La ministra de Fomento, Ana Pastor, ha comparecido hace unas semanas en relación al accidente ferroviario del pasado 24 de julio en Santiago de Compostela. La exposición de la ministra fue completada con la réplica de los diferentes grupos parlamentarios, que mostraron sus coincidencias y disconformidades con el relato del gobierno, como antes lo habían […]
La ministra de Fomento, Ana Pastor, ha comparecido hace unas semanas en relación al accidente ferroviario del pasado 24 de julio en Santiago de Compostela. La exposición de la ministra fue completada con la réplica de los diferentes grupos parlamentarios, que mostraron sus coincidencias y disconformidades con el relato del gobierno, como antes lo habían hecho frente a los responsables de Adif y Renfe. Mientras eso ocurría y mientras recibimos nuevas noticias de las nuevas medidas adoptar, después de más de un mes ha desaparecido todo el ruido informativo y mediático en relación al tema. La rueda de la información continua, como la vida. Desde la desgracia, el espacio denominado como «opinión pública» ha sido alimentado con diferentes relatos periodísticos, técnicos, políticos y jurídicos de orientación y profundidad heterogéneas. Después de desbordar ya los treinta días, ¿dónde quedan situadas las víctimas del accidente, los heridos y los convalecientes físicos y emocionales? ¿En qué lugar acomodamos los pequeños relatos de la desgracia? ¿Cómo vamos a insertar las acciones de los héroes anónimos? Estas, y otras, preguntas son un auténtico desafío intelectual para los encargados de escribir el relato que será leído en el futuro.
Contextualicemos un poco. Si recurrimos a cualquier manual de historia y nos centramos en algún episodio reseñable, que suelen coincidir con algún momentos bélico, podemos ver la poca visibilidad que tienen las víctimas. Los capítulos relativos a las guerras en cualquier época histórica muestran casi como «daños colaterales» la desaparición de miles de seres humanos y animales. Como mucho hay mención al número de muertos y ya en la época contemporánea hay alguna aclaración más precisa. Esta característica constata la dificultad que hemos tenido los historiadores para integrar en la construcción del relato científico las pérdidas humanas desde un punto de vista antropológico como seres que sienten y producen emociones en el colectivo circundante y en su dimensión ética. Profundicemos en esto.
Empecemos repasando teóricamente cual es el proceso de construcción de un acontecimiento a nivel científico. El primer paso es diferenciar entre los conceptos de «hecho» (algo que sucede) y «acontecimiento» (la escritura o el registro del hecho). Lo que convierte un «hecho» en «acontecimiento» es la mediación intelectual. En nuestro caso, los que convierten en «acontecimiento» el «hecho» del 24 de julio son los cronistas de la actualidad, los periodistas. Pero los «acontecimientos» no se quedan ahí y son utilizados para empresas mayores. Pasan a formar parte de un depósito de «acontecimientos» que podemos denominar como «estructuras» y que pueden tener una matriz teórica, descriptiva, política o científica (entre otras). Esto permite que un mismo acontecimiento pueda ser interpretado según las diferentes estructuras, que responden a discordantes sensibilidades historiográficas, teóricas o ideológicas (o a las tres). En algún sentido, los acontecimientos son poliédricos, al poder ser descifrados en un sentido y en el contrario. En España hemos construido una opinión pública en exceso bipolar desde, al menos, principios del siglo XIX.
Pero volvamos al tema que nos ocupa. En nuestro caso, nadie duda de que el «hecho» del accidente lo hemos transformado en un «acontecimiento». Hasta ahí todo correcto. A partir de ahí empiezan los problemas. Las diferentes «estructuras» en las que ha sido insertado el «acontecimiento» difieren entre sí, tanto desde un punto de visto político, como técnico, como del sufrimiento humano. Escuchando los fríos datos técnicos, prestando atención a los diferentes portavoces parlamentarios o escudriñando las interpretaciones jurídicas podemos preguntarnos, dónde está el dolor, y si no es un elemento transversal a todos planos. Es cierto que cada portavoz parlamentario parte de una posición ideológica y que tiene que situar el acontecimiento en su propia «estructura», aunque sea de una forma un tanto descorazonadora y aprovechando para «ir a la yugular» del contrario, como dicen ellos. De tal forma, el sufrimiento antropológico que produce el «hecho» en origen se convierte en munición para disparar cuando llega a la «estructura». Este mecanismo no es más que es otro síntoma de la desconexión entre los políticos y los propios historiadores y la sociedad y que se basa en la incapacidad de entender que el dolor es un elemento transversal a la política, a la teoría o a lo técnico. Estamos acostumbrados a describir, analizar y trabajar desde unos posicionamientos donde retorcemos los «acotecimientos» para adaptarlos a nuestras «estructuras» en lugar de respetar la autonomía de los acontecimientos y su capacidad para variar la dirección y la marcha de nuestras estructuras, si así tiene que ser. En ese sentido, fueron paradójicas muchas de las intervenciones de los portavoces políticos que han aprovechado el acontecimiento del accidente para entroncarlo con los argumentos más numantinos o «charlotescos» (el que integró en su relato más el dolor fue el portavoz de CIU).
Vayamos ahora a la almendra de la cuestión. ¿Cómo incluir y conservar el sufrimiento y la muerte en el acontecimiento y la estructura sin caer en lo obsceno o lo amarillista? Siguiendo al historiador Francois Dosse, un primer paso es no separar la historia de la memoria, es decir, el relato del accidente se debe de escribir con la evidencia de los hechos empíricos (técnicos, históricos, políticos, jurídicos) pero también con la propia memoria del sufrimiento de las víctimas. El objetivo de este ejercicio es hacer constar el hiato humano que se ha producido en cientos de familias, que son el sujeto y actores fundamentales del acontecimiento del descarrilamiento del tren, y que son parte esencial de lo que tiene que ser recordado. Y no son sólo números ni figuras que amueblan un instante de la opinión pública. Tenemos que ser conscientes de que en el futuro la lectura del acontecimiento y de su correspondiente estructura producirán historias y memorias. En otro sentido, tenemos que realizar un ejercicio de pensamiento que nos ha propuesto el profesor Claudio Canaparo en lo que él denomina «Reversal Thinking». Según él, hay que partir de que no podemos cambiar los acontecimientos que han sucedido. Muy al contrario, hay que aceptarlos porque ya no podemos hacer nada. Sin embargo, debemos redifinirlos en su estudio desde un punto de vista espacial (en su estructura de pertenencia, que no tiene que ser su estructura de referencia) y desde una perspectiva epistémica, en relación al escenario bipolar intelectual y político que hemos creado desde el siglo XIX en España. Con esto entenderemos que el dolor es oblicuo a ideologías y posicionamientos «estructurales».
Así nos podremos preguntar con más libertad la postura de las víctimas y del sufrimiento. Y si lo logramos aproximaremos el valor del acontecimiento a las estructuras, lo que indirectamente llevaría a una reconciliación entre sociedad y política y sociedad y comunidad científica Y todo sin perder de vista la importancia de las ideas en la historia. Y aunque no sepamos lo que sucede después…
Israel Sanmartín es Investigador-Profesor Contratado Parga Pondal. Departamento de Historia Medieval y Moderna. Facultad de Geografía e Historia. Universidad de Santiago de Compostela.
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