Se acaba esa guardia generacional, no es vieja ni joven, es solo una franja de mujeres y hombres que se asomaron a la vida de las Américas desde definiciones laterales ideológicas: izquierda o derecha. Nunca mejor dicho eso de ‘eran otros tiempos’. Imposible apresarlo en un valor cualitativo, solo fueron esos tiempos que se los […]
Se acaba esa guardia generacional, no es vieja ni joven, es solo una franja de mujeres y hombres que se asomaron a la vida de las Américas desde definiciones laterales ideológicas: izquierda o derecha. Nunca mejor dicho eso de ‘eran otros tiempos’. Imposible apresarlo en un valor cualitativo, solo fueron esos tiempos que se los vivió como en una encrucijada combativa para cuestionar toda forma de gobierno político y aunque faltara una propuesta pragmática se deslizaba hacia uno de los lados. La calle se empezaba a calentar desde los sindicatos o desde las universidades, luego se amaneció más temprano con los colegiales, muchachos y muchachas, no siempre con buenos argumentos, pero donde aquellos faltaban sobraba valiente necedad.
Ocurrió ahí donde se quiso y se pudo. O se llegó hasta donde la fibra radical de la edad preuniversitaria duró. Los veteranos motivaban lecturas de libros de autores con nombres raros que después fueron populares: Lenin, Stalin y Mao-Tse-tung. La mezcla era tal que un día argumentabas desde la citas del Libro rojo, te enredabas con materialismo y empiriocriticismo, jodías con Trosky para desafiar la ortodoxia de los que iban rumbo a la militancia partidista o pasaban las horas de la madrugada, antes de pintar frases incendiarias en las paredes, escuchando a Soledad Bravo o Mercedes Sosa. No llegaba aún la Nueva Trova. O los que soñaban montañas nos molían la paciencia escuchando la lectura de la carta del Che leída, unas cien veces, por Fidel.
Un día de esos, porque alguien miró para un lado y volvió la mirada para el otro empezaron las necesarias preguntas sobre qué pasaba con la gente negra en Esmeraldas y en el Ecuador. Fue cuando ingresaron en lecturas y conversaciones Martin Luther King, Jr, Malcolm X, Angela Davis, en ese orden. Unos momentos después el Black Panther, las guerras de liberación en África. Un país: Congo. Una personalidad: Patrice Lumumba. Luego vino la liberación de Angola con la solidaridad del pueblo y Gobierno de Cuba. Con algunos amigos la repetida discusión, en la canícula del mediodía esmeraldeño, se volvió interminable, solo el llamado impaciente de «¡ven a buscar tu jartación!’ maternal o de la hermana mayor aplazaba la porfía, con riesgo de insolación, para los próximos días. Se repetían denominaciones hoy en desuso: social imperialismo, revisionistas, reaccionarios de izquierda, mercenarios castro-comunistas, internacionalismo proletario, bueno, hagan memoria.
Aunque sin vacuna, no estábamos para los dogmas, la olla de grillos que era la izquierda ecuatoriana tenía un nombre de convergencia: Cuba. Se aproximaban al tema los teologistas de la liberación, socialistas, foquistas de verba, cabezones [1] , chiriboguistas [2] y rupturista de todas las líneas. Se convocaban desde sus orillas defensores del proceso cubano, críticos, matizadores, adversarios y confusos analistas. La Babel apasionada del ‘Cuba sí, yanquis no’. Casi nunca al revés. Un libro sacudió el tribalismo izquierdista: En Cuba, de Ernesto Cardenal. Era de pasta rojiblanca y pasó de mano en mano. En esos años fue de impacto y quedó algo definido: «habrá que ir a Cuba. A como pinte la situación». El sacerdote no se guardó sus emociones y dudas, permitió las voces en desacuerdo que pudo, dijo aquello que nadie decía (episodios de represión o discordancias) y nos dio la razón a casi todos. Los cercanos a la Iglesia Católica dijimos mucho más de aquello que teníamos en la punta de la lengua. Un día las señoras de la misa de 10, en el principal templo de Esmeraldas, expresó su inconformidad con «esos negros comunistas», así lo contó divertido el padre Ángel Lafita, ayudante del obispo de Esmeraldas de esos años, Enrique Bartolucci. A En Cuba no lo he vuelto a leer.
El proceso político de Cuba fue parte de nuestras conversaciones, porque a ello incorporamos sones, guarachas, rumba y guaguancó. No renunciamos a la Sonora Matancera, disfrutamos de la voz de Celia Cruz y de cuanto músico emigró de la isla. Remilgos ideológicos de por medio no dejamos de escuchar a Arturo Sandoval o Paquito D’Rivera, menos mal, porque algunos paramos de leer a Mario Vargas Llosa hasta que nos dimos cuenta de esa bobería. Fue un tiempo espacial de jóvenes, la edad no fue marcador separatista de generaciones, porque se admitían encanecidos que formulaban la complejidad de sus anhelos políticos. Cuba y su revolución también parecían jóvenes, los discursos de Fidel era la constancia que aunque las canas asomaban en las barbas, tenía el vigor romántico de lo perpetuo en su renovación.
De este lado las prédicas religiosas y políticas alertando sobre el peligro caribeño, con regularidad se pasaban documentales televisivos de advertencias y ninguna revista sin importar seriedad o frivolidad no dejaba prevenir sobre el fantasma de tentación. ¡Cuidado otra Cuba! Sucedió el efecto contrario: hay que ver para creer. El entusiasmo era como la marea según el episodio heroico y se demostraba con las imitaciones: barbas fidelistas, camisetas con efigie del prócer argentino o apurarse a escuchar la impactante Nueva Trova cubana. La mugre capitalista invitaba a mirar para allá. La analogía de David frente a Goliat con las simpatías para justificar sus errores de cualquier tamaño. El mérito del chiquilín es tumbar al grandote con las armas del sacrificio.
Muchos años después y llegando a los 60 de la Revolución cubana, queda una fe en suspense, el romanticismo ya es pragmatismo para entender que las políticas sociales no derrotan al humano depredador. Al menos alcanza para cierta justicia comunitaria, pero no es suficiente para desarrollar el mejor contenido de la equidad diversificada. La juventud de la cual provengo prefería la definición dura e incuestionable del ‘ser revolucionario’. Se creía que era consustancial con la edad. El encanto de esas certezas hizo crisis a inicios de los años ’90, hubo renunciamientos y reencuentros. Para un sector de esos no-jovencitos ya fue tarde para renunciar a la calidez del credo, más personal que partidista, al proyecto colectivo escuchado o gritado en muchos discursos, defendido aun con las evidencia en contra o aceptado por la costumbre de saber que «tomemos en serio la revolución, pero no nos tomemos en serio a nosotros mismos». Como fue escrito hace más de 50 años, por otros jóvenes que ahora mismo ya no lo son.
Notas:
[1] Afines al Partido Comunista del Ecuador (PCE).
[2] Seguidores de Jorge Chiriboga Guerrero, político esmeraldeño de izquierda, de mucha influencia en los años ’60, ’70 y ’80 del siglo XX, en el Ecuador y en la provincia de Esmeraldas.
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