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Comentarios a Las ventajas de vivir en el campo, de Pilar Fraile

Esbozo de urbanismo y psicología para después de la ciudad

Fuentes: Rebelión

¿Qué es una ciudad? Mejor, ¿qué era una ciudad? Las ciudades podían ser objeto de estudio de la filosofía, de la historia, de la arqueología; dejemos el ámbito de lo que era el campo para la antropología (aunque exista una antropología urbana). Lo que viene después de la ciudad recibe muchos nombres: postmetrólis, edge cities, […]

¿Qué es una ciudad? Mejor, ¿qué era una ciudad? Las ciudades podían ser objeto de estudio de la filosofía, de la historia, de la arqueología; dejemos el ámbito de lo que era el campo para la antropología (aunque exista una antropología urbana). Lo que viene después de la ciudad recibe muchos nombres: postmetrólis, edge cities, metrópolis postfordista, cosmópolis, ciudad fractal, archipiélago carcelario, sim cities, áreas urbanas hiperdegradadas, no-lugares… Tal vez pueda ser estudiada por urbanistas (me atrevería a decir que inevitablemente desorientados), sociólogos, psicólogos y entomólogos (léase también en género femenino). Marta Llorente, en La ciudad: huellas en el espacio habitado (p. 81), afirma: «La ciudad no se define por la dimensión, sino por la estructura orgánica de sus formas de arquitectura y de vida». Una vez que se diluyen las fronteras, una vez que esa sublimidad mala del capital altera las representaciones previas al «fin del neolítico», nuevos patrones espaciales sin duda inteligibles pero probablemente irrepresentables (en último término) y nuevas tipologías psicológicas e imaginarias ocupan la escena. Las gigantescas conurbaciones se tragan cualesquiera diferencias topográficas y culturales: la más elemental, campo y ciudad. El valor de cambio hace de esta tendencialmente una mera máquina de acumulación, y cada vez se estrecha más el derecho a la ciudad, a su uso: es el ámbito de la libertad individual, lugar de encuentro, de acumulación de experiencias, de autoconstrucción. Es, era, el lugar de todas las promesas de la modernidad; y en sus trazos más o menos emborronados (pues toda violencia triunfante borra sus marcas) se pueden leer los vestigios de la lucha de clases, especialmente, la lucha por la apropiación del espacio, por el diseño urbano, por conseguir una mejor posición espacial: fricción de distancia, movilidad o inmovilidad, evitación o supresión de los espacios de conflicto. Le Corbusier sintetizó de una forma magistral la clave (una de las claves) para interpretar los nuevos modelos postmetropolitanos de asentamiento: «Arquitectura o Revolución. La Revolución puede ser evitada» (citado por E. Soja, Postmetrópolis, p. 168).

Dice Eagleton que el marxismo no es una teoría del todo; bien, pero el capitalismo sí es una estructura de dominio total sobre el tiempo y el espacio, y sobre «las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el ser humano». Seguramente sea cierto que con el «fin del neolítico» se cierra el círculo (si es que puede cerrarse un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna): asalarización universal (o informalidad del trabajo), extinción del campesinado e industrialización del campo [1] . De la precaria relación ciudad-campo hemos pasado a la dispersión urbana; en palabras de José Manuel Naredo: de un mar de ruralidad o naturaleza poco intervenida con algunos islotes urbanos a «un mar metropolitano con enclaves de campo o naturaleza» (del libro coordinado por Agustín Hernández Aja, La sostenibilidad en el proyecto arquitectónico y urbanístico, p. 61).

Marc Augé demanda en Los no lugares, ante la realidad (o lo que sea) actual, nuevos órganos perceptivos. A la espera de una asombrosa mutación, conformémonos con la teoría y el arte para vislumbrar aquello que viene tras el frágil y conflictivo vínculo entre el campo y la ciudad. Pues bien, desde el ámbito de la narrativa Pilar Fraile, en Las ventajas de la vida en el campo (Caballo de Troya, 2018), nos ofrece una potente prospección literaria para ampliar el radio de nuestra experiencia por lo que hace a este asunto. Vamos a intentar hacer algunos comentarios con algo de sentido respecto a la dimensión psicológica y respecto a la dimensión espacial y urbana que comporta «el fin del neolítico», apoyándonos en la lectura de este libro.

Me parece que la autora capta con acierto las psicologías e imaginarios de los nuevos pobladores [2] que, tras el modo de producción fordista y los gloriosos treinta, o tras el «segundo espíritu del capitalismo», tratan de acomodarse en el espacio en función de nuevos patrones de asentamiento y desplazamientos en la estructura laboral. Son renegados de la ciudad, de esos enjambres de currelas urbanos; huyen de cierto cretinismo industrial, envés del idiotismo rural del que hablaba Marx en el Manifiesto.

En simbiosis o tal vez en relación parásito-huesped, mediante las pantallas -ese fuego frío e hipnótico, ventana a través de la que el ello asoma la patita o la garra o lo que sea eso que repta-, mediante la publicidad, es decir, mediante la industria de producción de consumidores, la memoria de tales nuevos pobladores ha sido mercantilizada (podríamos recordar aquí las palabras de Pasolini respecto al poder de la televisión para retorcer el alma de obreros y campesinos de un modo tal que comparado con ella la propaganda fascista solo podía mover a la risa). Como en el caso de los replicantes de la película Blade Runner, los recuerdos parecen ser sin duda nuestros; los deseos, las proyecciones, las ideas acerca del éxito y de la grandeza, parecen correspondernos. Pero ¿no están de alguna forma estas imágenes sintetizadas por la publicidad? ¿No están guionizados nuestros imaginarios por ese trickster genial -así lo denomina Baudrillard- que es el capital?

Frente al vértigo de los hormigueros urbanos, la imaginería capitalista ha creado un mundo de autenticidad manufacturada, donde, felices, nos miramos mirando a través de la ventana de un hogar en el campo, con el sol desperezándose entre los robles y los senderos del bosque, con un café instantáneo humeando entre las manos, porque somos diferentes y nos lo merecemos, igual que todos los demás. La idea de éxito, de sentido, queda asociada a un desplazamiento geográfico que sigue la dirección del precio del suelo y del abandono del escenario del conflicto y la lucha de clases: la ciudad. Para esta tipología digamos post-antropológica, sin embargo, retorna lo reprimido (la violencia y los antagonismos de la modernidad irresuelta, la pulsión de una naturaleza imposible de domesticar del todo), pero interiorizado (pues la transformación espacial ha roto o al menos postergado indefinidamente el tiempo de la revolución), multiplicando estructuras mentales de tipo fuertemente neurótico y psicótico, donde cualquier sombra se convierte en un peligro latente y ubicuo, indefinible en última instancia, que amenaza con trizar el delgado cristal de la normalidad en cualquier instante, haciendo emerger lo monstruoso para deshacer el barniz de la civilización. Buenas ilustraciones de todo ello son, creo, películas como El hombre de al lado (de Mariano Cohn y Gastón Duprat, 2009, donde se literaliza aquella expresión de Le Corbusier)   o Suburbicon (George Clooney, 2017), por citar un par de ejemplos. «Nunca seréis felices», les dicen, nos dicen los espejos a los nuevos pobladores, nunca podrán exorcizarse los miedos, los fantasmas, de una autopercibida y advenediza clase media cuyo imaginario comenzó a resquebrajarse con la crisis, cuyas cualificaciones son cada vez menos garantía de escapar de la precariedad. En simetría con el white flight de la clase media blanca estadounidense (cuyas tasas de suicidio, según parece, alcanzan el grado de epidemia), los nuevos pobladores patrios huyen de las ciudades y corren el riesgo, como en aquel caso, de quedar varados en mitad de la nada, en los intersticios que atraviesan las autopistas. Por volver a una referencia cinematográfica, vean Gummo (1997), de Harmony Korine -perturbadora en grado mal-rollo-que-te-cagas-, buena representación de la vida, por así decir, en un páramo suburbial, una especie de grado cero antropológico.

La psicología de los personajes capta algunos rasgos de la estructura de sentimiento propia de la posmodernidad, propia de la subjetividad que Susan Sontag describe en «Notas sobre lo camp«: estetización del mundo y la mirada, frivolidad, cinismo, ironía, artificio, teatralización…, una especie de «dandismo democrático» al alcance de cierta demanda más o menos solvente. Los nuevos pobladores tratan de ser siempre sofisticados, lo imperdonable es parecer ingenuo; y valoran ante todo la experiencia de «tener experiencias». Su carácter obsesivo y neurótico se alimenta de la estructura espacial, como si fuese funcional a ciertos patrones urbanos en los que por el puro diseño se tiende a hacer desaparecer la comunidad. Jane Jacobs ha desarrollado desde la sociología lo que supone para las comunidades urbanas esa separación, esa «liquidación abstracta» de la vida en un barrio donde tránsito, vialidad, vecindad y cuidados forman una continuidad inextricable, logrando una seguridad colectiva que proviene de la proximidad y la confianza (y que no es posible sustituir), propia de las ciudades compactas.

En correspondencia con la habilidad de Pilar Fraile para desplegar estas psicologías, la obra ilustra de una forma genial la naturaleza de la espacialidad urbana que le corresponde. Se trata de solares (el lugar está saturado de antropología, y eso es muy neolítico), de áreas sin historia, desinstitucionalizadas, aptas acaso solo para el enfrentamiento bélico, tal vez para la guerra aérea. Al punto venían a mi mente las fotografías de Hans Haacke (en la exposición Castillos en el aire, Museo Reina Sofía, 2012), nacido en Colonia (1936), quien seguramente pudo contemplar en primera persona el resultado de los bombardeos incendiarios de los aliados sobre su ciudad. La zona del Ensanche de Vallecas que recorre la mirada de este autor no ha sido bombardeada por la RAF ni la Luftwaffe; sin embargo, los esqueletos de edificios, las ventanas como cuencas vacías, las ruinas y escombreras, muestran patentes simetrías urbanísticas entre el escenario bélico y esta «zona cero» de la explosión de la burbuja inmobiliaria. Señales de dirección enloquecidas, calles sin salida, vías cortadas por improvisados vertederos: el sentido y la orientación parecen abolidos por el exceso, la simetría, la repetición, la ambigüedad de los signos y la contradicción.

Algunos párrafos son auténticos fogonazos en los que se representan procesos y rasgos, espaciales y psíquicos, que acompañan la metástasis urbana. Tanto las esquirlas residenciales como parte de los espacios metropolitanos albergan una dimensión vamos a decir apocalíptica, esto es, reveladora, son espacios en algún sentido alienígenas, paisajes alucinatorios en los que no podría vivir lo que hasta hoy entendimos como «el ser humano». Acabamos de aterrizar en un planeta en el que, a falta de fuentes escritas, podemos conjeturar que ha habido una catástrofe social, económica y ecológica (que podríamos denominar, por ejemplo, «capitalismo popular inmobiliario» [3]). Sus ruinas se caracterizan por la indiferencia y abstracción respecto al lugar de emplazamiento. Las viviendas, ¿están en construcción o en proceso de demolición? Es imposible saberlo. No hay humanos, no puede haber humanos. Se diría que si algo se mueve (que no «habita») en esta dimensión acaso sea más espectral que humano; una especie apta para vivir en territorios yermos, ignorantes ya de las leyes de la Tierra, humanoides de una era que viene después de la ciudad, después del campo, después de la cultura, después de la modernidad y sus promesas de reconciliación abortadas. El problema (uno de los problemas) es la ausencia de un plan global, la carencia de límites y de forma, la dispersión de funciones sobre el espacio, esparcidas caóticamente con la misma lógica, como apunta Mike Davis en Ciudades muertas refiriéndose a Las Vegas (p. 113), de un avión que se ha desplomado. De la ciudad solo se percibe un flujo informe e indiferente, un movimiento sin dirección, como el circular, aquel que, en efecto, remeda la eternidad en el movimiento ilimitado de las mercancías. Los edificios son oscuros tótems de una religión desconocida, que apunta a una sublimidad amenazante que parece estar más allá de la acción humana.

En fin, el libro de Pilar Fraile, además de ofrecer momentos de lectura intensa y de provecho literario, condensa en sus páginas certeras iluminaciones de lo que podría ser una incipiente (o ya no tan incipiente) tipología psicológica y espacial para lo que viene después de la ciudad.

Notas:

[1] Según un informe de Naciones Unidas sobre población (2014), actualmente un 54% de la población mundial vive en áreas urbanas, y se espera para el 2050 que sea del 66%. En 1930 únicamente el 30% de la población vivía en esos entornos.

[2] Este es el título de un conjunto de relatos publicados por la misma autora, en Ediciones Traspiés, 2014.

[3] La expresión es de Armando Fernández Steinko, empleada en Izquierda y Republicanismo. Es especialmente interesante la explicación respecto al intento de buena parte de la clase trabajadora de contrarrestar la caída en las rentas de los salarios compensándola con la participación en las rentas procedentes de la especulación inmobiliaria, en un contexto de fuerte financiarización y derrumbe industrial y de la sociedad del trabajo; de un modo análogo a como en el ámbito anglosajón se busca ese efecto a través de la especulación bursátil.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.