Hace poco, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) dio a conocer el informe sobre el estado mundial de la infancia para 2011, titulado «La adolescencia, una época de oportunidades». La primera constatación que hace el informe es que, entre la multitud de temas, objetivos, y metas presentes en el temario internacional […]
Hace poco, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) dio a conocer el informe sobre el estado mundial de la infancia para 2011, titulado «La adolescencia, una época de oportunidades». La primera constatación que hace el informe es que, entre la multitud de temas, objetivos, y metas presentes en el temario internacional del desarrollo, pocas veces se considera a los adolescentes como una prioridad. Asimismo, se reconoce que en los últimos años la inversión en la salud, nutrición, educación básica y protección de los niños más pequeños ha garantizado un comienzo mejor en la vida para muchos. Pero un cambio duradero en la vida tanto de esos niños como en la de los jóvenes solo puede lograrse si al compromiso con la primera década de la vida se le suma el reconocimiento de la importancia de la segunda, es decir, entre los 10 y 19 años. Datos de 2009 estimaban que la población mundial de adolescentes llegaba a los mil 200 millones; y la gran mayoría (el 88%) vivía en los países en desarrollo. Solo en América Latina y el Caribe se registraban 108 millones; un número suficientemente grande para romper la invisibilidad.
Según el documento, es imprescindible invertir en la adolescencia si se quiere acelerar la lucha contra la pobreza, las disparidades socioeconómicas y la discriminación por género. La razón parece obvia: los niños y niñas que son pobres o están marginados tienen menos posibilidades de hacer la transición hacia la educación secundaria y más probabilidades de sufrir abusos como el matrimonio infantil, las relaciones sexuales tempranas, la violencia doméstica y el trabajo obligado, sobre todo si son niñas. En pocas palabras, denegar a los adolescentes su derecho a una educación de calidad, a la salud, la protección y la participación, prolonga el círculo vicioso de la pobreza y la exclusión que les priva de la oportunidad de desarrollar plenamente sus capacidades.
Esto, que se afirma a nivel mundial, vale también para la realidad salvadoreña. En efecto, para Unicef, la pobreza y la exclusión en El Salvador tienen rostro infantil. Los datos son elocuentes. En el censo de 2007 se estimaba una población total de 5 millones 743 mil habitantes. De ellos, 2 millones 400 mil eran menores de 18 años; 6 de cada 10 vivían en condición de pobreza; 6 de cada 10 adolescentes no estaban en la escuela; alrededor de 1 de cada 2 niños y niñas no vivían con su madre, padre o ambos; 704 mil estaban en condición de abandono; 7 de cada 10 habían sido abusados físicamente o violentados en sus hogares; en promedio, cada hora una adolescente daba a luz (75% de ellas con edades entre los 10 y 14 años); del total de delitos registrados de agresión y violación, 66% fue contra menores de edad (el 86% eran niñas y el 32% se concentraba en menores de 12 años).
De ahí que uno de los desafíos mundiales y nacionales que se plantean en el informe es garantizar el cumplimiento de los derechos de los adolescentes. Y eso pasa por fortalecer las capacidades de los jóvenes y aprovechar su energía; por invertir en la educación, la salud, la protección y la participación durante la segunda década de la vida, sobre todo para los adolescentes más pobres y más marginados. Se asume que los jóvenes que disfrutan de estos derechos tienen más probabilidades de ser económicamente independientes, tomar decisiones con conocimiento de causa sobre las relaciones sexuales y aceptar sus responsabilidades como ciudadanos plenamente comprometidos.
Sin embargo, un obstáculo a la vigencia de esos derechos es la desigualdad en el desarrollo de los países. A modo de ejemplo, en 2010, un niño noruego que estuviese a punto de entrar en la escuela podía esperar una educación que durase un promedio de 17.3 años; para un estadounidense era de 15.7 y para un español, de 16.4. Sin embargo, para un niño o niña salvadoreños, la expectativa promedio de escolaridad apenas alcanzaba los 6 años. Esta es una de las graves desigualdades que nos indica que la universalidad de los derechos humanos es todavía solo una formalidad para millones de personas. Por tanto, no es momento de celebraciones, por muy significativos que sean algunos avances en materia social. Para el informe, es claro que no será posible alcanzar los compromisos internacionales -plasmados en los Objetivos de Desarrollo del Milenio- sin recursos, planificación estratégica y voluntad política para promover los derechos y el desarrollo de los adolescentes. Si esto no ocurre, la adolescencia no logrará constituirse en una época de oportunidades.
Fuente: http://www.adital.com.br/site/noticia.asp?boletim=1&lang=ES&cod=58493