Charles Darwin dio a conocer su teoría de la evolución en 1859, en un libro que desde entonces forma parte de lo mejor de la cultura universal: On the Origin of Species. Menos de un año después, un obispo de triste recuerdo intentó menospreciar la nueva teoría con unas vergonzosas palabras: «Querría preguntar al profesor […]
Charles Darwin dio a conocer su teoría de la evolución en 1859, en un libro que desde entonces forma parte de lo mejor de la cultura universal: On the Origin of Species. Menos de un año después, un obispo de triste recuerdo intentó menospreciar la nueva teoría con unas vergonzosas palabras: «Querría preguntar al profesor Huxley… acerca de su creencia de que desciende de un mono. ¿Procede estas ascendencia del lado de su abuelo o del de su abuela?» Palabras a las que el propio Thomas Huxley, distinguido biólogo, contestó con la dignidad que él mismo, Darwin y la ciencia merecían: «No sentiría ninguna vergüenza de haber surgido de semejante origen; pero sí que me avergonzaría proceder de alguien que prostituye los dones de la cultura y la elocuencia al servicio de los prejuicios y la falsedad».
Hace, pues, casi 150 años que disponemos de uno de los instrumentos científicos que mejor, y con mayor éxito, nos han ayudado en la tarea de conocer cuáles fueron nuestros orígenes. El mismo tiempo ha pasado desde que la idea de la evolución de las especies que pueblan la Tierra (entre las que, guste o no guste, figura la especie humana) ha sido atacada por motivos en los que las creencias religiosas ocupan un lugar preferente.
Estados Unidos, la nación más poderosa del planeta, líder en el avance de la ciencia, se ha distinguido en luchar contra de la teoría de la evolución. A comienzos de la década de 1920 varios estados prohibieron la enseñanza de la evolución, decisión que fue anulada, por anticonstitucional, en 1968 por el Tribunal Supremo. Poco después, sin embargo, en la década de 1970, Arkansas y Luisiana introdujeron una norma que exigía que se debía dedicar el mismo tiempo en los colegios a enseñar una interpretación literal del Génesis, esto es, al creacionismo, que a la evolución (de nuevo, esta norma fue revocada por el Tribunal Supremo, en 1987). Pero la historia no se detuvo ahí: en 1999, el Consejo Escolar de Kansas aprobó eliminar la evolución, así como la teoría del Big Bang, de los programas científicos del Estado. No se prohibía su enseñanza, pero sí que el tema se incluyese en los exámenes que se realizaran en todo el Estado.
HACE UNOS DÍAS, a primeros de agosto, el presidente estadounidense, George Bush, ha vuelto a la carga, esta vez utilizando una vieja táctica, la de utilizar otras palabras: en lugar de creacionismo, ahora se habla de «diseño inteligente» (alguien –un Dios– debió de diseñar la vida, y en particular la humana). Concretamente, lo que ha hecho es manifestar que se debería tratar del «diseño inteligente» al mismo tiempo que de la evolución cuando se enseña a los estudiantes acerca de la creación de la vida. «Creo –dijo– que parte de la educación es exponer a la gente a diferentes escuelas de pensamiento».
«Exponer a la gente a diferentes escuelas de pensamiento». Puede sonar bonito, incluso democrático, pero oculta falacias evidentes: en aras a semejante principio pluralista, ¿debemos enseñar los principios de la democracia junto a los de la tiranía?, ¿dedicar el mismo tiempo a la alquimia que a la química, a la física de Aristóteles que a la de Einstein?, ¿introducir a los jóvenes en los principios de la magia al mismo tiempo que nos esforzamos en enseñarles los fundamentos de la ciencia? Se olvidan, por otra parte, los que argumentan como el señor Bush, de un detalle importante: hasta la fecha la enseñanza de la religión –esto es, del creacionismo o del diseño inteligente— ha ocupado mucho más espacio y tiempo en los programas de estudio que la idea o teoría de la evolución. Quien necesita más ayuda no es la enseñanza de las religiones, que cuentan con todo tipo de instrumentos de promoción, dentro y fuera de la escuela, sino el evolucionismo.
Hay otro argumento, que casi es vergonzoso recordar: el creacionismo, el diseño inteligente, puede consolar nuestras existencias (lo que es perfectamente comprensible), pero jamás ha explicado nada. Nos protege ante el desamparo de una existencia cuyo origen y sentido desconocemos, aunque en modo alguno ilumina nuestro entendimiento, esa facultad que tanto valora nuestra especie. Por el contrario, la idea de la evolución, ya sea a la manera de Darwin o en otras versiones, no explica todo, por supuesto, pero sí muchas cosas, y cada vez más.
EN REALIDAD, el señor Bush no es sino la punta más notoria de un enorme iceberg que integran instituciones como The Discovery Institute, fundado en 1991 por un alto funcionario de la Administración de Reagan. El diseño inteligente se ha convertido en una parte tan importante de las actividades de este instituto que ha creado una división, el Centro para la Renovación de la Ciencia y la Cultura, que dedica todo su tiempo a esa causa. Su táctica ha sido resumida con estas palabras: «Utilizar el diseño inteligente como un instrumento para combatir la evolución y así promover una agenda político-religiosa conservadora».
Con ocasión del fallecimiento de Kirthely Mather, que había testificado a favor de la evolución en un juicio que se celebró en 1925 en Tennessee contra un profesor de instituto, John Scopes, que fue condenado por enseñar la teoría de la evolución, el gran naturalista y divulgador científico Stephen Jay Gould escribió en 1983: «Cuando pienso que estamos de nuevo enzarzados en la misma lucha por uno de los conceptos mejor documentados, más convincentes y excitantes de toda la historia, no sé si reír o llorar». Pues eso, pero otros 20 años después.
J. M. SÁNCHEZ Ron es miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia de la Universidad Autónoma de Madrid