En América Latina, las reacciones sociales que se han manifestado en países como Ecuador, Chile o Haití, han enfilado directamente contra el modelo empresarial-neoliberal. El triunfo de Alberto Fernández en Argentina también expresa esa orientación, tras el desastre social ocasionado por el gobierno de Mauricio Macri. En México, el posicionamiento contra el neoliberalismo se afirma […]
En América Latina, las reacciones sociales que se han manifestado en países como Ecuador, Chile o Haití, han enfilado directamente contra el modelo empresarial-neoliberal. El triunfo de Alberto Fernández en Argentina también expresa esa orientación, tras el desastre social ocasionado por el gobierno de Mauricio Macri. En México, el posicionamiento contra el neoliberalismo se afirma con Manuel López Obrador. En Uruguay el neoliberalismo fue apartado hace tres lustros. Y en otros países de la región las manifestaciones igualmente empiezan a delinear el hastío social contra ese mismo modelo, aunque todavía sus líneas se siguen en Brasil, Colombia o Perú. Desde luego, Cuba, Venezuela o Nicaragua deben ser observados desde otras perspectivas y, sin duda, sus respectivos caminos históricos en la realidad contemporánea, generan todo tipo de polémicas.
La implantación de los modelos empresariales-neoliberales no es muy antigua. Se inició en la época de las dictaduras terroristas del Cono Sur y específicamente con Augusto Pinochet en Chile, en 1973. Durante las dos décadas finales del siglo XX, ese modelo fue impuesto a causa de una serie de factores: la crisis de la deuda externa, las cartas de intención con el FMI, el derrumbe del socialismo mundial, la globalización transnacional, el auge de los poderes empresariales privados, la nueva expansión imperialista, los gobiernos identificados con las derechas políticas y sociales.
Sin duda, el ciclo de los gobiernos «progresistas» fue un freno a ese progreso neoliberal. Pero una vez que a la mayoría de esos gobernantes sucedieron gobiernos conservadores que se subordinaron a los criterios del mercado y la empresa privada, el neoliberalismo retornó en América Latina, aunque solo por poco tiempo, pues las reacciones sociales a las que he aludido anteriormente, marcan un nuevo derrumbe de ese modelo.
De repente, América Latina luce ante el mundo como una región explosiva; y, mientras desde las esferas oficiales se trata de vincular a las reacciones sociales con la violencia, la delincuencia o los saqueos, la represión desatada contra los manifestantes, como ha ocurrido en Chile o Ecuador, no ha tenido límites e incluso se justifica con la idea de liquidar movimientos encaminados a destruir la paz y acabar con regímenes «democráticos».
Tanto el auge como el derrumbe del neoliberalismo han dado paso a que la confrontación política sea desplazada por una evidente lucha de clases: las elites del poder no están dispuestas a ceder en sus intereses, en el tipo de economía que tanto les beneficia y en su hegemonía sobre la sociedad, que les ha llevado a controlar al Estado; pero, a su vez, amplios sectores de las clases medias, los trabajadores y clases populares tampoco están dispuestos a soportar un tipo de economía que margina sus condiciones de vida y de bienestar.
Como no había ocurrido antes en la historia de la región, en las relaciones de poder hay un sector dominante que comprende a los gobiernos conservadores, los altos empresarios, los medios de comunicación privados que blindan esos intereses, fuerzas armadas, el capital transnacional, el imperialismo y los organismos multilaterales de crédito (FMI, BM) o americanistas (OEA), que obran unificados para defender la economía neoliberal sobre la idea de que todos están garantizando la «democracia» que parece entrar en peligro al momento en que las «masas» irrumpen y explosionan para cuestionar su sistema.
Ese «bloque del poder» para utilizar una categoría del sociólogo greco-francés Nicos Poulantzas (1936-1979) se niega a aprender del pasado y se resiste a asimilar el presente. Y, en la actualidad, une a ese poder otro elemento: la persecución o sospecha de «insubordinación», sobre cualquier opositor; el trato como «amenaza» a quienes protestan y la marginación o «seguimiento» a quienes se manifiestan críticos por su pensamiento y su palabra, como ocurre contra quienes actúan desde la academia. De este modo, en América Latina empieza a perfilarse el fascismo como un fenómeno aliado al modelo empresarial-neoliberal que, de otro modo, no podría mantenerse.
La polarización resulta «mala consejera», porque no es posible advertir hacia dónde puede tener sus salidas la abierta lucha de clases que se ha venido agudizando en nuestra América Latina.
Revertir el neoliberalismo implica cambiar mentalidades, y esto es lo más difícil. Habría que «convencer» a las elites de altos empresarios y clases medias, que deberán admitir altos impuestos sobre rentas, patrimonios, ganancias y herencias, para afirmar una rápida y sólida redistribución de la riqueza. A esos sectores igualmente habrá que convencerles que los trabajadores son seres humanos que requieren no solo de salarios y puestos de trabajo, sino de condiciones favorables y con bienestar, lo que significa buenos salarios, jornadas máximas reguladas y supervisadas, amplios derechos y también indemnizaciones cuando ellos son violados. A muchos toca convencer que en las relaciones internacionales los mercados libres y absolutamente abiertos han hecho daño a la región y que merecen ser regulados para garantizar las economías de cada país.
Además, tocará convencer a la misma sociedad, que se requiere de Estados con amplias capacidades y fuertes recursos, no Estados «achicados», pues solo así puede garantizarse la educación universal, pública y gratuita; la medicina socializada e igualmente pública, universal y gratuita; lo mismo con la salud y, sobre todo, con la seguridad social (para no repetir el desastre de las administradoras de fondos privados de Chile), que bien puede adquirir los rasgos y experiencias de las economías europeas (a pesar del «neoliberalismo» que también ha avanzado en ese continente), particularmente de los países nórdicos o la que tiene Canadá.
Por cierto, muchos de esos rasgos de economía social, son los que los propios Estados Unidos de Norteamérica empezaron a construir a partir del New Deal de Franklin D, Roosevelt (1933-1945), que continuó a medias en años posteriores, y que liquidó definitivamente el presidente Ronald Reagan (1981-1989), padre del neoliberalismo contemporáneo.
En plena crisis económica, Roosevelt impuso códigos de competencia, precios, horas de negocio a las empresas; persiguió a comerciantes inescrupulosos; inició un vasto plan de inversiones estatales, trabajo en obras públicas, fomento del empleo; sancionó despidos de trabajadores, introdujo la seguridad social, pensiones por desempleo, salud y jubilación; creó o aumentó impuestos (taxes) como el de la renta y las herencias, persiguiendo la evasión; dictó leyes para garantizar salarios mínimos, elevarlos, proteger sindicatos, contratos colectivos y otros derechos laborales.
En los EEUU, el candidato Bernie Sanders, así como Alexandria Ocasio-Cortez, han logrado «despertar» a la sociedad norteamericana contra el neoliberalismo, con propuestas que reviven las políticas de Roosevelt. También han provocado las reacciones de los poderosos.