«Ese otro mundo posible, ese que soñamos, también está entre nosotros (…) Está en nuestras fraternidades. En el poder de lo pequeño». Ana Cacopardo El modo de razonar que ellos tienen es otro. «¿De dónde salieron?» preguntó una vez uno. Siempre se genera el mismo asombro. Como si ellos fueran otro tipo de seres […]
«Ese otro mundo posible, ese que soñamos, también está entre nosotros (…) Está en nuestras fraternidades. En el poder de lo pequeño».
Ana Cacopardo
El modo de razonar que ellos tienen es otro. «¿De dónde salieron?» preguntó una vez uno. Siempre se genera el mismo asombro. Como si ellos fueran otro tipo de seres humanos. Otra familia. Otra estirpe. El hecho ocurre en Argentina. Hace más de veinte años que trabajan juntos y entre las actividades que realizan están los talleres abiertos a los chicos del barrio. A cualquiera, al que quiera y pueda ir, sin mayores presentaciones ni inscripciones. Lo que sostiene la actividad son las ganas que se tiene de estar ahí. Realizando tal o cual trabajo. Las ganas de volver porque se pasó un buen momento (fabricando juguetes, pintando, encuadernando, cosiendo, haciendo música). Y cuando alguien, animado por las «mejores intenciones», va a conversar con esta gente y les pregunta por qué cuesta tanto hablar con ellos, por qué contestan casi sin mover los labios, por qué no les parece necesario que se difunda su experiencia quizás para inspirarse o simplemente para sentirse un poco reconfortados porque alguien en este mundo puede… ellos responden según su criterio. Otro. Y la respuesta es: «Quizás no nos importa tanto que nos conozcan a 500 kilómetros… pero sí que nos conozca el chico que vive a mitad de cuadra…» Es ese chico el que tiene que saber a qué se dedican, quiénes son, dónde viven, cómo encontrarlos. Por eso, por respeto a ese modo de pensar, no se divulga ningún nombre ni mención o coordenada que permita dar con ellos.
En paralelo, en la ciudad de Buenos Aires, existe una red barrial de cooperación. Quizás sea alguna herencia del 2001, de ese momento específico en que los barrios se organizaron en asambleas y -trueque mediante- fueron encarando las necesidades. Hoy, casi veinte años después, ahí está esta red que también carece de publicidad. Sin embargo, sus integrantes usan las nuevas tecnologías para poner en contacto necesidades y posibilidades. «De boca en boca», a pequeña escala, siempre en el barrio: «En tal calle, hay una señora muy mayor viviendo sola que necesita que alguien le haga las compras, ¿alguno puede ir?». Y alguno responde: «yo puedo». Un grupo de jóvenes (muy jóvenes: entre 15 y 18 años) se organiza para colaborar con esta señora. Los más necesitados, en términos generales, son los viejos y los niños. Muchas madres, también. Madres que viven solas con sus hijos. Las tareas que se toman a cargo son variadas: además de las compras, ayuda escolar, hay otras, menos comunes. Algunos jóvenes visitan los geriátricos de la zona y organizan actividades con los abuelos. Juegos de mesa, rondas de lectura. Y a veces, simplemente, charlas. Los jóvenes, en este caso, prestan la oreja, escuchan alguna historia que tal o cual quiere contar. Y a veces ni siquiera eso: un simple intercambio de palabras. Por lo general todas estas actividades no le piden a los involucrados más de una hora semanal y para el que la recibe esa hora cambia todo. Gracias a estos chicos, la vida es diferente. Otra. No solo para los beneficiados sino también para los que brindan los servicios. «No es cierto que los jóvenes no nos interesamos por nada o por nadie… nos gusta trabajar en el barrio, la mayoría de nosotros crecimos aquí, y estas actividades nos hacen sentir bien… serle útil a una persona sin pedir dinero a cambio. Todo el tiempo se está hablando de dinero, del precio de las cosas, que la plata no alcanza…». Y en medio de la conversación se aclara la idea: «si el dinero es un problema está bueno saber qué cosas se pueden hacer sin él… O sea: no hace falta que tengas dinero porque… no te pienso cobrar. ¡Solucionado el problema! (risas)».
Algo así, pero en más sofisticado, es también la propuesta de la red social de ayuda mutua Indigo , esta vez en Francia. Una plataforma internet que a primera vista se parece a las que ofrecen productos que se adquieren sin moverse de la casa: cada venta/compra da lugar -además del intercambio de dinero- a una calificación del vendedor. Indigo se parece a esto y recurre a modernas aplicaciones para agilizar la puesta en contacto. Pero el parecido es formal. En esta plataforma se intercambian bienes y servicios sin dinero. Lo que se pone en relación son necesidades y disponibilidades. Bienes y servicios se intercambian bajo la lógica del trueque diferido. Aquello que entrego hoy, que pongo a tu disposición, me da un puntaje y con ese puntaje puedo solicitar algo en un rato, o mañana, o cuando sea que yo tenga una necesidad. La palabra clave sería partage. Que nombra a la vez el hecho de repartir y de compartir.
Y es así como hoy, a esta hora y en todas partes, existen emprendimientos que con o sin proclama se proponen lo contrario de lo que en esta sociedad se ha vuelto norma. Un comportamiento que, retomando a Mauricio Kartún, se podría caracterizar como «estirpe Abel» (o, para que no haya confusiones, directamente como «estirpe Kartún»). Esto es lo que se lee al finalizar la obra Terrenal que lleva años en cartelera en Buenos Aires:
«En la estirpe Caín viajará siempre de polizón la estirpe Abel. Tendrás otros hijos de tu sangre pero la sangre de tu hermano seguirá bajo tus techos. Y bajo los techos de los techos de tu prole. Vivirás para hacerla a tu modo y esa sangre vivirá para enfrentarte. Vos la alzarás en brazos y ella te alzará la voz. Vos le dirás de hacer y ella te dirá de ser y de estar. Le hablarás del individuo y ella del prójimo. Ella del bien, vos de los bienes. (…) A veces cada tanto a los bifes conseguirás vencerla. Pero convencerla, Caín, ni a sogazos».
Entonces, pensando en Caín, en Abel, en Kartún, en Ana, en tanta y tanta gente… esta convicción de muchos se hace patente. Otro mundo es posible. Sin duda. Existe, es cosa real, cada vez que en un espacio entran a imperar formas de relacionarse que no cuadran, diferentes. No importa que el espacio sea chico y la escena efímera. Ahí se juega siempre todo. Y ahí, cuando está presente, el Abel de Kartún es siempre Abel. No una parte de Abel. No un granito de Abel. Sino Abel. Completamente Abel.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.