Sopesadas, las monedas retóricas que Rodríguez Zapatero ha acuñado tienen la gravedad del cartón. Sucede con las de curso internacional, como la «alianza de civilizaciones», y con las domésticas, como «diálogo» o «paz», retiradas en su día por trucadas y puestas de nuevo en circulación en su intacta vaciedad. Por ceñirnos al conjuro más invocado: […]
Sopesadas, las monedas retóricas que Rodríguez Zapatero ha acuñado tienen la gravedad del cartón. Sucede con las de curso internacional, como la «alianza de civilizaciones», y con las domésticas, como «diálogo» o «paz», retiradas en su día por trucadas y puestas de nuevo en circulación en su intacta vaciedad. Por ceñirnos al conjuro más invocado: no pocas veces da la impresión de que se apela al diálogo para ocultar que no se tiene nada que decir. Para dialogar, es necesario, además de que los interlocutores crean en el ejercicio público de la razón, tener alguna propuesta que defender. Si llegada la hora, las razones son poderosas, se corrige el juicio. Pero, incluso para cambiar de opinión, hay que tener una.
Vamos a lo importante, pues. Lo importante es que las grandes palabras circulan a falta de proyectos claros y distintos. Porque faltan las fronteras reales, las diferencias hay que trazarlas desde la trifulca de bribones o las batallas con salva. Y aquí todos son gotas de agua. Blanco y Rubalcaba resultan perfectamente intercambiables con Martínez Pujalte y Zaplana. El gesto se agría y se levanta la voz porque el mensaje es indistinguible. Cuanto menor es la distancia ideológica, mayor el encanallamiento y la grosería. Anguita, educado y programático, fue la primera víctima de las maneras de competir que ahora rigen.
No siempre fue así. La izquierda se perfiló en una doble dimensión: la económica y la de los modelos de vida. La primera hablaba de ricos y pobres. La organización de la vida económica era importante por razones de justicia distributiva, para asegurar igualdad en las condiciones de vida, y por razones de libertad y democracia, porque la desigualdad en la riqueza se traduce en dominación de unos ciudadanos sobre otros y en dispar capacidad de influir en la política, en la vida de todos, en maltrato de la democracia.
Desde hace ya tiempo, en asuntos económicos cuesta ver las diferencias. La derecha no ha cambiado. En realidad, salvo la propuesta de la renta básica, nacida en la academia y utilizada apenas como elemento decorativo en los entornos electorales, la izquierda aparece reseca de proyectos musculados. Su último anclaje parece ser la defensa del Estado del bienestar. Un anclaje agónico. Agónico y bastante hipócrita. Porque el Estado del bienestar ha sido más destino que elección. Nada parecido a un ideal anticipado intelectualmente, un principio regulador que inspira las acciones, como pudo ser el socialismo clásico. El Estado del bienestar tiene mucho de chiripa histórica, de producto no intencional, resultado de mil circunstancias a las que los gobiernos respondían como podían. Al cabo, arrancó con el reaccionario Bismarck y ha sobrevivido a los gobiernos conservadores y a las críticas teóricas de los últimos años, no todas desatendibles. Sencillamente, las dinámicas políticas se imponen a cualquier otra consideración. Tal y como han sucedido las cosas, las defensas del Estado del bienestar vienen a ser como las defensas del avance tecnológico. Nadie se muestra en contra pero tampoco nadie lo ha buscado.
Porque, insisto, no ha habido diferencias. Sin ir más lejos, la ley de dependencia contó con el apoyo de todos los grupos del parlamento; bueno, menos el PNV y CiU. En realidad, el mayor peligro para el Estado del bienestar procede de la desnortada política territorial del PSOE. De grado o de fuerza, las distintas autonomías se enfilarán en una enloquecida carrera por debilitar impuestos, derechos laborales y políticas ambientales, ante el temor de que los dineros busquen «hechos diferenciales» mejor dispuestos a su particular sensibilidad. Lo que está sucediendo con el impuesto de sucesiones y el de patrimonio es sólo el principio. Y si me están permitidas las predicciones, ahí va una: si las cosas le van mal, no tardaremos muchas elecciones en ver al PP, que gobierna en las autonomías más ricas, convertido al confederalismo fiscal.
La otra coordenada atañía a los modelos de vida. En su versión arrojadiza: la izquierda era «progre» y la derecha, claro, «la caverna». La izquierda se presentaba laica, partidaria de la libertad de costumbres y confiadamente racionalista. La derecha, exactamente lo contrario. Durante bastantes años esa caricatura resultaba reconocible, sobre todo en España, por lo del «nacional catolicismo».
Pero también aquí el paisaje se recompone. Las correcciones gotean con los días. Sarkozy defiende la discriminación positiva y Cameron sostiene que el Reino Unido debe encabezar la lucha frente al cambio climático. Hasta nuestra «rancia» derecha, a pesar de su magma levítico y de sus indiscutibles trastornos paranoicos en asuntos como la educación para la ciudadanía, en lo que atañe a matrimonios homosexuales no es peor que la izquierda francesa, por no mencionar a la italiana dividida en su valoración de las parejas de hecho. El cuadro se desdibuja aún más cuando vemos que una parte importante de la izquierda, convencida no se sabe por quién de la necesidad de renovar sus principios, aparca sus ideas de siempre, las de democracia, igualdad y libertad, y a la búsqueda de lo último, adquiere bajo el novedoso etiquetaje «multicultural» unas apolilladas ideas que en tiempos más sinceros se llamaban patria y tradición.
Si las diferencias se borran, la política se reduce a la gestión. Algo importante, sin duda, pero que impide afiliaciones precipitadas. Cuando a cada cual le llega su corrupción, su Prestige, su incendio o su accidente ferroviario, no puede reclamar, salvo a quienes están en nómina o añoren las consignas, que cierren las filas, ni invocar, otra vez, el conjuro de la «triple I», según el cual, constitutivamente, la derecha es ignorante, inmoral e imbécil. No, si es incapaz de decir alguna cosa más. Pero, por favor, si no hay nadaque decir, mejor bajar la voz, que no se note.