Traducido para Rebelión por Caty R.
Como antaño el comunismo, un fantasma recorre Occidente: el islamismo. Huérfano del peligro rojo, el mundo occidental enseguida se forjó un nuevo enemigo. A falta de chivo expiatorio ofreció una nueva cara de la amenaza que alimenta su imaginario colectivo.
Herramienta total, el peligro verde añade ventajas desconocidas al peligro rojo. Porque a los ojos de un Occidente que sucumbe fácilmente a la fascinación negativa del «los otros», los islamistas presentan estigmas de una diferencia radical.
Seres siniestros surgidos de no se sabe dónde, sin cara y sin piedad, los islamistas estarían ubicados en el límite de lo humano. Pero esta, digamos satanización, entra en contradicción con el recuerdo de turbias connivencias: ¿Quién no recuerda el idilio de Al-Qaida con la CIA? La paradoja solo es aparente, porque el mandato de mirar el islamismo como origen de todos los males se acompaña de un esfuerzo constante para perpetuar la amenaza, libre de confeccionar todas las piezas de «yihadismos» carnavalescos exhibidos ante las cámaras el tiempo de una llamada electoralista.
Pero esta duplicidad, a su vez, está basada en una mezcla fraudulenta de islamismo y yihadismo lista para alimentar una retórica binaria: eso que hay que eliminar en bloque, nos dicen, es un mal absoluto, total e indiferenciado. Erradicar el virus islamista, hacerlo desaparecer de la faz de la tierra, es un discurso demasiado somero para no levantar sospechas.
Este enfoque centrado en un objeto imaginario es la matriz de una serie, por lo menos, de errores geopolíticos: negación morbosa de los orígenes del terrorismo, belicismo hipócritamente adornado de virtudes democráticas, incomprensión voluntaria de las revoluciones árabes, complacencia reiterada respecto al colonialismo israelí. En efecto, el espantapájaros islamista ha provocado, en primer lugar, una formidable ceguera ante las causas de la violencia yihadista.
Según Occidente, ese terrorismo sería una oscura mezcla de paranoia y fanatismo cuya explicación correspondería al mismo tiempo a la psiquiatría ordinaria y al estudio de las mentalidades religiosas. Sin embargo esta doble explicación no se sostiene. La patología mental de los terroristas se supone de antemano, y nada demuestra que sea la razón de los actos cometidos. Al «psiquiatrizar» el fenómeno terrorista se ofrece un pretexto que permite ignorar los motivos. Eximiendo de entrada cualquier racionalismo, incluso en el asesinato, el yihadismo se reduce al estatuto de rareza antropológica.
En resumen se hablaría de una aberración sin una causa atribuible, como si nada pudiera explicarla salvo la enajenación mental de sus ejecutantes, a quienes de esta forma se despoja de cualquier responsabilidad política. ¿Para qué buscar las razones de esta locura asesina, nos dicen, cuando existe por naturaleza y sin motivos? Porque lo más sorprendente es que continúa y profundiza un mal absoluto. Curiosa paradoja: Moralmente se condena con energía el terrorismo mientras al mismo tiempo, sin darnos cuenta, se le absuelve.
Si realmente los terroristas están locos, hay que conceder que no hay nada que entender en sus actos. Entonces, ¿qué sentido tiene la indignación moral que suscitan dichos actos si al mismo tiempo se afirma que los terroristas no son responsables? Esta contradicción interna del discurso con respecto al terrorismo no es la única. Porque el hecho de ubicarlo en la dudosa categoría de las enfermedades mentales nos invita a contemplar a los terroristas como auténticos «locos de Dios». Esos asesinos serían iluminados de una singular especie que ansían realizar aquí y ahora las promesas ancestrales de la tradición religiosa. Los terroristas serían los ejecutantes de un plan divino que exige a la vez el sacrificio de los puros y la destrucción de los impuros. Lejos de intentar convertir a los demás, los suprimirán para implantar el reinado de una fe que ya no tendrá rival.
Familiar al pensamiento occidental, que a menudo lo ha combatido, el fanatismo suministra aquí el esquema explicativo: dicho fanatismo sería la causa esencial de la violencia ciega que afecta de manera indiscriminada a civiles y militares, niños y adultos, impíos y apóstatas. Favorecedora del crecimiento de los extremismos, la frecuentación de lo absoluto se convertiría en el deseo de destruir todo lo que no se ajusta a sus propias exigencias. Adaptado a las necesidades de la causa, el dogma religioso proporcionaría así la furia destructiva de los yihadistas, la razón de su radicalismo, inyectándoles el ardor mortífero que los lleva hasta el final. Más sutil y menos abstracta que la anterior, esta interpretación tiene el mérito, obviamente, de tomar en serio el discurso de los intereses: entender lo que dicen los propios yihadistas no es indiferente a la comprensión del fenómeno. Pero aún hay que rodearse de precauciones imprescindibles.
En primer lugar hay que evitar poner la interpretación religiosa por encima de la interpretación psiquiátrica. Si esos locos de Dios están locos eso es, nos dicen generalmente, porque tienen una relación con Dios que los enloquece: su propia concepción de la religión los impulsaría al acto criminal. Todo el mundo sabe que el terrorismo contraviene la letra y el espíritu de la enseñanza coránica, lo que basta para condenarlo desde el punto de vista religioso. Pero la incoherencia doctrinal del yihadismo, sin embargo, no es sinónimo de locura en el sentido psiquiátrico.
La atribución a sus adeptos de una especie de delirio milenarista no contribuye a clarificar el análisis, en tanto que es desmentido por la biografía de numerosos yihadistas. La locura nunca da una explicación satisfactoria de cualquier cosa, y remitir a la psiquiatría la ideología yihadista no es más racional que remitir a la psiquiatría a sus afiliados. Machacar a porfía la teoría de la manipulación perversa de aprendices de terrorista por parte de sus crueles patrocinadores, finalmente, se limita a resumir una trivialidad: en una organización clandestina la jerarquización es una necesidad de la supervivencia.
Al fondo, las oscuras causas del fanatismo forman un esquema interpretativo que proyecta una falsa claridad sobre lo que pretende explicar: es un esquema que sirve de parapeto para rechazar cualquier intento de racionalizar el terrorismo basándose en el análisis de sus verdaderos motivos. Pretexto de una ignorancia voluntaria, el manejo de dicho esquema permite la conservación ilusoria del secreto a voces al que sirve de pantalla la cháchara mediática: el terrorismo es la continuación de la política por otros medios.
Pero lo esencial, para el discurso dominante, es seguir actuando de forma que el árbol religioso no deje ver el bosque político. Aplicado al fenómeno terrorista, el procedimiento suma dos ventajas: permite incriminar directamente a la religión musulmana a la vez que exonera a la política occidental de su responsabilidad en el origen del yihadismo. La doctrina del choque de civilizaciones perpetúa así su perniciosa onda expansiva imponiendo una lectura esencialista de los conflictos que desgarran el mundo. Basta con achacarlos a una causalidad diabólica que coincide, como por encanto, con un islamismo que se cuidan mucho de definir.
Y sin embargo, cuando un yihadista castiga a Francia por su política en Afganistán matando a militares franceses, o asesina a niños judíos para vengar a los de Gaza, esos actos deleznables no son una iniciativa aislada de un individuo socialmente desclasado o enfermo mental. Negar a esas acciones criminales su carácter político es sustraerlas de cualquier análisis racional. Y en consecuencia se impide continuar el proceso de una forma diferente, con lo que permanece legítimo el enfoque de la emoción y el anatema.
Por otra parte, el hecho de negarse a admitir que el terrorismo es un arma política implica una negación de la historia, tanto si se trata de las oleadas terroristas de los años 80 y 90, directamente vinculadas a los conflictos de Líbano y Argelia, o de los atentados de la OAS en los años 60. Pero poco importa la realidad histórica: el dogma contemporáneo exige que no haya nada que entender.
En efecto, según dicho dogma, cualquier intento de análisis intelectual es eminentemente sospechoso porque el hecho de analizar políticamente, ¿no es comprender hasta cierto punto? ¿Y comprender no es absolver hasta cierto punto? Sin embargo esa presunta equivalencia entre comprensión e indulgencia se basa en la confusión mental y la hipocresía. En realidad es todo lo contrario: comprender realmente el fenómeno yihadista implica considerar a los autores de sus actos individuos responsables y someter a una crítica despiadada las razones que ellos invocan. Es la exigencia de poner en perspectiva sucesos inscritos en una historia que debe ser asumida por quienes la hacen.
En resumen, es recordar a cada uno sus responsabilidades pasadas y presentes, reconocidas o inconfesables. Así, nadie ignora que el yihadismo arraigó en la Península Arábiga al abrigo de una alianza entre Estados Unidos y la monarquía wahabí. Se sabe que alimentada con petrodólares se extendió ampliamente en el mundo musulmán con la bendición de Occidente. El origen de Al-Qaida no es un misterio para nadie: fue el efecto combinado de la obsesión antisoviética de Estados Unidos con el terror saudí ante la penetración «jomeinista». Fruto venenoso de los amores de la CIA y los muyahidines, la organización terrorista ha rendido buenos servicios a las oficinas secretas de un Estados Unidos, cuya política en Oriente Medio fue y sigue siendo una mezcla de cinismo y torpeza que ha llegado a cotas insólitas.
Victoriosa de entrada sobre el Ejército Rojo, la inconfesable coalición, sin embargo, acabó disolviéndose. La causa de ese divorcio no es ningún misterio: se trataba de una triple manzana de la discordia. La humillante ocupación del suelo sagrado de Arabia, el calvario del pueblo iraquí sometido al embargo y la complacencia culpable con respecto al ocupante israelí, hay que creer que fueron demasiadas para Bin Laden. El siniestro contratista quiso ajustar sus cuentas con un patrocinador extranjero cuyo éxito regional chocaba con su visión del mundo.
Si el idilio estadounidense-yihadista llegó provisionalmente a su final no es porque el Occidente democrático tuviera que pelear inevitablemente contra el enemigo implacable de sus nobles principios. Fue porque los objetivos en principio convergentes pronto dejaron de serlo. La idea, tranquilizadora en el fondo, de que el origen del yihadismo es el odio a un Occidente impío es invalidada por su propia historia. Curioso enemigo mortal que cobraba sus servicios a precio de oro y cuyo síndrome de agente doble y la subcontratación fraudulenta nunca dejaron de dar sorpresas.
Así, más allá de la negación patológica de una turbulenta complicidad, aparece una verdad tan repugnante como innegable: Al-Qaida no desapareció de la lista de las frecuentaciones recomendables hasta que el propio Bin Laden declaró el final del idilio. El divorcio no fue consumado por un Occidente que rechaza moralmente el terrorismo, sino por los propios terroristas debido a la discordancia entre su agenda política y la de sus patrocinadores.
Inconfesable pero conocida por todo el mundo, esta historia niega para siempre la credibilidad de las proclamas occidentales respecto al mal absoluto que representa el yihadismo. Pero al mismo tiempo señala el absurdo del fraude que consiste en confundirle con el islamismo democrático. Esa confusión, que se ha mantenido deliberadamente, ha causado estragos impresionantes en el campo occidental cuando por fin el mundo árabe se sacude el yugo de la tiranía. El pueblo tunecino y el pueblo egipcio no deben a nadie más que a sí mismos la expulsión de los potentados que los dominaban, porque Occidente era al mismo tiempo su generoso financiero y su principal adulador.
Frente a la oposición de un movimiento islamista cuya culpa principal era reclamar elecciones libres, Mubarak y Ben Alí se beneficiaban de una indulgencia a toda prueba. Deshonrados en Túnez y en El Cairo todavía eran ensalzados en las redacciones de París: cómo olvidar a Alexandre Adler, quien confesaba su admiración por el «despotismo ilustrado» de Mubarak, al que atribuyó la virtud de servir de barrera del odioso islamismo.
Se recordará durante mucho tiempo a Michèle Alliot-Marie, que propuso acudir en auxilio de Ben Alí con la porra made in france en la mano. Apoyo activo a los dictadores árabes que practican la tortura y la detención arbitraria por un lado, condena indignada de la violencia terrorista por otro: es tal la duplicidad occidental, y en particular la francesa, que parece convocar, al negarle cualquier expresión política, aquello que pretende vilipendiar.
Pero a pesar de sus esfuerzos, Occidente no ha podido impedir la eclosión de eso sobre lo que pretendía poseer el privilegio natural impidiéndoselo a los demás: la democracia. En efecto, lo inimaginable es que esa revolución democrática haya ocurrido a pesar de Occidente, de manera no violenta, y además bajo el efecto de un impulso popular que se presumía imposible entre los árabes. Lejos de dejarse encerrar en la alternativa suicida entre el sometimiento a sus amos protegidos de Occidente o la deriva yihadista dedicada a perpetuar las desgracias de los árabes, los revolucionarios optaron por expulsar a uno y a la otra.
Mejor todavía, esta democracia naciente está llevando al poder a coaliciones con un componente islamista mayoritario que tras los escrutinios no reivindica ninguna exclusividad ni instaura ninguna dictadura. El escenario imaginario de la subversión islamista, lejos de producirse, se transforma en el éxito de una democracia árabe responsable que además resiste tanto a las sirenas occidentales como a las del radicalismo yihadista.
El éxito de las revoluciones árabes desvela al mismo tiempo el fracaso de una estrategia, la del apoyo occidental a las tiranías, y el fracaso de una representación, la del islamismo presuntamente irreconciliable con la soberanía popular y los derechos políticos. Lo que ha puesto de manifiesto el éxito de esas revoluciones que se consideraban improbables es el absurdo de una confusión que se ha mantenido a propósito, desde hace decenios, entre el islamismo político y el yihadismo combatiente.
La actitud occidental es tan absurda como la del otro extremo del mundo árabe, la intervención extranjera se atavió, en 2003, con las virtudes de la democracia universal. Prohibidos a los egipcios, los beneficios de la democracia debían instaurarse rápidamente, manu militari, en un Irak sometido a la autocracia baasista con la que sin embargo Washington había establecido una alianza privilegiada frente a Irán. Barrera del islamismo, la dictadura de Mubarak tenía todos los derechos, mientras que a la de Sadam Hussein, de repente, se la acusó de brindar un santuario a los islamistas.
Con el fin de ocultar los auténticos objetivos del asunto iraquí (el afán por el petróleo y el antisionismo baasista) se inventó la monumental superchería de presentar la guerra contra Sadam como una operación preventiva contra el yihadismo. Ironía de la historia, la invasión de Irak proporcionó a los combatientes de Al-Qaida un nuevo escenario de operaciones, sumiendo al país en un caos donde los partidos chiíes próximos a Irán han resultado victoriosos. En un sorprendente escorzo, el New York Times resumía la aventura iraquí: «Estados Unidos ha gastado 200.000 millones de dólares para instaurar una teocracia».
Así, la política occidental ofrece el espectáculo de una incoherencia absoluta donde la invocación ritual de un peligro islamista indiscriminado justifica cualquier cosa: aquí apoya a la dictadura hasta el fondo, allá la elimina a golpes de B-52, una auténtica política del absurdo que daría risa si no fuera porque las poblaciones pagan un precio cruel.
Contra el islamismo, en suma, todo cuela como si como si solo existiese la alternativa entre el aplastamiento policial a través del potentado interpuesto o el bombardeo quirúrgico por vía aérea. Pero el primero se replegó de forma espectacular con las revoluciones árabes victoriosas mientras el segundo, con la acumulación de sonoros fracasos, sigue dando muestras de su inutilidad.
La absurda idea de que se puede imponer la democracia bombardeando a sus futuros beneficiarios consigue, en primer lugar, que se identifique el espíritu democrático con el bombardeo. Como dijo Robespierre: «A los pueblos no les gustan los misioneros armados». La intervención militar se sirve enfáticamente de los principios democráticos, y siempre consiste en llevar los horrores de la guerra al terreno de los otros.
Como si fuera natural añadir a la discordia endógena el suplemento de odio que suscita la invasión extranjera, las oficinas de propaganda occidentales siempre están dispuestas a clasificar la realidad en categorías simplistas. Así, dividen a los beligerantes, con un falso candor, en buenos y malvados, lo que tiene la ventaja de elaborar la guía previa de las futuras salvas de misiles: el simplismo de repartir el vicio y la virtud entre las partes contendientes tiene la ventaja, al menos, de facilitar la logística militar en nombre de una justicia punitiva que no se para en sutilezas superfluas al abordar el «complicado Oriente».
Este asombroso belicismo hipócritamente adornado de buenos sentimientos es el que define la actitud de las potencias occidentales en Oriente Medio. Pero todos conocemos el resultado de esta política falsamente ingenua que tapa la codicia occidental con los oropeles de un humanismo perverso. Con su brutalidad, por todas partes ha causado el efecto de un elefante en una cacharrería. Abortada de forma lamentable en Somalia, donde Clinton retiró sus tropas a la primera escaramuza, esta nueva política de las cañoneras fue un enorme desastre en Irak, devuelto a la Edad de Piedra y abandonado a la guerra civil.
Esa política también causó una catástrofe en Afganistán, de donde pronto desaparecerán las legiones extranjeras después de orinar sobre un último puñado de cadáveres. Se convirtió en tragicomedia en Libia, donde gracias al libertador de Saint-Germain-des-Pres (Sarkozy, N. de T.) se restableció la poligamia incluso antes de que se enfriase el cadáver de Gadafi. A esos desastres en cadena hay que añadir la anunciada ofensiva contra Irán, para la que Obama ya ha suministrado municiones a la aviación israelí con la excusa de una amenaza ridícula frente al arsenal atómico de los presuntos enemigos de la República Islámica.
El hecho de que la democracia occidental siembre sin vergüenza la muerte y la desolación en los países de otros y después se indigne por la violencia resultante, a veces en su propio suelo, es la fuente de una inagotable perplejidad, pero así es: la inversión maligna de la causa y el efecto permite todos los artificios de la propaganda, y en particular el que consiste en imputar a una civilización entera una especie de maleficio intrínseco, una superchería más que ilustra el poder de una ideología cuyo artificio supremo consiste en transformar a las poblaciones víctimas del imperialismo en culpables de nacimiento.
En definitiva se podría pensar que Occidente, de forma inconsciente, ha calcado su actitud de la de su apéndice israelí, cuyo comportamiento típico es el del ladrón que grita ¡al criminal! La obsesiva designación de sus enemigos por parte del Estado hebreo parece que, en efecto, ha creado escuela, dada la patente proximidad de los objetivos señalados en Tel Aviv, Washington, Londres o París. En el centro de la zona de tiro, invariablemente, en primer lugar se agita frenéticamente el diablo islamista: suní o chií, demócrata o yihadista, ganador de las elecciones o el que las reclama humildemente, es la fuente inagotable de todos los males que aquejan a las valientes democracias. Foco de un mal incurable, el islamismo alimentaría esa calaña demoníaca dispuesta a lanzarse sobre el Occidente civilizado.
Aprovechando la confusión de la que emerge la imagen satanizada del barbudo sanguinario, Occidente parece asombrarse ante una burda representación que no es otra que la sempiterna caricatura forjada por la propaganda israelí. La mejor ilustración de esta superchería permanecerá sin duda en la acusación de terrorismo contra Hamás e Hizbulá, que eleva hasta el absurdo la imputación exclusiva de la barbarie que gusta a los incondicionales de esta maravillosa democracia que legalizó la tortura e instauró el apartheid.
Absurdo, en efecto, no solo porque la resistencia armada a la ocupación extranjera es legítima, sino porque teniendo en cuenta los criterios objetivos que definen el terrorismo (violencia indiscriminada contra las poblaciones civiles), es el Estado de Israel el que ostenta, de lejos, el primer puesto. Y si su política es punible según los valores con los que sus defensores se llenan la boca, hace ya mucho tiempo que deberían haber impedido los daños que causan los belicistas que dirigen su gobierno.
Bruno Guigue (Toulouse, 1962), es titulado en Geopolítica por la École Nationales d’Administration (ENA), ensayista, colaborador asiduo de Oumma.com, y autor de los siguientes libros: Aux origines du conflit israélo-arabe, L’Economie solidaire, Faut-il brûler Lénine?, Proche-Orient: la guerre des mots y Les raisons de l’esclavage, todos publicados por L’Harmattan.
Fuente: http://oumma.com/12570/splendeur-misere-dun-epouvantail-lislamisme