Existe la creencia inveterada y de general aceptación popular que el egoísmo y la propiedad privada son instituciones naturales que explican la conducta del ser humano desde los albores del tiempo evolutivo. No obstante, cuesta creer que millones de años atrás, nuestro homínido antecesor anónimo tuviera una conciencia mínima de las lindes territoriales y materiales […]
Existe la creencia inveterada y de general aceptación popular que el egoísmo y la propiedad privada son instituciones naturales que explican la conducta del ser humano desde los albores del tiempo evolutivo.
No obstante, cuesta creer que millones de años atrás, nuestro homínido antecesor anónimo tuviera una conciencia mínima de las lindes territoriales y materiales de las que era dueño en exclusiva y que el motor filosófico, por llamarlo de algún modo, de su vida fuera el hacer acopio de más y más objetos o de mayor estatus que el resto de sus congéneres.
Pocas cosas hay en el ser humano innatas o naturales. Así lo viene demostrando el método científico desde hace siglos. Sin embargo, convertir en axioma los prejuicios de la gran masa es un producto ideológico de primera necesidad para mantener un orden establecido ideal donde una casta, el poder, se aprovecha del trabajo productivo de la inmensa mayoría. La falacia natural transformada en tradición cuenta con una fuerza arrolladora y extraordinaria para ahormar la mente colectiva y alienarla con los intereses propios de las elites dominantes.
Volviendo al mítico ser de las cavernas, al que la imaginería más extendida lo ve como aislado en su hogar de roca, junto a una mujer decorativa y un tosco artilugio de defensa-agresión, cabría señalar que esa imagen no tiene nada que ver con la realidad descubierta por la paleontología y los análisis antropológicos.
Ese humano antropoide sobrevivía en comunidad, ya sean hordas, tribus o clanes, donde lo más probable es que todo fuera de todos, y las empresas de caza o cooperación fueran acometidas en común. La lógica de este aserto salta a la vista: cuesta menos energía cazar una pieza escurridiza aunando aportaciones mancomunadas al acervo colectivo que emprender el abatimiento de un animal un solo individuo. ¿Para qué competir gratuitamente con los de tu misma especie cuando es el entorno medioambiental el que obliga a luchar para sobrevivir? Convertir en adversario o enemigo acérrimo al de al lado es una treta ideológica de la sociedad jerarquizada en estamentos incomunicados o clases sociales.
En los animales en general (bancos de peces, bandadas de aves, manadas de mamíferos…) también se atisba esta idéntica forma, la más útil por su gasto de energía menor, de proceder en aras de su supervivencia colectiva. Las guerras de guerrillas entre especies en competición salvaje y desaforada es una metáfora ideologizada para intentar quitar valor al proceso evolutivo e histórico de ser humano desde sus albores en la Tierra.
Curioso es también que el egoísmo y la propiedad privada sean atributos de la libertad, esa idea tan manoseada que parece ser el culmen de la cultura humana. En realidad, da la sensación que tal libertad vinculada al egoísmo y la propiedad material sea más un pesado fardo que demarca una libertad acosada por miedos ancestrales a perderla en cualquier momento. Terrible paradoja: una libertad plagada de títulos y estatus que permanentemente hay que defender de sí misma ante el egoísmo de los otros, el resto de aspirantes a una libertad similar que la disfrutada por mí mismo. Y en verdad os digo, usando del estilo bíblico, que la propiedad privada nace de la desposesión legitimada por la fuerza de los bienes, ideas, historia y logros comunales.
Y es que el egoísmo no es natural en el ser humano como bien demuestra la ciencia contemporánea. Según recopila Richard D. Precht en su libro El arte de no ser egoísta, «(…/…) las recompensas materiales vician el carácter. Quien es condicionado a hacer cosas con contraprestación material lo tiene muy difícil después para arreglárselas sin ella. Es evidente que la conexión entre disposición a ayudar y recompensa material no está por naturaleza asentada en nuestro cerebro. Lo que sucede es que en nuestra niñez somos condicionados a ello y nuestro cerebro crea esa nueva conexión. Y una vez que está ahí constituye ya un reflejo casi automático. En otras palabras: no nacemos egoístas, nos hacen egoístas.»
Esclarecedor: nos hacen egoístas, en la familia, en la escuela, en el medio social. Nos programan para recibir recompensas por nuestro quehacer: premio para el infante bueno que va asumiendo los roles e interioriza adecuadamente las reglas legales y consuetudinarias para su conducta moral; alabanzas éticas para el adolescente modelo que saca notas excelentes; promoción laboral para la persona trabajadora que calla y otorga ante la orden ejecutiva del empresario; la promesa del cielo para el creyente resignado a su suerte que se deja sublimar por su hondo sentimiento de culpa y dolor; aplausos histriónicos para el ciudadano entregado al consumo de bagatelas y eventos vacíos de contenido.
Otro hecho incontrovertible contra la naturalización interesada y doctrinal de la propiedad privada y el egoísmo humano reside en que trabajar por propósitos y objetivos comunes libera tiempo para otros menesteres, pensar y reflexionar por ejemplo. ¿Cómo hubiera sido posible la evolución en sofisticada complejidad de nuestro cerebro sin momentos de paz, seguridad, cooperación, intercambio de experiencias y fantasías y sosiego vital alrededor del fuego comunitario? En la guerra permanente de todos contra todos y de la amenaza constante de ser asesinado y comido por el prójimo hubiera sido categóricamente imposible haber desarrollado la cultura humana hasta nuestra época.
Lo urgente, en esa presunta conflagración bélica originaria, y la necesidad absoluta no habría dejado resquicio a la socialización del conocimiento. Ese darwinismo social alentado por las ideologías capitalistas de la competencia feroz por riquezas materiales y estatus simbólico no viene de serie ni en nuestros genes ni en nuestra historia. Pero de tales presupuestos mágicos se nutre la realidad de nuestros días.
Si no tenemos compensación material a nuestros deseos y esfuerzos, nada vale la pena. Y no nos apercibimos que esa conducta es adquirida, no natural.
Y la paradoja máxima estriba en aquellas personas que nada quieren tener, salvo su capacidad de vivir, aprender y convivir en mutua solidaridad humana. De ellas no se dice que sean libres más bien se las califica de indigentes y pobres. No tienen propiedades en exclusiva, no pueden perder nada más que su conciencia, su libertad y su erotismo por la vida. Y eso no se puede expropiar ni tiene precio tasado. De ahí que sean tachados de locos o inútiles.
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