Muchos dicen sobre la prostitución -a modo de justificación simple de su existencia y para destacar la dificultad de erradicarla-, que se trata del oficio más antiguo del mundo. Y tienen razón en algo: las raíces del abuso de la mujer por parte del otro sexo se hunden retorcidas y oscuras en el pasadizo del […]
Muchos dicen sobre la prostitución -a modo de justificación simple de su existencia y para destacar la dificultad de erradicarla-, que se trata del oficio más antiguo del mundo. Y tienen razón en algo: las raíces del abuso de la mujer por parte del otro sexo se hunden retorcidas y oscuras en el pasadizo del tiempo, como prácticas tradicionales y sistemáticas de sometimiento y explotación, por tan generalizadas hasta monótonas.
Objetivamente parece una variante más de la violencia machista, de un maltrato hacia la mujer incluido en un catálogo vergonzosamente amplio. Y si en el maltrato doméstico el torturador se sirve de la mujer como depósito donde tirar su frustración y su enanismo moral, porque al empequeñecer a su pareja él mismo se siente crecido, asesinándola si ella pretende liberarse de su tortura y no consentir más el abuso; cuando se recurre al sexo de pago la mujer es igualmente usada y cosificada; pasa a ser considerada un pedazo de carne, devaluada en su verdadera dimensión de persona única y total. Por eso, no es que una mujer realice un «servicio», al «vender» o «alquilar» su cuerpo sea en la calle o en un motel, sino que lo sucedido se asemeja más bien a una violación abonada a tocateja, a una esclavitud temporal, que algunos intentan disfrazar de profesión libremente elegida para en algunos casos tranquilizar así su mala conciencia de clientes habituales. En ese momento el cuerpo de la mujer se convierte en sumidero al que algunos (uno de cada cuatro españoles) arrojan una masculinidad equivocada, incapaces de relacionarse normalmente sin recurrir al pago de una esclava sexual que satisfaga deseos y aberraciones, mediante un acuerdo mercantil altamente desigual y humillante.
Para justificar esta modalidad de violencia se argumenta, de un lado, su permanencia histórica, y de otro, la supuesta libertad de la mujer prostituida, que opta, según algunos, por este singular oficio, mediante el mismo procedimiento que si eligiera ser camarera, arquitecta o profesora. Sin embargo, ni su extensión ni cotidianidad pueden servir de argumentos para su normalización legal, ya que entonces de igual modo podríamos regular otros persistentes fenómenos también inhumanos y degradantes como la esclavitud. Y tampoco se trata de una vocación, de una profesión. El grueso de estas mujeres son víctimas de las mafias que las explotan sin piedad; la mayoría son extranjeras sin alternativas ni libertad, sin familia, ni acceso a dispositivos de ayuda, que abandonarían la prostitución si tuvieran un verdadero trabajo, un salario digno. O es que, acaso, a aquellos que defienden que se trata de un oficio les parecería lógico que los servicios de empleo ofertaran a sus hijas desempleadas una plaza como puta en cualquier burdel de carretera.
El camino es apoyar, de verdad, a todas estas mujeres para que puedan por fin salir de la indignidad diaria de estar prostituidas. Y también perseguir a las mafias y a los clientes, porque ellos sí que tienen otras opciones vitales, empezando por el deber ético de ponerse en el lugar de la persona a la que deshumanizan egoístamente con su utilización y pago. Porque aunque probablemente prohibir la prostitución no pueda acabar con un fenómeno tan inmoral como vejatorio, mucho menos servirá a este objetivo dar la consideración legal de profesión a algo que nunca jamás podrá serlo.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa de la autora, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.