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¿Estado de rebelión?

Fuentes: La Jornada

Carl Schmitt, para criticar el vaciamiento de la política en la concepción liberal, toma como ejemplo el «estado de excepción». Como para los liberales lo político se circunscribe a la protección de los derechos individuales y de la propiedad privada, desde una comprensión un tanto legalista de la esfera pública, que establece un «estado de […]

Carl Schmitt, para criticar el vaciamiento de la política en la concepción liberal, toma como ejemplo el «estado de excepción». Como para los liberales lo político se circunscribe a la protección de los derechos individuales y de la propiedad privada, desde una comprensión un tanto legalista de la esfera pública, que establece un «estado de derecho» en una democracia formal, en cuanto debe recurrirse a las leyes y los jueces para negociar cualquier solución a los conflictos, el pensador germano propone la dificultad que presenta el «estado de excepción» para la posición liberal. Es decir, en el «estado de excepción» deja de tener vigencia el sistema del derecho desde una Voluntad que decreta su puesta entre paréntesis, para que el investido de tal poder tome las decisiones necesarias. La autoridad o Voluntad que puede efectuar este cese momentáneo del «estado de derecho» es anterior, ontológicamente, al mismo cuerpo del derecho y al «estado de derecho». Esa Voluntad, por último, es la de un líder, que se refiere a la Voluntad de un pueblo que puede expresar su consentimiento por un acto de aclamación. Dejando de lado la ventaja de mostrar el momento anterior al sistema del derecho, y la desventaja de caer en un irracionalismo en cuanto a la fundamentación de tal Voluntad que queda fuera de toda institucionalidad democrática, querríamos indicar que el ejemplo de Schmitt nos permite continuar su reflexión hacia un horizonte más fundamental.

Giorgio Agamben muestra en Estado de excepción (2001) que en derecho romano se denominaba auctoritas a la función política que podía dejar a la potestas (poder institucionalizado) sin efecto. El nombrado por esa autoridad era el dictator, función política que sustituía el ejercicio de todos los poderes instituidos, pero que cumplida su función de emergencia renunciaba para dejar que las instituciones legales retomaran su función legítima. Con el tiempo esa función de la autoridad la cumplió el emperador (por ello Augusto era el actor –de donde viene agere, el que obra con autoridad- y otorga el poder).

En América Latina observamos que cierta autoridad puede poner en cuestión al mismo Poder Ejecutivo, que es el que puede decretar el «estado de excepción». Fernando de la Rúa declaró en 2001 el «estado de excepción» para controlar las manifestaciones populares que invadieron Buenos Aires y casi toda la República. En vez de respetar dicho «estado de excepción», las multitudes descontentas se lanzaron en oleadas a las calles y obligaron a dejar sin efecto el «estado de excepción». Es más, destituyeron al presidente. Bajo la aclamación del «¡Que se vayan todos!», obligaron a elegir nuevo presidente. Lo mismo aconteció en Ecuador y Bolivia. El mismo pueblo invistió del poder en Caracas a Hugo Chávez, cuando prácticamente había renunciado ante el golpe de Estado que lo tenía prisionero. Estas rebeliones populares, cuyos antecedentes se encuentran en Castilla antes de la conquista, frecuentes en la época colonial y posteriormente en América Latina, y en el que consistió el proceso emancipatorio en torno de 1810, de «cabildos abiertos» de criollos contra los virreyes y otras autoridades españolas, nos hablan de un hecho político mayor que puede hacernos descubrir un aspecto muy actual de la política. Por debajo, y como un momento más fundamental de la Voluntad que puede declarar el «estado de excepción», se encuentra otra Voluntad más originaria.

Llamaré -como anterior y por debajo del «estado de excepción»- «estado de rebelión» la presencia real pública, y como última instancia del Poder político, de la Voluntad de un pueblo aunada por un consenso democrático que constituye la potentia. La potentia es el Poder mismo de la comunidad política o pueblo, desde abajo, que crea instituciones que en heterogénea estructura de funciones ejerce delegadamente ese poder primero del pueblo, y que constituye a la sociedad civil y al Estado (la potestas, que es la institucionalización de los que mandan). En el «estado de rebelión» la comunidad política o pueblo recuerda a las instituciones políticas (que pueden fetichizarse, burocratizarse, alejarse de los representados, atribuirse soberanía, autoridad) que la potentia (o poder originario del pueblo) funda a la potestas (ejercicio delegado del poder, entre otras instituciones al mismo Estado), y que si no cumplen su mandato (es decir, «mandar obedeciendo» a la potentia), porque pretenden dominar al mismo pueblo como autoridad (es decir, «que mandan mandando» como potestas fetichizada), deben ser destituidos: «deben irse». (Eso expresa en realidad, como exclamación retórica excesiva: «¡Qué se vayan todos!»)

El 24 de abril pasado la comunidad política o el pueblo salió a las calles de la ciudad de México y en otros lugares del país para expresar al Estado («los que mandan mandando» que para nada «obedecen» -«obedecer» viene de «escuchar al que se tiene delante»: ob-audire- a su pueblo, que no «escuchan el clamor de los de abajo», que «no leen los diarios»: ¡autismo del poder autoritario!) que simplemente «se presentaba», que «mostraba su rostro» en silencio. Era un «estado de presencia» (que podía augurar un «estado de rebelión» si se terminaba la paciencia). Los que ejercen delegadamente el poder escucharon esta vez la voz callada, que rugía murmurante como el magma antes de la explosión del volcán. En Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela muchos no escucharon ese murmullo atronador que expresa que el poder político lo construye desde abajo el pueblo en una larga escuela de sufrimiento. El poder del pueblo (la potentia, diría Spinoza) funda el poder ejercido por delegación institucional (la potestas).

C. Schmitt y G. Agamben quieren superar el vaciamiento político liberal recordándonos la Voluntad como «decisión» del que tiene autoridad -pero se refieren al Führer o a la auctoritas del Senado-; es todavía la potestas como institución delegada. Esa autoridad hay que situarla, así como la soberanía y el poder originario, en el pueblo, más abajo, en un lugar ontológico primero. El «estado de rebelión» es un ejemplo concreto, cada vez más frecuente como maduración del pueblo latinoamericano ante el latrocinio de las políticas neoliberales privatizadoras en curso, que responde a la pregunta: ¿dónde se encuentra la última instancia de la política?

Los políticos están sólo habituados a las negociaciones de los conflictos en la cúpula burocrática del Estado, sus instituciones, los partidos (la potestas). Sólo usan la propaganda de la mediocracia como instrumento con la pretensión de manipular al pueblo. No saben que es necesario regenerar el poder político en la fuente de la potentia del pueblo: «la gente». «¡Están colgados de la brocha!» (de las instituciones que ejercen el poder delegadamente). Para expresar realmente la Voluntad de un pueblo unido en el consenso democrático, de participación simétrica por razones (y no por violencias de todo tipo), es necesario conectarse a ese poder desde abajo que se expresa en el «estado de rebelión», por cierto poco frecuente, pero que nos recuerda el orden de las prioridades en política.