Bajo las órdenes de Barack Obama, fuerzas especiales estadounidenses mataron, al parecer, a Osama Bin Laden, ocho años y unas horas después de que George W.Bush proclamara tan solemnemente aquel 1 de Mayo de 2003 a bordo del portaaviones Abraham Lincoln, que «las principales operaciones en Irak ya han acabado». Pero no habían acabado. En […]
Bajo las órdenes de Barack Obama, fuerzas especiales estadounidenses mataron, al parecer, a Osama Bin Laden, ocho años y unas horas después de que George W.Bush proclamara tan solemnemente aquel 1 de Mayo de 2003 a bordo del portaaviones Abraham Lincoln, que «las principales operaciones en Irak ya han acabado». Pero no habían acabado. En Irak continúan, después de más de ocho años, y en Afganistán desde hace casi diez años. Y continuarán, sin duda, aunque sea verdad que Osama Bin Laden haya muerto. Es más, es posible que su muerte provoque una serie de atentados en venganza que le devuelvan un protagonismo que había ido mermando lentamente en todos los frentes. La compleja red de Al Qaeda, desplazada por otras fuerzas políticas y movimientos sociales de las actuales revueltas en los países árabes, al no representar los ideales de libertad y democracia por las que éstas luchan, puede encontrar en su violenta respuesta a la «operación quirúrgica» de Obama, una vía para volver a las primeras páginas de todo el mundo y para alimentar el odio antioccidental.
Obama cuenta sin duda en que esta operación militar le permitirá ganar puntos cara a las próximas elecciones presidenciales de EE UU de 2012, acallando a aquellas numerosas voces republicanas, especialmente del Tea Party, que lo acusan de «blando» frente al terrorismo, cuando no lo califican directamente de «musulmán» o «comunista». Es posible que sí, que recupere a electores demócratas que estaban cayendo bajo esos cánticos republicanos; recuperará por la derecha, sí, aunque es difícil todavía saber si esta muerte no terminará ayudando a alimentar las posturas más extremistas del mundo musulmán.
George W.Bush se apresuró a felicitar a su sucesor, faltaba más. Y también estará agradecido que los grandes medios de comunicación estadounidenses, al escribir el perfil de Bin Laden, al escribir reportajes sobre Al Qaeda, están dejando de lado en casi todos los casos, los vínculos tan estrechos que tuvo el líder de Al Qaeda, al igual que sus aliados talibán, con distintas administraciones norteamericanas. ¿Qué conocerán los escolares en EE UU sobre esa relación? ¿Podrán leer en los textos oficiales que Bin Laden fue en definitiva una criatura, un monstruito, creado por EE UU y sus grandes aliados mundiales?
EE UU y Bin Laden, aliados en Afganistán
Durante las guerras anglo-afganas del siglo XIX, Afganistán fue considerado durante mucho tiempo como un simple estado «tapón» llamado a impedir una guerra entre los dos imperios acechantes en sus fronteras, en la Norte, el imperio ruso, desde la India, el británico. Estados Unidos estaba todavía lejos de tener algún interés por esa región disputada por otros imperios. Rusia, convertida en superpotencia tras la II Guerra Mundial, refuerza su peso en la región e intenta durante años en vano estrechar las relaciones con el régimen de Kabul.
Sin embargo, Moscú encontraría su gran oportunidad para poner un pie en Afganistán durante el reinado de Zahir Shah (1933-1973), cuando el jefe de gobierno de éste, el general Daud, acudió en busca de la URSS para que le ayudaran a modernizar su Ejército. Daud lo había intentando antes sin resultado con otro país: nada menos que con Estados Unidos. La URSS sabría aprovechar esa posibilidad que se le presentaba y no sólo acudió solícita a brindar formación al Ejército afgano, adiestrado inicialmente por los británicos, sino que aprovechó la puerta abierta por Daud para ofrecer miles de becas a los afganos que quisieran seguir cursos superiores en la URSS y a los militares que desearan aprender alguna especialidad.
Esa influencia se traduciría en las primeras formaciones políticas afganas de corte «comunista», como el Partido Democrático Popular de Afganistán, cuyos principales líderes se habían educado en la Unión Soviética. Divididos en distintas tendencias a partir de los años 60, los comunistas lograron llegar al poder en 1973, aliados con el príncipe Daud -cuyas reformas habían provocado su caída en 1963- a través de un golpe de Estado que dió por tierra con la monarquía de su primo Zahir Shah e instauró la república. Los prosoviéticos provocarían sin embargo sólo cinco años más tarde otro golpe de Estado contra Daud, que fue asesinado, preocupados por sus estrechas relaciones con países islámicos vecinos, pero los intentos del nuevo presidente, Noor Mamad Taraki, por imponer una profunda reforma agraria e instaurar la educación obligatoria para las mujeres, habría a su vez de encontrar pronto una tenaz resistencia de las tribus y clanes desplazados del poder, que se organizaron rápidamente en guerrillas.
Taraki fue a su vez asesinado por su vicepresidente, Hafizullá Amin, quien sólo tres meses más tarde corrió la misma suerte.
La Unión Soviética decidió intervenir desplazando a cuatro de sus divisiones mecanizadas, e impuso por la fuerza como presidente al principal líder del Partido Democrático Popular Afgano, Babrak Karmal, que se había exilado en Moscú.
La URSS lanzó allí su última gran invasión terrestre de un país antes de su propia desintegración y se vio envuelta en una guerra abierta. La URSS terminó retirando sus miles de soldados de Afganistán en febrero de 1989 sin haber logrado doblegar la resistencia de los «mujaidin».La derrota política y militar sufrida en Afganistán, sumada a la «perestroika» de Mijail Gorbachov que avanzaba cada día más, sellarían el certificado de defunción de la URSS.
La URSS calculó mal las consecuencias de su invasión de Afganistán. En los momentos más duros de la Guerra Fría, sus tropas habían invadido Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968), sofocando a sangre y fuego la resistencia civil en las calles de sus principales ciudades, sin que EE UU, Occidente en general, reaccionara. La Casa Blanca se ocupaba por su parte de «compensar» el expansionismo soviético llevando a cabo la terrible matanza que supuso la Guerrra de Vietnam (1958-1975); la invasión de Guatemala (1954) y República Dominicana (1965); el frustrado ataque en Bahía de los Cochinos (Cuba, en 1961), al tiempo que promovía la realización de golpes de Estado y la instauración de dictaduras militares en gran parte de América Latina.
Pero Afganistán no era ni Hungría ni Checoslovaquia. En ese país ya había poderosas guerrillas controladas por «señores de la guerra» dispuestos a aceptar de buen grado la ayuda de quien fuese para enfrentar al invasor del Norte.
Las tropas rusas no se limitaron a respaldar al Gobierno de Kabul, sino que, tras muchas reticencias, sus altos mandos decidieron entrar en el combate directo contra las fuerzas guerrilleras.
La primera gran operación del Ejército ruso contra la guerrilla se libró en marzo de 1980 cerca de la frontera con Pakistán, en las proximidades de Peshawar. No estaban acostumbradas a ese terreno montañoso lleno de cuevas y grutas donde el enemigo se esfumaba para volver a aparecer ni bien habían partido los blindados. El Ejército ruso terminó empantanándose en esas montañas, a pesar de que después de las victorias militares conseguidas, los altos mandos daban por seguro de que pronto acabarían la «operación de limpieza» y podrían volver con orgullo renovado a la URSS.
Nace la primera «yihad» contemporánea
La URSS no contaba con que en Afganistán iba a tener que hacer frente a la primera «yihad» contemporánea. Nunca hubiera podido imaginar que sería Estados Unidos quien lograría diseñar una compleja estrategia que no sólo comprendía su apoyo económico y militar a los «mujaidin» afganos. Washington lograría también que participaran en el conflicto como aliados suyos, desde el más poderoso país integrista islámico del mundo, Arabia Saudí, hasta el coloso asiático, China.
Washington, a través de la CIA, tuvo en realidad la oportunidad de llevar a cabo su gigantesca «operación encubierta» en Afganistán gracias a la inestimable ayuda de numerosos socios: Reino Unido, Francia, Arabia Saudí, Pakistán, Egipto, Marruecos.
La Dirección de Operaciones de la CIA sabría sacar buen partido de la ayuda de los servicios de inteligencia de esos países para la parte más importante y difícil de la operación, el reclutamiento de decenas de miles de hombres fogueados en el combate y dispuestos a dar la vida en la «liberación» de Afganistán. Así nació la primera «yihad» del siglo XX, una «guerra santa contra el ocupante infiel», cuyos combatientes forjarían una sólida red hermanada en la sangre y en una intransigente, excluyente y violenta interpretación del Islam. En ella se enrolaron muchos jóvenes de «madrasas» (escuelas coránicas subvencionadas mayoritariamente por Riad) de Afganistán y Pakistán -que recién en 1994 crearían el movimiento talibán- y miles de hombres provenientes de los más diversos confines de Oriente Próximo, el Golfo, de repúblicas de la propia URSS como Chechenia, de China Occidental, malasios y hasta los filipinos que luego crearían en las islas del sur el grupo de Abu Sayyaf.
Washington tuvo el control de esta gigantesca «operación encubierta». Estados Unidos tendió una estudiada emboscada a la URSS, que ese país no supo ver a tiempo. El entonces consejero de Seguridad Nacional de Carter calificaría posteriormente de «trampa afgana», la emboscada que tendió Washington a Moscú y reivindicaba con orgullo los resultados obtenidos. Fue, después del escenario de Vietnam, el único gran combate militar indirecto entre las entonces dos superpotencias. Para los intereses de Estados Unidos, la guerra de Afganistán le supuso una gran victoria. Tras ella, su principal contendiente mundial quedó «tocado».
Ya sólo faltarían dos años para que desapareciera como superpotencia.
Fue, además, la primera guerra de importancia estratégica en la que EE UU no arriesgaba ni a sus propias tropas ni siquiera a sus aviones. La carne de cañón eran los aliados locales.
Para Estados Unidos fue una gran victoria, pero también fue una victoria de la «yihad», de la cual alardearían las decenas de miles de combatientes islámicos que intervinieron en ella y…Osama Bin Laden. La gigantesca y descentralizada red tejida por el millonario yemení, Al Qaeda, marcó en esa guerra un mojón, un antes y un después de ella.
Años después, a días de cumplirse el primer aniversario del 11-S, el escritor Salman Rushdie, advertía del peligro de que Washington, con su más que anunciado plan para terminar la guerra contra Sadam Husein que no pudo completar su padre en 1991, podía provocar una nueva guerra islámica. «Sería una trágica ironía que la temida guerra islámica no la causara Al Qaeda sino el presidente de Estados Unidos y sus asesores más cercanos», escribía. Durante los últimos años de la guerra contra los soviéticos en Afganistán, Bin Laden y el mulá Mohamed Omar -quien años más tarde se convertiría en el jefe supremo de los talibán, y 1.000 clérigos musulmanes, lo nombraban el Príncipe de los Creyentes- no eran para Occidente unos «malvados», sino «luchadores por la libertad», unos aliados insustituibles sin los cuales no se hubiera podido ganar la guerra. EE UU estaba lejos aún muy lejos de poner un precio millonario por sus cabezas; no necesitaban esconderse en cuevas y grutas de las montañas de Tora Bora o entre las tribus pastunes paquistaníes.
Así recordaba el escritor uruguayo Eduardo Galeano la actitud de EE UU ante Bin Laden aquellos años: » La CIA le había enseñado todo lo que sabe en materia de terrorismo; Bin Laden, amado y armado por el Gobierno de Estados Unidos, era uno de los principales ‘guerreros de la libertad’ contra el comunismo en Afganistán. Bush Padre ocupaba la vicepresidencia cuando el presidente Reagan dijo que éstos héroes eran ‘el equivalente moral de los Padres Fundadores de América». «Hollywood estaba de acuerdo con la Casa Blanca» , añade Galeano. «En esos tiempos se filmó ‘Rambo III’ los afganos musulmanes eran los buenos. Ahora son malos malísimos, en tiempos de Bush hijo, trece años después».
Pero tanto la Administración Carter primero (1977-81) como la de su sucesor, Ronald Reagan, fueron sin duda los principales promotores de la «yihad» contra los soviéticos. Los casetes con mensajes grabados de Bin Laden circulaban entre los más recónditos reductos de los radicales islámicos; unos pocos periodistas europeos y estadounidenses consiguieron entrevistas cara a cara con Bin Laden, el hombre que sólo unos años más tarde, aún sin haber cambiado sus ideas, su discurso, se convertiría en el «enemigo público público número uno».
Sadat, decidido a contribuir a la lucha contra el comunismo, aceptó montar en Egipto, en la zona de Helwan, una fábrica de armamentos secreta que copiaba modelos de fusiles ametralladoras rusos para armar a los «mujaidines» que inicialmente utilizaban como santuario el territorio paquistaní. De esta forma se imposibilitaba que los mandos rusos en Afganistán pudieran mostrar a la prensa armamento capturado a los rebeldes que fuera de origen extranjero. Israel contribuyó también a esa misma táctica, aportando miles de armas rusas capturadas a Egipto, Siria y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) durante las guerras de 1945, 1967 y 1973.
El veterano periodista norteamericano John K.Cooley explicaba cómo Israel pagó un alto precio por esa ayuda a la formación de un ejército islámico que enfrentara a las tropas rusas en Afganistán.
«Los guerreros santos incluían a palestinos, que se convirtieron en fundadores y motores del movimiento de resistencia Hamas en Gaza y la Franja Oeste y que se abrió camino a tiros y bombazos hasta el escenario público mundial en la década de 1990», escribía Cooley.
Tras el encuentro entre Brzezinski y Sadat en El Cairo, en 1980, los AWACS, F-4 Phantom y otros aviones de las Fuerzas Armadas estadounidenses, pudieron utilizar por primera vez las bases aéreas e instalaciones militares egipcias, fundamentales para las operaciones de abastecimiento de la guerrilla en Afganistán. Las armas «rusas» fabricadas masivamente en Egipto eran trasladadas a las bases de los rebeldes en su retaguardia de Pakistán a través de aviones norteamericanos C-5 Galaxy y C-130.
El jefe de la estación de la CIA en Islamabad, John J.Reagan, se quejó más de una vez ante el dictador paquistaní, Zia ul-Haq, por el alto porcentaje de armas con las que su Ejército se quedaba habitualmente para renovar su propio armamento, antes de entregarlas a los jefes de las distintas guerrillas que operaban en Afganistán.
La fiebre islámica radical desatada en numerosos países por el aliciente de la «yihad» contra las tropas rusas, comenzó a provocar cada vez más malestar especialmente en Egipto, al punto de terminar con el asesinato de Sadat en 1981, acusado de «traidor» e «infiel» por haber firmado meses ante el tratado de paz con Israel.
Ayman Al Zawahiri, el ideólogo egipcio y brazo derecho de Bin Laden desde que se conocieron en 1980 en Afganistán y del que se especula que tomará inmediatamente su relevo, permaneció detenido en su país tres años tras el asesinato de Sadat al ser considerado cómplice del magnicidio cometido por miembros de su organización, la Yihad Islámica de Egipto.
A Al Zawahiri, que firmó en 1998 junto a Osama Bin Laden aquella proclamación de «guerra santa contra judíos y cruzados», muchos le atribuyeron una mayor formación religiosa y más conocimiento militar que al propio Bin Laden.
La no tan conocida participación de China en la variopinta coalición que ayudaba a los guerrilleros en Afganistán, fue lograda por Estados Unidos después de años de contactos iniciados por aquella visita de Henry Kissinger (durante el Gobierno de Gerald Ford) a Pekín en 1971 y que a inicios de los 80 consolidaría el secretario de Defensa de Carter, Harold Brown. La ruta de la seda entre China y Pakistán pasaría a constituir otra de las vías importantes de abastecimiento de armas y pertrechos de los «mujaidines».
Cientos de oficiales del Ejército Popular de Liberación chino entrenaron en territorio paquistaní a miles de combatientes islámicos. A cambio del apoyo de Pekín, Estados Unidos autorizó la venta de aviones de transporte y helicópteros a China, así como se fortalecieron los acuerdos de cooperación militar entre ambos países.
Esa incorporación de China al frente anti ruso en Afganistán, también se le convertiría en un «boomerang» para el coloso asiático, al alimentar el sentimiento independentista de los uigures.
Cooley data en esa fecha, comienzo de los 80, la propagación de la revuelta de los uigures, esos pueblos musulmanes de la provincia de Xinjiang-Uigur, situada en el extremo occidental chino. «Muchos de los cuales anhelaban la independencia y tener su propio Estado musulmán», analiza Cooley, «como los seis estados musulmanes ex soviéticos de Asia central, que obtuvieron la independencia tras la descomposición del imperio a comienzos de la década de 1990».
Todos los países con una mayor o menor proporción de población musulmana, sintieron al final de la guerra de Afganistán 1979-1989 en sus propios territorios las consecuencias de la radicalización con que volvían del frente afgano los voluntarios que habían combatido allí.
Esa nueva y no prevista situación afectaría la vida política y religiosa de países tanto del Golfo, como del Magreb, países africanos como Somalia y Sudán, Oriente Próximo, la propia URSS, China, Filipinas, Malasia. Ya nada sería como antes.
La mayor «operación encubierta» de EE UU
Pese al pretendido carácter de «operación encubierta» que tenía originalmente la actividad de numerosos países de corte ideológico dispar en apoyo a los «mujaidin», las capturas de armamento a éstos realizadas por el Ejército ruso puso al descubierto el origen chino, británico y francés de muchas de las armas, municiones y elementos de infraestructura.
Pero la maquinaria propagandística lanzada a nivel mundial durante ese conflicto por Estados Unidos y sus peculiares aliados presentaba a los guerrilleros como unos harapientos y mal armados afganos, agrupados «espontáneamente» en guerrillas para combatir al opresor soviético.
Nada más lejos de la realidad. El armamento del ejército talibán en 2001 era tan variado como variados habían sido los países en participar en aquella guerra contra los rusos. Había armas rusas, tanto originales como de las «copiadas» en Egipto, armas chinas, británicas, francesas y norteamericanas.
Para evitar agudizar las tradicionales rivalidades entre las distintas tribus afganas, tanto las armas como la paga de los combatientes (equivalente a entre 100 y 300 dólares dependiendo su jerarquía) era entregada por los responsables paquistaníes y estadounidenses a los líderes máximos de los siete grandes grupos que componían fundamente las fuerzas guerrilleras.
Partiendo de la base generalmente aceptada por los expertos de que durante la guerra contra los soviéticos en Afganistán participaron al menos 100.000 combatientes (el ex jefe de los servicios secretos paquistaníes entre 1987 y 1989, Hamid Gul, aseguraba que fueron 150.000 y que todos ellos cobraban un sueldo, el costo del conflicto bélico, que duró diez años, ascendió a billones de dólares, si se suma a las pagas el inmenso volumen de armas transportadas y la infraestructura, logística y fuerzas de miles de hombres en la sombra que aportó EE UU y sus aliados.
Esa fue una de las razones por las que Ronald Reagan, poco después de llegar al poder en 1981, decidió multiplicar por cuatro el «dark budget», los fondos reservados asignados al Departamento de Estado para atender, entre otras cosas, «operaciones encubiertas» como la de Afganistán.
Pero Estados Unidos no fue el único que pagó ese tremendo costo económico, ni siquiera el mayor. Los petrodólares de Arabia Saudí, monarquía deseosa de que un régimen islámico enrolado en el wahabismo se instalara en Kabul, pagaron buena parte de la cuenta.
Bin Laden, el «benefactor»
A pesar de que la guerra antisoviética de Afganistán fue financiada fundamentalmente por EE UU, Arabia Saudí y complementariamente por el tráfico de drogas, éstas tampoco fueron las únicas fuentes utilizadas para cubrir la abultada factura que supuso ese conflicto bélico que duró casi diez años. Hubo también un importante «mecenas» que se sumó rápidamente a la tarea, aportando según algunas fuentes, el equivalente de unos 50 millones de euros por año. Sus hábitos austeros, su devoción por el Islam al igual que su padre, su generosa actitud ante sus trabajadores y los pobres, elevaron cada vez más el nombre y el prestigio de Osama Bin Laden y su familia. A pesar de que Osama Bin Laden nación en Arabia Saudí, en 1957, su familia procedía de Yemen. Bin Laden no solamente sería uno de los financiadores de la «yihad» en Afganistán en los 90, sino que a mediados de esa década, cuando todavía se encontraba ésta en su apogeo, ya comenzó a organizar Al Qaeda. Los lazos establecidos con los distintos líderes de grupos radicales provenientes de otros países, le sería vital para el futuro. A través de esa amplia red internacional que fue tejiendo y financiando durante años y a la que Occidente no prestó atención aún conociendo su existencia, Osama Bin Laden pudo llegar a montar una organización capaz de desestabilizar gobiernos y realizar ataques terroristas espectaculares como los que ha venido cometiendo desde al menos 1993.
Pero Estados Unidos y las principales potencias occidentales en general estaban, tras la derrota del Ejército soviético en Afganistán y dos años después, la atomización de la URSS, demasiado exultantes como para percibir lo que estaba gestando Bin Laden en sus propias narices.
El axioma «el enemigo de mi enemigo es mi amigo» parece haber seducido a EE UU y sus aliados en esa guerra. El planteamiento de Bin Laden era evidentemente distinto. «Aprovecho la rivalidad entre dos o más países infieles para hacer frente común con uno de ellos y aniquilar al otro; luego me ocuparé de mi aliado circunstancial», podría asegurarse que ha sido su razonamiento.
Poco después que los soviéticos se retiraran dejando un gobierno títere en Kabul, se desataba una cruenta guerra entre las distintas tribus y facciones rivales afganas.
Mientras los talibán se hacían cada vez más fuertes frente a las fuerzas «mujaidín» encabezabas por el carismático líder Ahmed Masud, el «león de Panshir» (asesinados dos días antes del 11-S) Al Qaeda comenzaba sus ataques contra intereses o fuerzas norteamericanas.
El primero fue en las Torres Gemelas, en 1993, con un atentado en el que murieron seis personas y cerca de 200 resultaron heridas.
En 1994 Hosni Mubarak reclamaba a Arabia Saudí que pusiera freno a las actividades de Bin Laden, quien apoyaba a los grupos más extremistas egipcios y yemeníes contra sus respectivos gobiernos. El rey Fahd le quitó a Bin Laden su ciudadanía saudí, lo que obligó a éste a trasladarse a Sudán, desde donde siguió coordinando las actividades de Al Qaeda, cada vez más extendida por distintos países.
A pesar de provenir de la misma corriente islámica suní dominante en Arabia Saudí, el wahabismo, Bin Laden criticó duramente a esa monarquía por permitir la instalación de tropas «infieles» norteamericanas en su territorio´, a las que atacó con atentados terroristas en varias ocasiones.
El brusco cambio en las relaciones entre Bin Laden y el reino saudí se produjo a causa de la guerra que libró la coalición multinacional liderada por EE UU contra Irak en 1991. «Cuando el presidente iraquí, Sadam Husein, invadió Kuwait en agosto de 1990 , recordaba Dilip Hiro en un artículo publicado en The Nation , Bin Laden propuso al rey Fahd, de Arabia Saudí, un plan de defensa frente a Sadam Husein, basado en la movilización popular.
El monarca lo descartó totalmente. En cambio, decidió invitar a su país a las tropas de EE UU, desoyendo el argumento de Bin Laden y otros de que bajo la ley islámica estaba prohibido que fuerzas extranjeras, infieles, se instalasen en Arabia Saudí bajo su propia bandera. Ellos tomaban como referencia las palabras del profeta Mahoma dichas en su lecho de muerte: ‘No debe haber dos religiones en Arabia'».
Coincidiendo con un atentado cometido por sus hombres en junio de 1996 cerca de la base militar norteamericana de Dharan, en Arabia Saudí, en la que murieron 19 soldados estadounidenses, Bin Laden advirtió: «La presencia de los cruzados americanos en estados islámicos del Golfo es un gran peligro y amenaza las mayores reservas petroleras del mundo».
El líder de Al Qaeda comenzó a criticar también cada vez con mayor dureza la corrupción y los privilegios de la casa real saudí y de otros monarcas del Golfo. En aquel mensaje dijo que «El ciudadano saudí de a pie sabe que su país es el mayor productor de petróleo del mundo, pero, a pesar de ello, debe soportar fuertes impuestos y malos servicios».
«Nuestro país se ha convertido en una colonia de América y los saudíes saben ahora que su real enemigo es América», añadió el líder de Al Qaeda. El hecho de ser un multimillonario austero en su vida personal y que kalashnikov en mano combatía al igual que cualquiera de sus hombres hicieron que el incendiario discurso de Bin Laden ganara cada vez más adeptos en el mundo musulmán.
Cuando finalmente los talibán conquistaron el poder en Kabul, controlando el 90% del territorio afgano, se produjo un intercambio con Bin Laden beneficio para ambos. Por un lado, Bin Laden fue acogido por los talibán cálidamente, permitiéndole que se instalase junto a cientos de sus hombres, estableciendo campos de entrenamiento para militantes radicales llegados de todo el mundo. Bin Laden era ya para ellos un veterano y venerado combatiente de la «yihad» contra los soviéticos y un aliado vital en la lucha contra sus adversarios, al que seguían miles y miles de hombres provenientes de distintos países. Por el otro lado, aportaba ingentes sumas de dinero a las exiguas arcas de los talibán -quienes habían surgido después del nacimiento de Al Qaeda- y se hacía cargo de importantes obras de infraestructura.
Asimismo, Arabia Saudí, uno de los tres países -junto a los Emiratos Árabes Unidos y Pakistán- que mantuvo hasta último momento relaciones diplomáticas con los talibán, sabía al mismo tiempo que tenía en Bin Laden, inquilino de éstos, a un adversario interno peligroso, capaz de desestabilizar su régimen.
Según informaciones de prensa aparecidas a fines de agosto de 2002, la monarquía saudí llegó a pagar.el equivalente a 312 millones de dólares a Al Qaeda y a los talibán para que no cometiera atentados en su territorio. Según esa versión, la primera reunión tuvo lugar en 1996 y en ésta como en las anteriores, representó a la familia real el príncipe Turki al-Faisal al-Saud, jefe del Istakhbarat (servicios de Inteligencia saudíes) en ese momento. Al parecer Turki conocía bien a Bin Laden, porque había sido precisamente quien le encargó la tarea de reclutar a miles de «mujaidin» de distintos países para combatir en Afganistán en los 80 contra las tropas rusas.
Al mismo tiempo, uno de los ahora enemigos declarados principales de Al Qaeda, Estados Unidos, hacía como que no veía lo que Bin Laden estaba haciendo en Afganistán, mientras intentaba hacer negocios con su protector, el régimen integrista de Kabul.
EE UU necesitaba también un gobierno aliado en Kabul para poder controlar un gasoducto y un oleoducto que uniera Asia Central con el Océano Indico, pasando por territorio afgano.
La terrible guerra entre tribus y facciones rivales que se desató en Afganistán poco después de la derrota de.los soviéticos retrasaban año tras año el proyecto. Cuando finalmente los talibán lograron imponerse sobre sus enemigos en 1996 y tras ahorcar a Najibulá declararon creado el «Estado islámico de Afganistán», Estados Unidos no encontró precisamente a un Gobierno dócil.
A Washington no le importaba especialmente que los nuevos gobernantes hubieran implantado la ley del terror sobre la población, que hicieran retroceder en poco tiempo décadas al país, que cercenaran inmediatamente los derechos más elementales de las personas, empezando sobre todo por los de la mujer, que prohibieran los juegos, el deporte, la televisión, todo.
En definitiva, Arabia Saudí era, es, la cuna y el difusor por excelencia del integrismo musulmán en el mundo entero y, sin embargo, ha sido un fiel aliado de Washington durante décadas.
Ya en 1996 medios de prensa norteamericanos criticaban la opción que había elegido el gobierno de Estados Unidos, apoyando al régimen de Kabul. Anthony Lewis, del International Herald Tribune , sostenía que si bien el gobierno satélite impuesto por los soviéticos tras su retirada de Afganistán era un régimen burocrático y autoritario, al menos tenía unas instituciones, unas escuelas, universidad, estructuras sociales, se respetaba el derecho de la propiedad, pero que armando a grupos marginales e incontrolados EE UU contribuyó a minar definitivamente ese Estado.
Irán apoyaba en esa época (1996) a otros grupos en Afganistán pero no a los talibán, y esa fue la postura que siguió teniendo tiempo después. De hecho Al Zawahiri, lugarteniente de Bin Laden, atacaba frontalmente al régimen iraní por su supuesta «complicidad» con EE UU en Irak y Afganistán, en el vídeo con el que reivindicó los siete años de lucha contra los cruzados, en 2008, en vísperas del 11-S. Para los chiíes en el poder en Irán, el wahabbismo talibán era un gran adversario. Los iraníes sí apoyaron a un suní afgano, al ex capitán del Ejército Ismail Khan, quien, inspirándose precisamente en la Revolución Islámica del ayatola Jomeini, controló férreamente la región de Herat entre 1992 y 1995, pero con la llegada de los talibán al poder en 1996, fue hecho prisionero. Pudo escaparse en marzo de 2000, mientras que buena parte de sus seguidores cruzó la frontera con Irán en busca de refugio. .
Una relación esquizofrénica
La postura que mantenía Estados Unidos con relación a los talibán y sobre todo, con respecto a Bin Laden y Al Qaeda, era verdaderamente esquizofrénica. A pesar de que el líder integrista nunca había ocultado su odio contra Occidente y en particular contra EE UU y que su organización ya había comenzado a atentar contra ese país, Washington seguía haciendo frente común con él ante los nuevos enemigos comunes.
En 1997, un comité del Partido Republicano norteamericano publicó un documentado informe sobre la errática postura del entonces presidente Clinton en Bosnia y los curiosos aliados que tenía, acusándole de haber ayudado a que esa ex república yugoslava de convirtiera en un estado islámico y que se fortaleciera la influencia iraní y también la de Osama Bin Laden.
El documento muestra cómo la política sobre Bosnia aprobada por Bill Clinton en 1994, fue cómplice de la violación del embargo de armas que había impuesto la ONU, al no sólo permitir sino incluso alentar la entrada masiva de armamento y de combatientes provenientes de Irán, país considerado uno de los mayores enemigos de EE UU desde la Revolución islámica del ayatolá Jomeini de 1979.
Los Guardias Revolucionarios iraníes y los servicios de inteligencia del régimen de Teherán, el Vevak, fueron uno de los canales vitales para la llegada al frente bosnio musulmán de miles de combatientes islámicos provenientes de Arabia Saudí, Brunei, Sudán, Turquía, Malasia y de otros países, muchos de los cuales habían participado ya antes en la «yihad» en Afganistán. Ese periodo fue la etapa más dura para Clinton desde que había llegado a la Casa Blanca en 1992. Clinton tuvo su propio «Irangate» con esa permisividad para que llegaran armas iraníes -y con ellas muchos combatientes- , siendo atacado duramente por ello por la oposición republicana.
En aquella época la prensa revelaba también extraños vínculos de la CIA con radicales islámicos. La CIA mantenía relaciones también con la organización «humanitaria» con base en Sudán llamada Third World Relief Agency (TWRA), que jugó un papel también clave en el abastecimiento de armas y pertrechos para los «mujaidines» de Bosnia. Según publicaron en 1996 algunos medios de prensa norteamericanos, la TWRA estaba directamente ligada al jeque Omar Abdel Rahman, el hombre al que se acusó más tarde de ser el cerebro de la primera acción terrorista que se conoce de Al Qaeda en suelo norteamericano, el atentado contra las Torres Gemelas de 1993.
El profesor Michel Chossudovsky, de la Universidad de Otawa, que publicó semanas después del 11-S un análisis retrospectivo de la política de Clinton sobre el tema , corroboraba que durante los 90 EE UU también colaboró en el reclutamiento de mercenarios «mujaidin» de Oriente Próximo y Asia Central para combatir en las filas del ELK (Ejército de Liberación de Kosovo) contra las tropas serbias.
Según Chossudovsky, «la tarea de armar y entrenar al ELK fue llevada a cabo en 1998 por la Agencia de Inteligencia de Defensa (DIA) de EE UU y el MI6, servicio interior de inteligencia británico, conjuntamente con miembros en activo y retirados del Britain’s 22nd Special Air Services Regiment (SAS), fuerzas especiales del Reino Unido, además de compañías privadas de seguridad británicas y americanas».
En los entrenamientos a los nuevos miembros del ELK que se llevaban a cabo en la vecina Albania, participaban también instructores militares de Turquía y Afganistán.
«Bin Laden en persona visitó Albania. El suyo era uno de los muchos grupos fundamentalistas que enviaron unidades a combatir en Kosovo» , según una información publicada por The Sunday Times el 29 de noviembre de 1998.
La red de Bin Laden no sólo confluyó nuevamente en el mismo bando que EE UU y otros países occidentales al operar en Kosovo. La misma situación se plantearía luego en Macedonia, a donde extendió sus actividades militares el ELK bajo la sigla de ELN, Ejército de Liberación Nacional. Tanto en el caso del ELK como del ELN, EE UU volvió a mirar hacia otro lado como en Afganistán, cuando esos grupos comenzaron a financiar parte de sus actividades con el tráfico de drogas.
Pero Washington, aún en los 90 no parecía haber tomado conciencia del tipo de enemigos que estaba ayudando a crecer desde que auspiciara la «yihad» en Afganistán. Actuaba a piñón fijo, sin prever a mediano y largo plazo la consecuencia que podrían tener sus pecualiares alianzas.
Negocios por encima de todo
Estados Unidos quería sacar partido del régimen de los talibán a los que había ayudado con tanto esfuerzo a llegar al poder. La siguiente parte de su plan consistía en conseguir el visto bueno de los difícilmente tratables líderes talibán para comenzar a diseñar un gigantesco oleoducto y un gasoducto que pasaran por su territorio.
En 1997 acudían a Houston varios mulás talibán para reunirse con ejecutivos del gigante energético Unocal (empresa de la que era ejecutivo el actual presidente afgano, Hamid Karzai) y mantener también contactos con el Departamento de Estado.
Pero la situación cada vez se tornó más embarazosa para Estados Unidos. La expulsión de las ONG de Afganistán por parte de los talibán, más las visitas a ese país de comisarios de la Unión Europea que volvían alarmados por las violaciones de los derechos humanos, no permitían seguir encubriendo lo que sucedía con el Gobierno de Kabul.
Organizaciones feministas denunciaron en EE UU la complicidad de una compañía norteamericana como Unocal con el retrógrado y dictatorial régimen integrista.
Las protestas arreciaron cuando se supo que Unocal había firmado un contrato de un millón de dólares con la Universidad de Omaha, en Nebraska, para formar a 137 trabajadores afganos en las técnicas de construcción de gasoductos y oleoductos.
El gobierno Clinton decidió actuar. Madeleine Albright denunció públicamente a los talibán por sus violaciones de los derechos humanos y en particular por la vejación de sufrían sus mujeres y reclamó a su régimen la extradición de Osama Bin Laden. Paradójicamente, en 1995, el Consejo de Seguridad de la ONU no había podido aprobar una resolución de condena del régimen talibán, a causa de la oposición de China e Indonesia…y la abstención de EE UU.
Karzai y Khalilzad, consultores de Unocal
Miembros de la CIA y diplomáticos estadounidenses como el entonces embajador ante la ONU, Bill Richardson, que viajó en abril de 1998 a Kabul, intentaron convencer a los talibán de que si entregaban a Bin Laden EE UU les ayudaría a conseguir que su Gobierno fuera reconocido por la ONU y que Unocal siguiera con sus proyectos, que tantos beneficios podrían reportar a su régimen.
Pero los talibán siguieron dando largas al tema Bin Laden, un hombre con el que compartían una misma visión del Islam y que al mismo tiempo les aportaba fuertes sumas de dinero y financiaba costosas obras de infraestructura en Afganistán.
Por otro lado, la creación formal por parte de Bin Laden en febrero de 1998 del Frente Internacional Islámico (con apoyo talibán), su «fatwa» llamando a realizar atentados contra intereses norteamericanos y los nuevos atentados de Al Qaeda contra las embajadas de EE UU en Nairobi (Kenya) y Dar es Saalam (Tanzania) del 7 de agosto de 1998 -con un saldo de 229 muertos-, comenzó a provocar polémicas y contradicciones en el seno del Pentágono y la Casa Blanca.
Los pedidos de explicación al Gobierno de parte de los medios de comunicación fue cada vez más fuerte. Estados Unidos ofreció cinco millones de dólares por la cabeza de Bin Laden y los talibán se ofrecieron a juzgarlo en Afganistán. Poco tiempo después el régimen de Kabul lo declararía «inocente».
Tuvo que pasar todavía un año más, en 1999, ya en las postrimerías de la Administración Clinton, después de que los talibán anunciaran que Bin Laden había «desaparecido», para que Washington decidiera congelar todo tipo de relación diplomática y comercial con el régimen de Kabul.
Junto a Rusia promovió por primera vez en el Consejo de Seguridad de la ONU el embargo a la venta de armas a los talibán y el congelamiento de sus fondos en el exterior. Como se comprobaría más tarde, esa última medida no se llegó a concretar hasta después de los atentados del 11-S.
A pesar de la actitud con la que el régimen talibán reaccionó ante el cambio de postura de EE UU y de la ONU, los contactos tanto del Gobierno norteamericano como de Unocal con Kabul no se rompieron en realidad nunca, aunque cada vez fueron más secretos, especialmente con la llegada de George W.Bush a la Casa Blanca. Es más, el 27 de septiembre de 2000 todavía pronunciaba una conferencia en los locales del Middle East Institute de Washington nada menos que el adjunto del ministro talibán de Asuntos Exteriores, Abdur Rahmin Zahid.
Hasta último momento EE UU intentó deshacerse de Bin Laden y sus hombres sin tener que derrocar al régimen talibán. Según revelaba a inicios de agosto de 2002 la revista «Time», la Administración Clinton traspasó a la de Bush un plan diseñado por uno de los principales expertos en terrorismo de los demócratas, Richard Clarke, para atacar y destruir Al Qaeda.
Ese plan habría consistido en operaciones encubiertas de las fuerzas especiales norteamericanas para atacar los santuarios de Al Qaeda en Afganistán, con el objetivo de eliminar sus células y campos de entrenamiento y detener o matar a sus principales cabecillas, entre ellos a Osama Bin Laden. De acuerdo a esa versión, desmentida sin demasiada convicción por la Administración Bush, el plan proponía también atacar las fuentes de financiación de Al Qaeda en el extranjero y ofrecer ayuda económica a otros países donde actuara y cuyos gobiernos colaboraran en su eliminación. El proyecto de Richard Clarke, que en definitiva proponía entonces que EE UU hiciera lo que hizo tras el 11-S, habría estado meses en cajones de distintos funcionarios de la Administración Bush, sin que la Casa Blanca le diera luz verde hasta el 4 de septiembre de 2001, exactamente una semana antes del trágico martes.
Aún existiendo todos estos antecedentes, los negocios con los talibán de la época Clinton habrían de continuarse con la llegada de su sucesor a la Casa Blanca, George W.Bush. A pesar del talante agresivo de la nueva Administración republicana, de su marcado unilateralismo y la poca propensión al diálogo con sus adversarios, el olor a petróleo y gas que le llegaba de Afganistán era demasiado fuerte como para no tener flexibilidad.
Los últimos meses de vida del régimen de Kabul habían estado marcados por la destrucción de los gigantescos Budas de Bamiyán, catalogados como patrimonio histórico y artístico de la humanidad; por la expulsión de las ONG de Afganistán y la detención de cooperantes extranjeros acusados de «difundir el cristianismo» y una creciente tensión con Washington y la ONU. Por ello, las conversaciones tuvieron que desarrollarse con más secretismo que nunca.
Aunque no se había producido aún el traumático 11-S, Al Qaeda había cometido ya numerosos atentados contra intereses de EE UU en el exterior, e incluso, uno de ellos, en pleno suelo norteamericano, el de las Torres Gemelas de 1993 y la opinión pública, empezando por la estadounidense, no hubiera comprendido ni aceptado esas negociaciones sin se hubieran hecho a plena luz y con taquígrafos.
Los contactos entre EE UU y los talibán continuaron hasta mediados de 2001 tanto en Islamabad como en Nueva York, donde los talibán mantenían una ‘oficina diplomática’ encabezada por Abdul Hakim Mojahed.
Los talibán siguieron alargando su respuesta a la propuesta hecha por el gobierno de EE UU, que a su vez cada vez tenía menos margen de maniobra ante la comunidad internacional. En realidad, los talibán ni estaban dispuestos a formar un gobierno de unidad nacional ni a detener y extraditar a Bin Laden. Washington comenzó a advertirles a través de intermediarios que la paciencia se acababa. George W. empezó a mover rápido sus piezas. Con los talibán no se avanzaba y al mismo tiempo la credibilidad del gobierno se ponía en discusión. Después de años de denuncias y advertencias, EE UU comenzó a preparar por primera vez el cambio de los talibán; ya no podían ser más útiles, era hora de acabar con ellos. En una carrera contrarreloj se empezó a discutir con líderes de la Alianza del Norte la posible fórmula alternativa de poder. Se logró forzar un consenso entre los distintos «señores de la guerra» para proponer la vuelta a Afganistán del ex rey Zahir Shaa, para quien, por cierto, trabajó el padre de Hamid Karzai.
El Pentágono inició el despliegue de buques de guerra en la zona; en Pakistán y Afganistán se empezó a hablar de guerra. Las armas y pertrechos occidentales comenzaron a llegar fluidamente a los distintos «señores de la guerra» de la Alianza del Norte, varios de los cuales habían cometido graves violaciones de los derechos humanos durante el corto periodo de los 90 en el que las guerrillas afganas lograron poner en pie un gobierno de coalición. Los talibán y Osama Bin Laden con sus huestes cerraron filas y se prepararon por un lado para resistir a un ataque americano, mientras que por otro el líder de Al Qaeda ordenó «despertar» a sus «células durmientes» en Estados Unidos para adelantar unos atentados planificados desde años antes. Se trataba de golpear antes. Y Al Qaeda golpeó antes, el 11-S, sólo semanas después de las últimas negociaciones y cuando el ataque de Estados Unidos ya parecía inevitable.
Nuevamente en esa ocasión se vio la diferencia existente entre los dos contendientes, EE UU y Al Qaeda. Mientras la Guerra Fría había hecho a EE UU auspiciar una «yihad» de consecuencias incontrolables en el tiempo, y la avidez por controlar importantes recursos energéticos mundiales le había llevado luego a tener una postura constantemente contradictoria frente a los talibán, tanto éstos como Al Qaeda y su principal cabeza visible, Osama Bin Laden, tuvieron a lo largo de los años objetivos inalterables.
Se trataba de construir un estado islámico «puro» en Afganistán, y luego en otros países, y para ello estuvieron dispuestos a librar una «guerra santa» tanto contra los «infieles» soviéticos, como contra los «desviados» musulmanes de otras tribus afganas, y contra su «Satán» por excelencia, Estados Unidos. Bush hijo fue en definitiva el que recibió en plena cara, en dos de los símbolos del poder de EE UU, el World Trade Center y el Pentágono, ese bumerán que lanzaron muchos años antes sus predecesores en la Casa Blanca y con el que él también quiso jugar desde el mismo momento en que llegó a sentarse en el sillón presidencial.
Tendría que pasar la trágica jornada de aquel Martes-11, para que EE UU se terminara decidiendo a perder a sus peculiares aliados. Diez años y cientos de miles de muertos después, Afganistán sigue deshecho, reina la corrupción gubernamental, las multinacionales hacen pingües negocios y los talibán recuperan cada vez más cuotas de su poder perdido. A pesar de esos datos irrefutables, un diario como El País se apresuraba a titular eufórico una de sus notas posteriores a la muerte de Bin Laden:
«La muerte de Bin Laden refuerza la estrategia de salida de Afganistán». Vamos, que sólo le faltaba decir que esta operación terminaría también con la guerra de Irak y todos los frentes bélicos abiertos donde hay guerrillas de la órbita de Al Qaeda de por medio. ¿Por qué no? Cuando se cayó el Muro de Berlín se dijo que se iniciaba un «nuevo orden mundial», lema que se volvió a repetir cuando se terminó la primera Guerra del Golfo, de 1991. Tras la muerte de Osama Bin Laden ¿también anunciarán a bombo y platillo que nacerá un «nuevo orden mundial»?
Roberto Montoya , periodista especializado en política internacional, autor de libros como «El imperio global» y «La impunidad imperial», es miembro de la Redacción de VIENTO SUR.