Un problema vital en todo proceso revolucionario es la eficiencia de su sistema de conducción, es decir, la facilidad con que fluyen la información, el poder y las personas dentro del Estado y partido transformador, por una parte, y entre el Estado, la vanguardia y las masas, por otra.Un Estado es, por definición, vertical y […]
Un problema vital en todo proceso revolucionario es la eficiencia de su sistema de conducción, es decir, la facilidad con que fluyen la información, el poder y las personas dentro del Estado y partido transformador, por una parte, y entre el Estado, la vanguardia y las masas, por otra.
Un Estado es, por definición, vertical y lo mismo sucede con las macroorganizaciones, como los partidos políticos y sindicatos, entre otras.
En este sentido, la propuesta organizativa de Lenin sobre el «centralismo democrático» no fue una fórmula exótica sobre el quehacer político o un mecanismo diluviano, sino la interpretación y aceptación adecuada de la realidad del poder a través de todos los tiempos y sociedades de clase.
Sin embargo, existen diferencias entre esas estructuras estatales en varias dimensiones, que en su conjunto definen la eficiencia del sistema:
1. la movilidad vertical de los tres elementos dentro de la pirámide de poder varía; 2. lo mismo es válido para la incidencia de flujos horizontales y la posibilidad de integrar información imprevista o de emergencia; 3. hay diferencias en la forma de procesamiento de los tres elementos en el primer anillo de poder del Presidente.
El modelo más adecuado para entender como funcionan esas estructuras de poder estatales en América Latina es, probablemente, la cebolla. En el centro de la cebolla se encuentra el Presidente, rodeado de un sinnúmero de anillos o circuitos de funcionarios que, en términos generales, alejan al Presidente del contacto directo con la realidad y la información primaria.
Tal modelo de ejecución del poder podría parecer sorprendente, pero, de hecho, muchos de los Estados latinoamericanos, sean progresistas o no, son sistemas de conducción unipersonales.
En esa anatomía del sistema de dominación burgués se revela el continuismo del sistema de dominación feudal. El Presidente burgués no es otra «cosa» que el monarca sin investidura feudal. Es el monarca del capital, no del latifundio, pero, al fin y al cabo, monarca.
Esa centralización y personalización del poder público asume en la praxis dos formas: la centralización y personalización absoluta del poder estatal en la figura del monarca secularizado, o la difusión relativa de este poder en un sistema de conducción colectiva, cuyo núcleo es, por lo general, el gabinete.
Se repiten, en el siglo XXI, las formas de ejecución del poder de la monarquía absoluta, o de la constitucional o relativa —el rey como primus inter pares, como «primero entre iguales»— en el Estado contemporáneo, que, por lo tanto, no podrá ser el Estado de la democracia participativa, sino que tendrá que ser sustituido por un Estado cualitativamente diferente.
La conducción por decisión colectiva vía el gabinete significa, por supuesto, una pérdida relativa del poder unipersonal del monarca, porque le proporciona a todos los miembros del colectivo un alto nivel de información, propiciando, de esta manera, la formación de alianzas con agendas e intereses propios, dentro del equipo.
La ventaja de este sistema consiste en que optimiza la calidad de las decisiones finales, porque hasta el día de hoy no se ha inventado un mejor método de optimización de decisiones que no sea el enfrentamiento democrático de posiciones diferentes. El monólogo, aunque sea el monólogo de un ente iluminado, no es el mejor método de acercamiento a la verdad objetiva.
El sistema de la monarquía absoluta dentro del Estado burgués sustituye la doctrina de la dominación colectiva por la del divide et impera — divide y dominarás. Esto significa en la realidad que el Presidente cancela las reuniones del gabinete o las reduce a un mínimo absoluto, sustituyendo la instancia colectiva por un sistema de relaciones bilaterales con los ministros.
La información, el poder y el acceso al Presidente se compartimentalizan deliberadamente. Este recibe en privado y en exclusiva a los ministros, uno por uno, impidiéndoles a los no convocados que tengan la visión e información completa de la situación del poder.
Este sistema cuenta, por lo general, con un primer anillo de personas de absoluta confianza que rodean al Presidente. Ese grupo compacto constituye una especie de armadillo que es difícil de penetrar. Por lo general, está conformado por dos a tres ministros; el jefe de despacho del Presidente; el jefe del sistema de inteligencia de su confianza; algunos asesores de peso y, a veces, la esposa del Presidente o algún familiar.
En torno a este núcleo, que detenta el verdadero poder del Ejecutivo, se agrupan anillos cada vez más distantes que, a semejanza de lo que sucede en el sistema solar, pierden fuerza de gravitación sobre el sol (el Presidente) a raíz de su distancia.
El costo político de esta monarquía absoluta —que pese a ser una superestructura conductora correspondiente a una sociedad feudal, es el modelo más común en la Patria Grande— es alto. Es alto, porque la sociedad actual exige para su óptima conducción un sistema cibernético y, por lo tanto, más democrático que el anacronismo en cuestión.
Es obvio, que ningún Jefe de Estado, por más genial que sea, tiene la capacidad de procesar en el tiempo adecuado y con el detenimiento necesario los múltiples problemas que surgen cada día en la sociedad actual. Se genera, en consecuencia, un cuello de botella que sólo permite la atención a las necesidades más apremiantes o las amenazas de estabilidad más peligrosas, en lugar de una estructura institucional que permite prever y planear las contingencias de la lucha política y social.
Desde el punto de vista de los de abajo, este sistema hace virtualmente imposible tener acceso al Presidente o incidir sobre sus decisiones, porque no tienen la posibilidad de penetrar los múltiples estratos de la cebolla.
La burocracia de los anillos que rodean al Presidente solo es penetrable para los grandes poderes, en su tiempo los señores feudales y hoy, los magnates del capital y de la política.
La información primaria y la visión de las cosas que puede tener en esas circunstancias el Presidente, es, en consecuencia, esencialmente una función de la información preparada y permitida por el núcleo de poder. Sobre esta frágil base y el abrumador peso de la rutina cotidiana, el funcionario toma, entonces, las decisiones sobre el rumbo de su política que, frecuentemente, son decisiones sobre el destino de la nación.
Siendo el Estado el instrumento ejecutivo principal de la regulación y transformación de la sociedad, su permanencia en los moldes del absolutismo feudal es uno de los obstáculos principales a las causas progresistas del siglo XXI.
Sólo la sustitución del poder del monarca absoluto por una creciente expansión de la incidencia plebiscitaria sobre los asuntos trascendentales de la República, puede romper esa maldición del pasado.
La lucha por la democracia participativa postcapitalista, que en este momento pasa en la Patria Grande por la defensa y solidaridad incondicional con la Revolución Venezolana y la Revolución Cubana, es el camino para avanzar en esa tarea histórica de la humanidad.