Traducido para Rebelión por Felisa Sastre
El aspecto más llamativo del conflicto comercial de Estados Unidos (y de los europeos) con China es el sistemático rechazo del libre mercado por parte de Washington y su recurso a una alta dependencia de la intervención del Estado. Resulta igualmente asombroso que economistas supuestamente ortodoxos sobre la liberación del mercado se hayan unido al coro de los políticos proteccionistas (como Robert Zoellick, subsecretario de Estado) al poner en cuestión la política de libre mercado china y al exigir que China cumpla las directrices de Estados Unidos en lugar de seguir las condiciones del libre mercado (Financial Times, 7 de octubre de 2005, p. 5). Pero todavía peor es que especialistas como Fred Bergsten, Director del Institute for International Economics, exijan más concesiones de China con la amenaza de un mayor enfrentamiento económico (Financial Times, 25 de agosto de 2005, p. 11, Political Myths and Economic Realities).
El déficit comercial anual estadounidense con China (186.000 millones de dólares en julio de 2005) es en gran medida consecuencia de la ineficacia de EE.UU. y no de las restricciones comerciales chinas. China tiene los aranceles más bajos de los grandes países en desarrollo. En sectores en los que Estados Unidos ha invertido, innovado y es eficiente: en agricultura, aeronáutica y tecnologías avanzadas, EE.UU. tiene superávit comercial. El déficit comercial estadounidense se produce en aplicaciones, electrónica, ropa, juguetes, textiles e industria del zapato, sectores en donde muchas grandes empresas estadounidenses han invertido en filiales chinas para exportar después a Estados Unidos. Más del 50% de las exportaciones chinas a Estados Unidos se llevan a cabo a través de multinacionales estadounidenses, así que su déficit comercial, en gran parte, se produce entre las empresas radicadas en Estados Unidos y sus propias filiales con sede en China.
Las exportaciones chinas se basan, en gran medida, en la importación del exterior de piezas que se montan y venden en el extranjero. Según el Financial Times, «…China es simplemente el último eslabón de una gran cantidad de productos que Asia exporta a Estados Unidos, ya que importa…componentes de cualquier zona de la región, incluido Japón. El valor añadido local de sus exportaciones es sólo del 15 % (FT. 11 octubre de 2005, p.5)». En otras palabras, China es un enorme importador de otros países con los que tiene déficit comercial, sobre todo con fabricantes asiáticos, países exportadores de petróleo y de materias primas del Tercer Mundo. El superávit comercial chino se debe, en su mayor parte, a su comercio con Estados Unidos, por ello los aranceles y cuotas estadounidenses contra los productos chinos perjudicarán el comercio mundial.
En contra de lo que afirman los ideólogos políticos y los académicos, China tiene una de las economías más liberales de Asia. En 2003, el índice de inversiones extranjeras (afluencia de inversión exterior) en relación con el PIB en China fue del 35 % frente al 8 % de Corea del Sur, el 5 % de India y sólo el 2 % de Japón (Financial Times, 15 de septiembre de 2005, p. 11). Además, China es la tercera potencia comercial del mundo. En 2004, el índice comercial de China con respecto al PIB llegó al 70 %, superando en mucho a EE.UU. y Japón, cuyos índices se encuentran por debajo del 25 %.
Economistas ortodoxos y miembros del Congreso alegan que la moneda china (el renmimbi) está infravalorada y que una revalorización importante reduciría el déficit comercial estadounidense. En los últimos siete años, el dólar estadounidense se ha devaluado en relación con varias monedas- entre ellas el euro, la libra y el franco suizo- y, a aún así, el déficit comercial ha aumentado por lo que centrarse sobre la variación de la moneda china es completamente inútil. El problema principal es que los capitalistas estadounidenses no invierten en los sectores productivos del interior, no están poniendo al día sus sistemas productivos ni introducen innovaciones tecnológicas para bajar los costes. En su lugar, invierten en el exterior, y en sectores no productivos en el interior; hoy especulan con bienes inmuebles (ayer lo hicieron con las tecnologías de la información) y aumentan los beneficios mediante la reducción de los costes laborales, un método poco eficaz para competir con productores de bajo coste.
El fracaso de las grandes corporaciones estadounidenses en apoyar un sistema universal de salud y su confianza en la medicina privada aumentan los costes de producción en un 10 % y contribuyen a la falta de competitividad de las empresas estadounidenses lo que incrementa el déficit comercial.
La política económica china en relación con las inversiones extranjeras es mucho más liberal que la estadounidense. En 2004, las empresas con inversión extranjera supusieron el 57 % de las exportaciones de China. Por el contrario, el Comité para las Inversiones Extranjeras en Estados Unidos (CFIUS) recurre constantemente a definiciones «flexibles» del «interés público», «nacional» o «estratégico» para evitar que los inversores extranjeros inviertan y compren expresas estadounidenses. El más reciente ejemplo lo constituye la muy pregonada y exitosa intervención política contra el intento de la compañía petrolera china, CNOC, de comprar UNOCOL.
Además, los esfuerzos del senador por Nueva York, Schumer y de sus aliados en el Congreso, para imponer unos aranceles del 27,5 % a las importaciones de China no reducirían el déficit comercial estadounidense ya que los importadores se dirigirían hacia otros productores asiáticos igualmente eficaces y los fabricantes chinos podrían trasladarse a países cercanos. El resultado sería el aumento de los costes para el consumidor lo que afectaría de forma desfavorable al comercio interior estadounidense sin crear nuevos puestos de trabajo en el país.
Las «industrias protegidas» en Estados Unidos incluyen algunas de las peores fábricas de ropa que pagan a sus trabajadores por debajo del salario mínimo, algunas de las cuales tienen estrecha relación con las oficina del senador Schumer en la ciudad de Nueva York. El problema no radica en la competencia exterior- que debería existir en una economía de mercado libre- sino en ser eficiente, lo que significa invertir en tecnologías punta y en producción automatizada, en formación, en contratar a obreros, ingenieros y diseñadores altamente cualificados, así como en crear empleo estable, de manera que los trabajadores pudieran acumular la experiencia y el saber hacer que contribuyen a una mayor productividad.
En 1995, la Uruguay Round Agreement on Textiles and Clothing– Ronda de Uruguay para el Acuerdo sobre Textiles y Prendas de Vestir- (que Estados Unidos firmó) proponía la eliminación de cuotas el 1 de enero de 2005. Las fábricas textiles estadounidenses han tenido diez años para ponerse al día, modernizarse, y reestructurarse antes de la puesta en marcha del libre mercado. Pero, en lugar de hacerlo, prefirieron confiar en reducir los costes laborales, subcontratar fábricas donde se explota a los obreros y pagar sobornos políticos a grupos de presión, políticos y jefes de sindicatos para imponer nuevas restricciones a las exportaciones chinas. Estados Unidos se ha negado a cumplir el acuerdo del fin de las cuotas, y presiona a China para limitar sus exportaciones durante 2005 e incluso después (Financial Times, 1 de septiembre de 2005, p.1).
Las actuales «cuotas» estadounidenses a las exportaciones chinas, que ya afectan a los textiles, ropa, televisiones en color, semiconductores, muebles, langostinos y acero, sólo han servido para aumentar el coste a los consumidores estadounidenses y a los vendedores locales de esos sectores, provocando que todavía sean menos competitivos. Los productores de Estados Unidos, que pagan los precios del monopolio para proteger las manufacturas domésticas, tienen pocas probabilidades de encontrarse en situación de exportar y mejorar la balanza de pagos estadounidense.
El argumento de la»competencia desleal» basado en la mano de obra barata no resulta convincente. Los costes laborales no son el factor decisivo que afecte a la competitividad o a la balanza comercial. Muchos países con salarios bajos no son competitivos, y muchos otros como los escandinavos y Holanda, con salarios altos y altos beneficios, compiten con éxito en el mercado al confiar en productos de calidad y especializados, tras abandonar la producción de artículos de consumo que precisan de mucha mano de obra. El recurso moralizante sobre las condiciones del comercio, en especial por parte de empresarios anti-sindicales que no cotizan para las pensiones y el seguro sanitario, y que reducen al mínimo el tiempo de vacaciones y el permiso de maternidad en el mundo occidental, es pura hipocresía. La realidad es que sectores sustanciales de la economía estadounidense no son competitivos debido a las líneas de producción en los que están inmersos, la inferior calidad de sus productos, la falta de grandes inversiones a largo plazo para la puesta al día en tecnologías y organización productiva, y la inversión de los beneficios en sectores especulativos o en sus filiales en el exterior.
Oculto entre las barreras aduaneras, las cuotas y el demagógico «dar una paliza a China», de lo que se trata simplemente es de una excusa para esquivar la dura disciplina del libre mercado. Enfrentarse al libre mercado obligaría a los empresarios estadounidenses y a la elite política a aceptar el hecho de que, en muchos sectores, un capitalismo de segunda categoría está dirigido por un estado de tercera división.
El mito de la amenaza china.
En lugar de aceptar el desafío económico de China y de reconocer la necesidad de replantearse la mala asignación de los recursos y la excesiva confianza en la economía financiera, las retrógradas elites de empresarios y los muy bien pagados jefes de los sindicatos han unido sus fuerzas con los ideólogos neoconservadores para impulsar la idea de que China constituye una amenaza para la seguridad nacional, a la que hay que enfrentarse militarmente. La fusión del militarismo en el exterior y el proteccionismo en el interior ha ganado muchos adeptos en el Congreso y en el Ejecutivo, creando el marco idóneo para que se realice la profecía. Enfrentada a la retórica cada vez más belicosa de Washington, China mira hacia el Este para reforzar sus vínculos militares y económicos con Rusia y Asia Central al mismo tiempo que diversifica su comercio con Asia, Latinoamérica, Oriente Próximo y África.
El militante «proteccionismo bélico» de Estados Unidos con su acercamiento contencioso a China amenaza con bloquear el libre mercado del conocimiento y la tecnología. El dinámico crecimiento de China no se debe principalmente a la «mano de obra barata», sino que descansa en la producción cada año de millones de muy calificados trabajadores, formados científica y profesionalmente. Cada año se forman en el extranjero decenas de miles de estudiantes chinos, profesores y científicos – muchos de ellos en Estados Unidos, mientras que muy pocos estudiantes estadounidenses siguen estudios avanzados en ciencias e ingeniería, con el resultado de que los estudiantes extranjeros, entre ellos los chinos, cada vez son más críticos con la actividad científica estadounidense. Con este libre intercambio de ideas y científicos, tanto China como Estados Unidos se beneficiarían desde una perspectiva del «libre mercado». Pero como ya hemos expuesto, Estados Unidos se opone al libre mercado, especialmente en lo relativo al libre flujo del conocimiento científico.
Estados Unidos hace todo lo posible para restringir el intercambio de científicos, tecnología y conocimiento, basándose en una amplia definición de lo que constituye la «seguridad nacional». Habida cuenta de su definición militarista del desafío chino, Washington alega que los estudiantes e investigadores chinos deberían tener restricciones a lo que estudian y a lo que aprenden, así como al acceso a la tecnología. Las universidades que dependen del Pentágono o del Departamento de Comercio tienen que conceder permisos especiales y señalar zonas restringidas en los laboratorios para impedir que los estudiantes extranjeros usen los grandes ordenadores, los semiconductores, los láser y los sensores en sus investigaciones. El Departamento de Comercio prevé endurecer los controles en la exportación de tecnologías comerciales (Financial Times, 1 de septiembre de 2005, p.1). Desde la perspectiva del libre mercado, los controles de la exportación a China son funestos ya que diminuyen las exportaciones, aumentan así el déficit comercial y tienen escaso impacto en el acceso de China a las tecnologías vía Japón, Corea y Europa. En sentido opuesto, la Unión Europea ha firmado en julio de 2005 contratos con China para desarrollar la utilización comercial del sistema de navegación por satélite, Galileo.
Desde un punto de vista militarista y proteccionista, los impedimento a la libre circulación de las ideas, de científicos y estudiantes puede considerarse como una campaña de confrontación política y , quizás, de cerco militar.
«Parar los pies a China» es simplemente una respuesta a la pérdida de competitividad. La demagogia nacionalista en una potencia mundial decadente es un mecanismo de compensación de la incapacidad del capitalismo estadounidense para seguir siendo competitivo, al menos en la economía de Estados Unidos.
Las ventajas competitivas de China
China no solo compite con sectores económicos de los países capitalistas más avanzados sino que lo hace con éxito con los de bajos salarios por medio de la aplicación constante de innovadoras técnicas de producción. Además, cada vez es más competitiva en productos de mediana y alta calidad más allá de los bienes duraderos de consumo, prendas de vestir y electrónica. Las ventajas competitivas se derivan de las prioridades establecidas por el Estado y por la utilización de mecanismos financieros e incentivos. La afirmación de que China mantiene artificialmente baja su moneda para ganar en competitividad sólo se difunde en Estados Unidos y en algunos Estados europeos. Nadie en Asia, Latinoamérica, África u Oceanía se queja. China tiene una balanza de pagos negativa con muchas regiones del mundo, por lo que su superávit total es mucho menor de lo que los críticos de China, que se centran exclusivamente en las relaciones bilaterales con EE.UU., querrían hacernos creer. El superávit total de la balanza por cuenta corriente de Japón es mayor que el de China con 153.000 millones de dólares frente a 116.000 millones de dólares (FT, 11 de octubre de 2005). No existen quejas de Japón, Corea del Sur, India , Brasil, Argentina, Rusia o Irán relativas a una moneda devaluada. En términos globales, Japón y Alemania suman un 30 % de superávit en la cuenta corriente global (228.000 millones de dólares) mientras que China sólo supone el 8 % (70.000 millones).
El déficit comercial y presupuestario de Estados Unidos es exclusivamente un problema de fracaso interno: del bajo o negativo ahorro, de la alta especulación, de los sectores atrasados, obsoletos o no competitivos, del apoyo artificial a los sectores subvencionados y de las grandes inversiones a largo plazo en instalaciones productivas en China. Bien sea por ignorancia o cobardía, los líderes estadounidenses del Congreso, como el senador Charles Schumer, se niegan a afrontar el hecho de que el déficit comercial de Estados Unidos es, en gran parte, producto del desequilibrio entre las exportaciones de las multinacionales estadounidenses asentadas en China, que venden en el mercado estadounidense, y las exportaciones de las empresas con sede en Estados Unidos. Para los políticos estadounidenses, resulta más fácil conseguir la reelección a base de lanzar golpes bajos contra una potencia económica emergente que enfrentarse a las corporaciones estadounidenses, radicadas en China, que son las que financian sus campañas electorales.
La amenaza imperialista de Estados Unidos a China
Históricamente, los Estados mundiales consolidados que se encuentran endeudados y dependen de las nuevas potencias ascendentes, generan políticos que reaccionan con un resentimiento irracional y con beligerancia. El gran fallo de la Reserva Federal para contener el irracional crecimiento del dinero en circulación y de la economía especulativa durante las dos últimas décadas; su complicidad en el crecimiento de unos déficits comerciales insostenibles; y su apoyo vergonzante a la reducción de impuestos sin relación alguna con la economía de exportación, apunta al Banco y a sus presidentes como los principales responsables de la decadencia de la competitividad estadounidense en el mercado mundial.
El peligro radica en que, mientras decrece la posición estadounidense en competitividad, una coalición de industriales retrógrados y civiles militaristas quieran compensarla provocando enfrentamientos políticos e incluso inventando amenazas militares para justificar un desarrollo militar. Pero las políticas de confrontación causarán más daño a las multinacionales estadounidenses que a China.
Después de todo, ha sido Estados Unidos quien ha impuesto barreras a la entrada de inversores chinos en el país, mientras que China ha recibido con los brazos abiertos más de 100.000 millones de dólares de las principales corporaciones estadounidenses invertidos en el mercado chino. Es China quien está financiando el déficit comercial de Estados Unidos al comprar tecnología estadounidense de escaso valor, al sostener el excesivo consumo estadounidense y su baja inversión.
En contraste con la política restrictiva de Washington hacia las inversiones chinas en compañías energéticas estadounidenses, China ha recibido con alegría inversiones a gran escala de la Peabody Energy (la mayor compañía del mundo en venta de carbón) a través de empresas mixtas mineras (Financial Times, 21 de septiembre de 2005, p.19).
China está diversificando cada vez más su comercio y fuentes de energía. Su comercio en Asia supera al de Estados Unidos. China ha incrementado sus vínculos de seguridad con Rusia como contrapeso a la belicosa actitud de los neoconservadores militaristas estadounidenses y de los demócratas imperialistas, liberales y «humanitarios»
La cada vez mayor confianza de Washington en la intervención estatal para cubrirse las espaldas, bien sea mediante la imposición de aranceles, cuotas, restricciones políticas a las ofertas públicas de compra, bien sea mediante la obstrucción de las inversiones privadas, está condenada al fracaso. La situación competitiva o no de Estados Unidos en el mercado mundial será, en último caso, lo que determinará quién será la próxima superpotencia económica. La única manera que tiene el capitalismo estadounidense de responder al desafío de China es el ahorro, la inversión, la innovación y el producir y competir en un mercado libre, libre del intervencionismo estatal atávico y del militarismo.
Los incesantes esfuerzos de Washington para debilitar la capacidad exportadora de China con el fin de aliviar su déficit se han convertido en una cruzada sin fin. En julio de 2005, China anunció una revalorización del renminbi en un 2 % y cambió su vinculación con el dólar a la de una cesta de monedas. China ha prometido, incluso, una mayor flexibilidad en el futuro para permitir a sus exportadores ajustarse a unas condiciones más competitivas. La economía estadounidense, con toda su ineficacia, no ha sido capaz de aprovechar esta oportunidad y ha exigido más concesiones, una mayor revalorización de la moneda china y menos exportaciones, en la confianza de que la intervención estatal debilitaría las industrias exportadoras de China. La escalada de exigencias por parte de Washington es «indefinida»: cuando se consigue una, los neoconservadores de la Administración Bush se confirman en la idea de que pueden conseguir otras, lo que llevaría a unas circunstancias favorables para una eventual «recuperación» de la competitividad de las exportaciones estadounidenses. Pero, incluso el presidente de la Reserva Federal reconoce que una moneda china más fuerte (o las de otros países asiáticos) tendría escasa repercusión en el déficit comercial estadounidense (FT, 11 octubre de 2005).Tal como pusieron de relieve todos los países del G-20 en su reunión de Pekín, el problema es la debilidad estructural de Estados Unidos.
Si acabamos con la intervención estatal, propuesta por los economistas del libre mercado, tendríamos que reconocer que lo que China exige es que Estados Unidos ponga en práctica su ideología sobre el libre mercado.
John Snow, Secretario del Tesoro estadounidense, presionado por los proteccionistas del Congreso a quienes incitan los sectores obsoletos de la economía de EE.UU. y los civiles militaristas del Ejecutivo, trata incesantemente de imponer por vía diplomática lo que la economía estadounidense no puede conseguir a través del mercado, es decir, la reducción del déficit comercial. Detrás del barniz diplomático, Washington amenaza con una «guerra comercial» por medio de unos aranceles exorbitantes del 27,5 % y una campaña hostil que etiqueta a China como de «manipulador de divisas». Una estrategia de «guerra comercial y demonización» va muy posiblemente a reforzar a los militaristas civiles, a su campaña de cerco militar y de arriesgada política nuclear en los estrechos de Taiwan. La estrategia de confrontación va a provocar una respuesta defensiva china que conducirá a una crisis importante de la economía estadounidense, ene el caso de que China retire sus Bonos del Tesoro y recoloque su superávit comercial sacándolo de Estados Unidos y lo sitúe en inversiones internas, o en opciones asiáticas y europeas. Washington sufrirá también la pérdida de los mercados chinos, y las oportunidades de inversión que conducirán al recorte de los márgenes de beneficio de las multinacionales estadounidenses establecidas en China, mientras Pekín aumenta sus intercambios económicos con Asia, Rusia y el resto del mundo.
Si la guerra, promovida por los civiles militaristas en Irak, ha aumentado el déficit económico y ha debilitado la competitividad de Estados Unidos, una confrontación neoconservadora con China es probable que vaya a precipitar una profunda crisis estructural y el colapso de la economía estadounidense, tal como la conocemos.
Conclusión
Las guerras coloniales de Estados Unidos, la concentración de los ingresos en el 1 % de los más ricos a través de la reducción de impuestos, el papel de las filiales de las corporaciones estadounidenses en el exterior como exportadoras hacia Estados Unidos, en lugar de exportar desde el país; el predominio de la economía especulativa (tecnologías de la información, bienes inmuebles) y la hegemonía del capital masivo dedicado a las importaciones sobre el capital productivo, son las principales razones del insostenible déficit actual de la balanza corriente estimado en 700.000 millones de dólares y de los 500.000 millones de déficit presupuestario. Los imperialistas de la especulación militarista tratan de distraer la atención de sus fracasadas políticas implicándose en un engaño ostensible, y culpando falsamente a los «taimados y amenazadores» asiáticos, sobre todo a los chinos. Un informe, publicado en septiembre de 2005 por dos de los principales laboratorios de ideas europeos, echa por tierra en su totalidad esta cortina de humo ideológica al señalar que el déficit de la balanza corriente de Estados Unidos creció en 529.000 millones de dólares entre 1997 y 2004 pero China sólo supuso el 8 % de este aumento, comparado con el 30 % de Rusia y Oriente Próximo (Financial Times, 16 de septiembre de 2005, p.2). La demagógica exigencia de revalorización monetaria de las monedas de Asia, que lleva a cabo Estados Unidos, «culpando a los asiáticos», podría conducir a la deflación y al estancamiento económico sin solucionar el déficit comercial estadounidense. La clave para reducir su déficit comercial se encuentra en que EE.UU. se comprometa a poner en marcha ajustes estructurales, como la reintroducción de impuestos a los opulentos, el desarrollo de una política monetaria e industrial que impulse la producción local para la exportación y penalice las inversiones especulativas, y la deslocalización en el exterior. Esto incrementaría el ahorro local y la inversión, reduciría las importaciones y estimularía las exportaciones.
Considerando el ascendiente político y la posición económica central del capital de las grandes corporaciones, de los principales bancos de inversión y de las empresas financieras, de la extensa red de promotores de bienes inmuebles y bancos hipotecarios, unido al control que los neoconservadores militaristas tienen sobre la Casa Blanca, no existe previsiblemente posibilidad alguna de que el capitalismo estadounidense pueda rectificar, corregir o reformar su dirección estratégica.
A la vista del bloque de poder que protege a los productores no competitivos y promueve la deslocalización de la producción en el exterior, el único resultado lógico previsible es la amalgama militarista-proteccionista que hoy define la política estadounidense. Los sectores más atrasados del capital estadounidense, unidos a los militaristas neoconservadores y a la reaccionaria burocracia de los sindicatos promueven el «nacionalismo proteccionista» en el interior y las guerras imperialistas en el exterior. Las corporaciones multinacionales de la competencia del libre mercado incitan a la apertura de los mercados en el exterior pero se sustentan en un Estado que depende políticamente de las fábricas no competitivas, de los sectores agrícolas subvencionados y de los civiles militaristas.
Las exigencias de los economistas estadounidenses para que China reforme su moneda, acepte las cuotas en sus exportaciones, mantenga un sistema de defensa militar mucho más inferior para enfrentarse a la fuerza de Estados Unidos en el Lejano Oriente, es un intento de forjar un «acuerdo general» entre el libre mercado, que pregonan las multinacionales, y los militaristas partidarios del proteccionismo. La armonización de los intereses entre una potencia capitalista ascendente como China y otra militarista-especulativa-comercial como Estados Unidos resulta una tarea difícil a corto plazo y un trabajo imposible a medio plazo. La demanda en auge de materias primas en China ha ayudado a muchos países del Tercer Mundo, mientras que las subvenciones agrícolas estadounidenses y los obstáculos al comercio los ha perjudicado. La beligerancia de Estados Unidos en Oriente Próximo ha alienado a la mayoría del Mundo Árabe e Islámico y ha dividido a Europa y a sus ciudadanos. Alemania y Japón han acumulado masivos superávit comerciales a costa de los exportadores radicados en Estados Unidos. El recurso de la elite gobernante estadounidense al militarismo en todas sus brutales, colonialistas y destructivas formas en Irak y Afganistán ha exacerbado el déficit tanto externo como interno, en una demostración de la debilidad de la estrategia militar de un imperio que depende básicamente de sátrapas locales y cipayos militares que lo sostienen. El imperio estadounidense desprovisto de un sector exportador de manufacturas y dependiente de los especuladores e importadores comerciales proyecta una ideología militarista para apuntalar el imperio. Estas son las fuerzas que han debilitado de manera considerable la competitividad estadounidense en relación con el libre mercado basado en la potencia tecnológica e industrial de China.
Los dirigentes chinos no pueden capitular ante las exigencias de Estados Unidos sin desestabilizar su propio poder y el modelo económico sobre el que se basa. La enorme afluencia de capitales de los especuladores de EE.UU., Europa y Asia apuestan por la revalorización del renminbi (moneda china) para crear las condiciones que permitan que se produzca una crisis financiera si el régimen chino se mueve imprudentemente hacia una política desregularizada. En segundo lugar, la clase gobernante china, partidaria del libre mercado, ha machacado la asistencia social a favor de la privatización, obligando a los obreros chinos, empleados y propietarios de tiendas a ahorrar para pagar la educación, la vivienda, la asistencia sanitaria y las pensiones, y quedarse por ello con menos ingresos para el consumo interno. El ahorro chino para pagar los servicios básicos, limita el consumo interno y obliga al régimen chino a conseguir beneficios por medio de las exportaciones. Aceptar los dictados estadounidenses de reducir las exportaciones desestabilizará por completo el modelo de libre mercado. La base de la elite gobernante china, en la que un 5 % de la población controla más del 50 % de todos los bienes privados, se enfrenta a la oposición creciente de los obreros parados, agricultores explotados y desplazados urbanos y rurales. Entre 2001 y 2004, las protestas masivas han crecido desde 4.000 a más de 70.000. China necesita crear 15 millones de puestos de trabajo al año, lo que requiere que haya un crecimiento del PIB por encima del 8 %. La clase dirigente china cree que el crecimiento económico estabilizará su poder. Dado que el aumento de la desigualdad social es connatural a la concentración del poder político y económico en las clases altas, sólo puede cambiarse con movimientos socialistas desde abajo. El programa de la clase dirigente se basa en «aumentar la tarta» con la esperanza de que el efecto de goteo hacia abajo aumente el consumo y dé estabilidad a su dominio y privilegios. La presión de Estados Unidos sobre los dirigentes chinos para que aumenten el consumo interno y reduzcan las exportaciones, amenaza con socavar las relaciones de clase en el interior y con ello el crecimiento y los índices de beneficios. La clase dirigente china, partidaria del libre mercado dirigido a la exportación, de la misma manera que su contraparte estadounidense, está poco dispuesta a sacrificar su poder de clase y privilegios para complacer a sus competidores económicos.