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¿Es posible la legalidad en el reino de las desigualdades?

Fuentes: Rebelión

En los tiempos y versiones actuales de la guerra cognitiva, la idea misma de “justicia” se ve atravesada por un fuego cruzado de signos, relatos y estrategias discursivas cuyo propósito no es la claridad, sino la confusión calculada. La legalidad —ese conjunto de normas codificadas que un Estado burgués presenta como reflejo de la voluntad común— se convierte en una maquinaria ideológica que oscila entre dos polos: por un lado, se exhibe como garante del orden y la convivencia; por el otro, opera como legitimación alcahuete del desequilibrio, administrando desigualdades como si fueran “naturales” o “inevitables”. Bajo este régimen de manipulación mental sistemática, lo que llamamos “justicia” deja de ser un proceso de emancipación y se reduce a una coreografía de procedimientos burocratizados donde se finge equilibrio mientras se consolida la asimetría.

No hay que perder de vista que la guerra cognitiva no se libra solamente con armas mediáticas evidentes —noticias, redes, publicidad— sino con la lenta infiltración de narrativas burguesas que enseñan a sentir y pensar en los límites permitidos por el poder. La legalidad, cuando es producto de un orden desigual, se redacta y aplica para asegurar la reproducción de ese des-orden. Esto significa que el campo de la justicia no es un territorio neutral: está atravesado por intereses corruptos de clase concretos que fijan sus reglas, establecen sus árbitros y deciden qué conductas se sancionan y cuáles se celebran. En ese contexto, pedir que la legalidad funcione como vehículo de justicia genuina es equivalente a esperar que el río fluya contra la pendiente sin modificar su cauce.

Y nuestra pregunta no es sólo si puede haber justicia bajo desigualdad, sino si puede haber una legalidad no subordinada a los dispositivos de dominación mental. Su guerra cognitiva no se limita a mentir: es experta en convertir las mentiras en sentido común, en naturalizar el privilegio hasta que parezca derecho divino, en criminalizar la resistencia para que la obediencia parezca virtud. Un juicio, un código penal, una sentencia… no se desarrollan en un vacío de ideas: se procesan dentro de un ecosistema de símbolos que ya han sido contaminados por una pedagogía de la resignación.

Esto lleva a la contradicción fundamental: cuanto más desigual es la estructura social, más sofisticada y “razonable” se presentan los disfraces de su “legalidad”. Su poder necesita que la norma parezca incuestionable; por eso la reviste de tecnicismo, de ritual, de solemnidad, caras duras. Mientras tanto, en su interior se ajustan y actualizan los engranajes que garantizan que la mayoría soporte la carga y que la minoría disfrute la ventaja. Aquí se ve con nitidez el vínculo entre la guerra cognitiva y la ingeniería jurídica.

En las sociedades capitalistas sometidas a esta forma de combate simbólico, la justicia queda atrapada entre, al menos, dos fuegos: el de la retórica oficial que la invoca como valor supremo y el de la práctica concreta que la vacía de contenido. Así, “justicia” deviene palabrerío de uso frecuente, pero de significados amaestrados. Quien protesta contra un despojo, quien denuncia un abuso, suele enfrentarse a un aparato judicial cuya primera reacción no es reparar el daño sino proteger la estabilidad del orden establecido. El concepto de “orden” está cargado de la ideología de quien lo administra y se enriquece con él.

Su guerra cognitiva es, en este sentido, un laboratorio permanente para la producción de consensos dóciles. Opera con tres recursos esenciales: 1. Selección y manipulación de la información: no es que la gente no vea las injusticias; es que aprende a verlas como “problemas menores” o como consecuencias inevitables de la condición humana. 2. Inversión semántica: los actos de resistencia son etiquetados como vandalismo, violencia o amenaza; en cambio, las violencias estructurales del poder se disfrazan de medidas de seguridad, de reformas necesarias o de justicia ejemplar. 3. Internalización del límite: las personas son educadas para no esperar demasiado de la justicia, para aceptar la demora, la corrupción o la parcialidad como si fueran “defectos inevitables” de cualquier sistema legal.

Todo tiene un filo cortante: ¿cómo esperar que la legalidad sirva a la justicia cuando está diseñada para servir a la conservación de privilegios? En una sociedad radicalmente desigual, el derecho se vuelve un campo de batalla donde las mayorías sobreviven en desventaja. No basta con reformar leyes: hay que transformar las condiciones materiales que les dan sentido y eficacia. Un código puede proclamarse igualitario, pero si las condiciones de acceso a su aplicación están sesgadas, la igualdad se convierte en letra muerta. El problema se agudiza porque la guerra cognitiva no actúa sólo en la esfera del discurso público, sino también en la esfera íntima. Moldea percepciones, emociones, hábitos mentales. Incluso quienes sufren la injusticia pueden llegar a justificarse su propia opresión, adoptando explicaciones que el poder les proporciona. Así, el sujeto oprimido puede acabar defendiendo las mismas reglas que lo oprimen, creyendo que sin ellas el mundo sería peor. Este es uno de los triunfos más siniestros de la manipulación mental: la interiorización del rol subordinado como si fuera una elección libre.

En este paisaje, la justicia se convierte en un horizonte que siempre se aleja. Las causas se alargan, los juicios se dilatan, los veredictos se dosifican según la conveniencia política. Mientras tanto, la desigualdad se administra con eficacia quirúrgica: no se erradica, se modula para evitar estallidos. La legalidad funciona como un dique que regula el flujo del descontento, permitiendo pequeñas victorias que confirmen la ilusión de imparcialidad, mientras lo esencial permanece intacto. Pero hay un punto clave que no se puede soslayar: la legalidad, en tanto estructura normativa, puede ser también un terreno de disputa. Aunque diseñada desde el poder, puede ser intervenida, tensionada y forzada hacia fines emancipatorios. Esto requiere una estrategia consciente que desmonte la hegemonía cognitiva, que recupere el lenguaje jurídico para ponerlo al servicio de las mayorías. Significa trabajar tanto en el plano de las leyes como en el de las conciencias, para que las normas no sean sólo un instrumento de control sino una herramienta de defensa colectiva.

No se trata de caer en el cinismo y renunciar a toda noción de justicia, sino de comprender que la justicia bajo desigualdad capitalista es un campo minado: se avanza sabiendo que cada paso exige vigilancia, organización y pensamiento crítico. La guerra cognitiva se combate con la emancipación económica, la construcción de nuevas narrativas, con la recuperación de la memoria histórica y con la articulación de experiencias que demuestren que la legalidad puede ser reescrita desde abajo. No es si es posible la legalidad en el reino de las desigualdades, sino si estamos dispuestos a transformar ese reino hasta que la justicia deje de ser excepción y se convierta en norma. Eso implica desarticular los dispositivos de manipulación mental que naturalizan la injusticia y desarmar la maquinaria legal que la perpetúa. Significa entender que justicia y legalidad no son sinónimos inevitables: pueden coincidir, pero también pueden ser antagonistas.

En el escenario del capitalismo imperial actual, donde la guerra cognitiva penetra todos los poros de la vida social, pensar la justicia exige un esfuerzo doble: desenmascarar la legalidad que sirve al privilegio y construir la legalidad que sirva a la dignidad. No basta con cambiar la ley; hay que cambiar la relación entre quienes la hacen, quienes la aplican y quienes la padecen. La justicia no puede florecer en un suelo de desigualdad sin que antes se remuevan las raíces que la alimentan. La batalla es, ante todo, semiótica: se trata de disputar el sentido de las palabras, de las prácticas, de las instituciones. La guerra cognitiva quiere que “justicia” sea sinónimo de castigo selectivo, de trámite interminable, de resignación. Una legalidad emancipadora querrá que “justicia” signifique reparación, equidad y transformación real. Entre ambas acepciones se juega no sólo el porvenir de las leyes, sino el porvenir de las sociedades enteras. No hay neutralidad posible: toda legalidad responde a un proyecto de sociedad. Bajo el reino de las desigualdades, el proyecto dominante es conservar la asimetría. La tarea de quienes luchan por otro horizonte es convertir la justicia en una fuerza que derribe esas asimetrías. Y eso sólo será posible si se derrota la guerra cognitiva que pretende convencer a las mayorías de que la injusticia es el estado natural del mundo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.