Y ciertamente el trabajo produce maravillas para los ricos, pero expolia al trabajador. Produce palacios, pero al trabajador le da cuevas. Produce belleza, pero para el trabajador deformidad y mutilación. Sustituye al trabajador por máquinas, pero devuelve violentamente a muchos a un trabajo brutal y convierte al resto en máquinas. Desarrolla la mente, pero en […]
Y ciertamente el trabajo produce maravillas para los ricos, pero expolia al trabajador. Produce palacios, pero al trabajador le da cuevas. Produce belleza, pero para el trabajador deformidad y mutilación. Sustituye al trabajador por máquinas, pero devuelve violentamente a muchos a un trabajo brutal y convierte al resto en máquinas. Desarrolla la mente, pero en el trabajador desarrolla la estupidez, el cretinismo.
Karl Marx (1844)
El futuro inmediato es un mundo (des)ordenado según los códigos uniformes del capital. Una sociedad organizada con la complicidad (in)consciente de los siervos/consumidores y la doctrina de la guerra preventiva a modo de ariete moral, salvador, contra cualquier intento -por menor que sea- de subversión. Amordazada con créditos y miedo, obligada a la humillación que supone asomarse -sin riesgo aparente- al espejo de su debilidad cotidiana y violenta, la sociedad de hombres libres del ideal burgués decimonónico -y sus desarrollos individualistas posteriores- ha dejado paso a un amorfo conjunto de votantes educados bajo los preceptos de la sumisión que caminamos, sonámbulos o marionetas, sobre las desvencijadas tablas de un escenario laboral cuya sombra, aunque estilizada por el gusto formado, recuerda -como señala I. Wallerstein en El futuro de la civilización capitalista– una especie de fascismo democrático.
En las sociedades electorales de mercado, las cosas y los sujetos (y sus relaciones a través del universo del trabajo o del ocio) se han convertido en algo genial, increíble o histórico, utilizando este último término en el inverosímil sentido de «acontecimiento reproducible», de modo que el relato del pasado carezca de valor explicativo al ser narrado y sólo sea necesario, sólo tenga razón de ser, para justificar la existencia real, determinada, del presente. Vivimos en sociedades cuya historia es el presente continuo. Esta concepción liberal-capitalista del tiempo, cuya perversa lógica interna promueve la abstención generalizada y la abulia social, se extiende a través de los resortes expresivos de los medios de difusión hasta anular la historia humana con la infantilización y la regresión brutal al territorio virgen de la ignorancia. De esta manera, y tras asumir que el presente es el único lugar habitable, se ha borrado la secuencia de las diferentes luchas de clases. Es decir, al anular la capacidad de re-pensar la historia concreta de los combates contra el capital, se rompe el hilo constituyente de la identidad del sujeto revolucionario.
Así pues, este presente continuo e irresponsable, donde los individuos somos considerados seres-sin-tiempo-histórico, es el instante del consumo alienado o de la proyección inducida del deseo que se convierte, con su anhelo o concreción, en necesidad vital dependiente. Desarticulada la vida social y laboral del período 1945-1975 europeo, y bajo el estado de excepción permanente cuya expresión natural es la guerra y el recorte de libertades públicas que conlleva, se puede afirmar que atravesamos un período de fascismo legitimado -como todos, tarde o temprano- por las urnas. Una dictadura planetaria -de cuello blanco- que tanto persigue, por nuestro bien colectivo, al llamado terrorismo internacional como determina la longitud de las faldas, que tanto desestabiliza gobiernos como decide el uso masivo de los teléfonos portátiles o el número de hijos deseable para los núcleos familiares de los países en vías de desarrollo. Un fascismo omnicomprensivo disfrazado con los colores pastel de la libertad individual y la carga simbólica que implica el (caduco) concepto liberal de autonomía de la voluntad. Un fascismo de masas (in)satisfechas, castrense y macroeconómico que aporta unidad teológica (su unidad de medida, la moneda, es la verdad revelada) frente a la peligrosa y arbitraria diversidad, pluralidad, del mundo.
El control directo que practica el capital financiero y la (ficticia e inestable) paz social alcanzada con el concurso de los mediadores sociales (partidos políticos, sindicatos, etc.) necesita -cuando el imperialismo pierde el control cegado por su ambición y genera un caos universal- articular los instrumentos de la represión. Esta locura expansiva ha propulsado al ordenamiento jurídico capitalista (burgués) hacia la anormalidad que supone la instauración sistemática de la categoría de estado de excepción (de Hitler a Guantánamo es su recorrido, escribe G. Agamben) creando la sensación mediática de vivir en una democracia amenazada en la cual las multinacionales armadas serían la definitiva barrera contra la presencia a nuestras puertas de bárbaros de cualquier naturaleza o ideología.
Poco importa, en el análisis de los escenarios posibles, que estos bárbaros modernos y amenazadores cuya único objetivo consiste -según se nos explica- en limitar nuestros derechos asociados a la libertad individual y al consumo, no tengan un claro denominador común. Para el mensaje que se quiere proyectar hasta su integración definitiva en el presente continuo, Fidel Castro y la Yihad Islámica, Osama B Laden, Saddam Hussein, Porto Alegre, Hugo Chávez o los trabajadores tailandeses, unos niños palestinos con piedras en las manos, la idea de Comercio Justo, Irán, cualquier colectivo pacifista, Xabier Arzalluz, un pastor afgano, Attac y Corea del Norte e incluso Payasos sin fronteras son equivalentes funcionales y entran en escena según las necesidades estratégicas del capital.
Todo vale, totum revolutum, para provocar la confusión imprescindible e instaurar, de paso, la excepcionalidad de normativas reaccionarias. Una legislación represiva que velará, frente a los potenciales enemigos, por el mantenimiento del status quo heredero de los acuerdos de Bretton Woods y su espíritu de libertad universal. La consecuencia directa de una espiral de acción-represión-acción diseñada sobre pulida caoba en docenas de consejos de administración. Frente al colonialismo del siglo XIX, un sistema ligado a la capacidad económica y militar de las metrópolis dominantes, el imperialismo multinacional contemporáneo sólo puede aumentar su poder tejiendo una férrea red universal de relaciones de vasallaje. Un vasallaje jurídico y económico sobre los gobiernos y un control psicológico (afectivo-emocional) y legal sobre unos sujetos cada vez más inseguros e inestables.
Visto el desolador panorama mundial, y en nuestro precario contexto económico, resulta difícil imaginar que la alternativa a este agresivo capitalismo imperial se pueda alcanzar por la senda de la legalidad electoral, mediante la hegemonía política y cultural, salvo que se produjera una revisión radical y urgente de los principios revolucionarios de la izquierda, una apuesta transformadora que contara con el apoyo masivo de la población. Es obligatorio y triste recordar que -en el caso español y sin menospreciar las presiones que las cúpulas dirigentes recibieron- entre unos y otros nos trajeron hasta aquí. Un lugar oscuro habitado por cautivos y derrotados. Felices.