a recordar que, pudiendo tener rostro, apenas son una careta más, otro disfraz que se incorpora al carnaval.