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¿Existe un política de la singularidad cualquiera?

Fuentes: www.ignaciocastrorey.com

«Queda la inevitable inquietud que creemos apaciguar exigiéndonos unos a otros la rigurosa ausencia de sí, ignorando esa potencia común que, por ser anónima, se ha vuelto incalificable. El Bloom es el nombre de ese anonimato… No existe el problema social del desempleo, sino sólo el hecho metafísico de nuestra desocupación. No existe el problema […]

«Queda la inevitable inquietud que creemos apaciguar exigiéndonos unos a otros la rigurosa ausencia de sí, ignorando esa potencia común que, por ser anónima, se ha vuelto incalificable. El Bloom es el nombre de ese anonimato…

No existe el problema social del desempleo, sino sólo el hecho metafísico de nuestra desocupación.

No existe el problema social de la inmigración, sino sólo el hecho metafísico de nuestra extranjería.

No existe la cuestión social de la precariedad o de la marginación, sino esta realidad existencial inexorable: que estamos completamente solos, solos para diñarla ante la muerte,

que todos somos, desde la eternidad, seres finitos».

Tiqqun, Teoría del Bloom, pp. 13-15.

Hay en estos dos libros otros cien pasajes intrincados como estos, afirmaciones de una simplicidad que bordea lo intolerable. ¿No les parece suficiente motivo para perseverar en unos libros que no nos han elegido, que posiblemente no están escritos para nosotros? La religión de la democracia, la del aislamiento individual comunicado a distancia, ha muerto. Esto es lo que se anuncia en estos textos casi esotéricos. Una trascendencia negativa se ancla en el corazón mismo de una subjetividad que ahora, con el nombre de Bloom, se fuga de toda determinación externa. Tal vez dotados de la característica primordial de lo que podríamos llamar «pensamiento judío», los de Tiqqun piensan como si no fueran de aquí, como si fueran extranjeros al imperio global de la mediación y no estuvieran comprometidos con su religión técnica. Cerca de Marx o Debord, Tiqqun intenta convertir directamente en arma política el discurso filosófico. Lo hacen a veces con el espesor de Ser y tiempo, de las Tesis de filosofía de la historia, de El Único y su propiedad, aunque impregnados con un desgarro, una furia existencial que hace tiempo no encontrábamos en las librerías. Tiqqun se ocupa del Uno que gobierna Occidente, ese invisible integrismo que nos hace temibles bajo nuestra radiante multiplicidad y la no menos radiante alternancia de izquierda y derecha. Y en este camino no se facilitan las cosas, tengámoslo claro. Según ellos no estamos frente al poder, en un cara a cara que nos libraría del mal. Igual que el Bloom es una modificación del On, un posible eco del Se heideggeriano, el devenir-real del mundo que llaman Tiqqun es una modificación del Bloom. El bien que proponen, esa resurrección de la política en forma de «guerra civil», no es más que el resultado de usar de otro modo nuestra más íntima impropiedad. Reapropiándonos de la violencia nuclear a vivir, toda nuda vida ha de devenir forma de vida.

La ideología dominante, mientras tanto, hace pasar por bárbaro a todo lo que se oponga resueltamente al imperio de la comunicación, por místico a quienquiera que tome su propia presencia como materia prima de su revuelta, por fascista a cualquiera que busque una consecuencia directa del pensamiento (IGC, 80). Bajo este debilitamiento del sujeto todos los fantasmas regresan, una nueva impotencia ante el mundo como sector global del riesgo. El voluntarismo de la identidad se alía con la parálisis de la decisión. Atenuando nuestra «forma de vida» hasta hacerla íntegramente compatible con el imperio social, hemos llegado gradualmente a la anulación, a la seguridad flotante de una ausencia de lugar y compromiso con nada fijo. Nadie daría ya su vida por nada -excepto por desaparecer. Analfabetos emocionales, no hallamos en parte alguna el sostén de la duda, el miedo o la certeza. Cada vez nos parecemos más al exiliado, que nunca está seguro de entender lo que ocurre alrededor (TB, 22). Esta ruina de lo político, derivada de un ciudadano que renuncia a disputar al Estado el monopolio de la decisión, ha llevado a la hipertrofia de la ética, a la protesta sin fin de un consumidor que no se atreve a existir de otra manera (IGC, 44).

La pretendida integración social y la cobertura técnica del sujeto coinciden con su desintegración anímica. También esto es el Bloom. El sujeto de derechos universal, que pretende integrar a todos los seres antes marginales, coincide con la disolución de la subjetividad en un sinfín de datos, informaciones y normativas. Sin embargo, como no estamos tan despersonalizados como para conducir perfectamente los flujos sociales, siempre estamos en falta con respecto a la norma (IGC, 83). El antiguo complejo de culpa se ha sustituido por una inseguridad generalizada. El silencio de los fines, esta pasmosa interpasividad, se ha convertido en la otra cara del estruendo «interactivo» de los medios. A cambio de ser plenamente actuales, con el beneficio de integración social y visibilidad, hemos dilapidado la experiencia, el diálogo con nuestro fondo traumático. Como si poco a poco se desarrollase en nosotros una especie de «tolerancia cero» hacia la existencia en estado bruto, sin cobertura técnica.

Estas y otras lindezas parecidas constituyen la materia prima de estos libros raros que no entrarán en nuestra biblioteca a menos que un amigo vehemente insista. Esto se debe a que sus autores hablan como si fueran libres, pensando desde lo que se ha vivido, sin estar sujetos a ninguna norma, a ninguna escuela. Si uno supera la impresión inicial de estar ante un libro incomprensible, se encontrará con una textura endiabladamente difícil, pero casi hipnótica, que pueden conectar con la ceniza de cualquier experiencia. Despiadadamente occidentales, ambos libros poseen la virtud mística de arrojar una duda radical acerca del mundo en el que vivimos. Trastocan el «Usted está aquí» habitual en nuestros mapas. Ya el hecho de que unos libros así puedan ser escritos, aunque no pudiéramos tomar en serio ninguna de sus osadas tesis, indica que posiblemente hemos errado acerca del lugar histórico en que nos encontramos.

Lo más provocador en este mundo pactado es que alguien diga lo que piensa. Lo más subversivo, emplear el sentido común. Los de Tiqqun se declaran comunistas, así que no debe extrañarnos mucho esa táctica. Apoltronados como estamos en nuestra empresa del prestigio nominal, Tiqqun causa una embarazosa extrañeza. Defienden una especie de comunismo postnietzscheano, como el de Foucault, una política que busca su programa partiendo de la singularidad cualquiera, de la metafísica crítica de una individuación que para Marx estaba vedada como burguesa. Desde ahí se ponen en marcha, asegurando que un nuevo periodo se abre, rebasando en apariencia el horizonte microfísico, puramente resistente, de Foucault y Deleuze. Surgiendo desde la violencia de lo impolítico, aspiran a un nuevo programa que podría servir incluso para los que no son como nosotros. Y esto en una vía que por fin no tiene pelos en la lengua: hay que ver cómo tratan a Negri (IGC, 89-90), a los antiglobalización, a Castoriadis, a la deconstrucción (IGC, 79-80). Es realmente divertido asistir a esa destrucción neohegeliana de nuestras penúltimas convicciones. ¿Se trata de una nueva dialéctica negativa? Como si hubiera resucitado un Hegel apocalíptico que repiensa lo político y la historia desde algo que resiste a toda superación, una singularidad incompatible con nuestra sacralización del Estado-mercado.

Si uno los lee, enseguida es preciso reconocer que nos han puesto a la espera. Demasiado militantes, demasiado «hegelianos» para utilizar a Baudrillard, intentan pensar una política después de haber tomado en serio a Agamben y esa forma-de-vida, esa individuación por indeterminación que constituiría el punto de partida de un espinosismo actual. A años luz de lo que se puede pensar en «América», estos jóvenes parten del virus de la existencia, trenzan una dialéctica entre lo histórico y lo ahistórico. Incluso plantean lo ahistórico de la forma de vida, esa excepción de Schmitt, como motor del enfrentamiento que debe ser la historia. Se trata, en efecto, de un comunismo más cercano al «otro estado» de Musil que a Jruchov. Algunos extraños conceptos de la filosofía contemporánea no les resultan ajenos: Caducidad incorruptible, existencia cualsea, bíos que quiere ser solamente zoé. No hay resto, pues todo lo que sea «nuda vida» ha sido puesto a producir otra historia. De ahí la proximidad a Agamben y a Deleuze, una proximidad que ahorra la cita continua. No es que oculten el lugar desde el que hablan, es que lo dan por común, esto es, indecidible. El resultado es esta textura difícil, intrincada, densa, a veces en el borde nuestra inteligencia. Durante páginas y páginas no entendemos nada. Y sin embargo, los dos textos pueden tener un efecto magnético y que al final no resulte fácil cerrarlos.

La cuestión para ellos es volver a empezar, cómo empezar otra vez desde cero sin reservas ni garantías, sin esperanza teleológica alguna. ¿Qué enseñan estos dos libros? Que el pensamiento, la vida misma, es algo para siempre clandestino, pues ha de desprenderse una y otra vez de la cáscara de lo que se ha convertido en consigna visible. Igual que si dijeran, siguiendo a Heráclito: la naturaleza, en este caso la de la historia, ama ocultarse. Su verdad recorre entonces los bajos de un mundo que jamás la acogerá en su seno, que no puede aceptarla. Con la brutalidad de un pensamiento que se limita a darle forma a lo que irrumpe, esa trémula universalidad de lo intempestivo, Tiqqun tantea un rumor de fondo que restalló a comienzo del siglo XX y vuelve a recorrer el espinazo de la época. Por eso son extremadamente peligrosos, aunque rocen la incomprensión de cualquiera. No se ve fácilmente qué hacer con ellos, dónde colocarles, cómo sacarles partido. Y sin embargo, minan lentamente nuestra conciencia moderna.

Escriben con una despreocupada violencia, una distancia crítica fuera de lo normal. Y lo peor es que se expresan muy bien, con la precisión sobria de la que otros carecemos. De ahí que este pensamiento tenga tal timbre sísmico, como si estuvieran hablando sin que ninguna tradición les frenase. Siguiendo a Benjamin, su tradición es la de una hora sin padres, una temporalidad interior a la historia que les permite relaciones anómalas. Tal parece que es la existencia misma, liberada de todo lo que se ha dicho de ella, la que se expresa de nuevo desde abajo. Se trata de dos libros que desbordan el lenguaje, y los problemas de traducción, porque no están escritos exactamente en ningún idioma, sino en el bajo de fondo que da lugar a nuestra comunicación. Facilitan la traducción al instalar la traición en la versión original, forzando cualquier lengua natal. Por eso también pueden conectar con posiciones e ideologías tan distintas. Quieren herir y lo logran. El hecho de que sean anónimos, y no precisamente «un grupo de intelectuales parisinos», facilita que los libros empleen sin pudor la primera persona -¿recuerdan aquí a Stirner?- y puedan impactar en ti o en mí. Quedamos entonces sin la habitual coartada de estar ante un texto que pertenece a un autor y al movimiento cultural que ha generado.

«Todas las situaciones en las que nos encontramos comprometidos llevan por igual el sello infinitamente repetido de un irrevocable «como si». Colaboramos en el mantenimiento de una «sociedad» como si no perteneciéramos a ella, concebimos el mundo como si nosotros mismos no ocupáramos en él una posición determinada, y continuamos envejeciendo como si debiéramos seguir siendo siempre jóvenes. En pocas palabras: vivimos como si ya estuviésemos muertos» (TB, 24).

Los de Tiqqun ponen en marcha una práctica de la conspiración que se arraiga en lo que de inmaduro hay en nosotros, de infinitamente adolescente. Esa minoría de edad que hemos despreciado tantas veces ahora afirma que la autonomía jamás será compatible con la sociedad, que la vida nunca será de la historia, que el mundo jamás será de la mundialización. Tiqqun nos recuerda que nunca podremos descansar, pues no pisamos ninguna seguridad moderna, sino la áspera soledad de fuerzas anónimas. El Estado mismo es resultado de una violencia policial que es constante. En su delicioso descaro -tal vez el que tienen los tímidos-, se atreven a hablar de una ética de la guerra civil. La neutralización de esa guerra civil, libre juego de las formas-de-vida, supone el triunfo de la economía y el reino universal de la hostilidad (IGC, 47). ¿Puede una ética de la guerra civil detener la globalización de esa hostilidad? Uno mismo, que oscila entre la furia de la subversión y el taoísmo de la conservación, no deja de asombrarse de que estas preguntas puedan formularse todavía. A pesar de lo que se diga, ¡qué lejos estamos en España de este valor para el desamparo del pensamiento! Aquí todo lo minoritario que intentamos está corroído por la publicidad. Los filósofos repiten en privado los mismos clichés que funcionan ya en público, la cáscara muerta de lo que se ha oído por fuera, en ese escaparate mundial que admiramos y que ellos desprecian[2].

Entretanto vivimos la escisión radical entre la insignificancia de la vida cotidiana, un silencio privado donde no debe ocurrir nada, y el estruendo del espectáculo, al que sólo las víctimas o las estrellas tienen acceso. En suma, residimos entre la «forma sin vida» del espectáculo y la «vida sin forma» de los sujetos (TB, 48). Cada semana se representa la tragicomedia de la separación: cuanto más separados están los hombres más se parecen a un modelo normativo, cuanto más se parecen más se detestan y cuanto más se detestan más se aíslan (TB, 51). Nuestra deriva hacia la obesidad mórbida, la desaparición muda o la tragedia inesperada proviene de que hemos decidido esquivar el trauma de una violencia cuya configuración en lenguaje podría erigirnos en agentes de una guerra civil que no tiene más alternativa que la muerte a plazos.

Y no es que no quede, finalmente, algún resto de duda. Es posible que Tiqqun descarte una de las variaciones favoritas de la existencia cualsea, esa estoica indiferencia de la individuación a la historia, lo que es igual, su colaboracionismo con cualquier formación histórica. ¿Por eso no citan a Baudrillard, porque les parece demasiado «burgués»? Ya Kierkegaard había insistido en que la intensidad ontológica del «caballero de la fe», el Dasein que quebranta lo general al mantener una relación absoluta con la paradoja, puede muy bien confundirse con «un dominguero cualquiera». Si la singularidad se sostiene empuñando su desfondamiento interno, apropiándose de su desamparo, ¿por qué este encono en transformar lo histórico? Puestos a ser malos, diríamos: Hablan como si no supieran que van a morir y que la forma de vida tiene la única tarea de asumir lo irremediable, convirtiendo en tarea esa revolución violenta que es la muerte. Aunque parten de la singularidad deleuziana, pueden resultar penosamente occidentales y «hegelianos» en el sentido de que el horizonte para ellos es la Historia, no la vida. Como si la vida pudiese cambiar bajo la historia y la revolución que es la vida mortal no hiciera posibles las revoluciones políticas… y al mismo tiempo estériles, muy limitadas en su alcance.

Pero tal vez esta impresión es equivoca y ellos tiene razón en que la singularidad de lo existente necesita que la historia salte hecha pedazos. La serenidad precisa el umbral de la cólera. En todo caso, este comunismo tardío no está a favor de una Revolución clásica, deudora del modelo trágico-soviético o del modelo cómico-grupuscular, sino de la máquina de guerra que es la singularidad dedicada en cuerpo y alma a darle forma a su abandono. Tal vez ellos se conforman con que logremos reapropiarnos de la violencia y encontremos una ética de la guerra civil que nos libre de este odio que se ha hecho global. Como ven, todo esto es extremadamente problemático. Les invito a que se asomen a este arduo desfiladero para que puedan tomar partido.

1. Tiqqun, Teoría del Bloom, Ed. Melusina, Barcelona, 2005. Tiqqun, Introducción a la guerra civil, Ed. Melusina, Barcelona, 2008. (En adelante los citaremos como TB e IGC, respectivamente). Junto con Dédalus, Bloom es el personaje central del Ulises de Joyce. Representa la existencia cualsea cuya insignificancia le permite asistir al devenir inmanente del mundo. Tomado el término de la Kabbalah de Luria, Tiqqun es otro nombre de ese devenir-práctico del mundo, el proceso de revelación de toda cosa como práctica, esto es, en la significación inmanente de sus límites. El Tiqqun es que cada acto, cada conducta, cada enunciado, en tanto acontecimiento dotado de sentido, se inscriba por sí mismo en su metafísica propia, en su comunidad, en su partido. «La guerra civil quiere decir solamente: el mundo es práctico; la vida, heroica, en todos sus detalles».

2. Todo para nuestro almodovarismo es cultural, libresco, orgullosamente progresista frente a una versión maniquea del pasado. Estamos a años luz de Italia o Francia porque aquí seguimos encantados con la religión del pluralismo, la cultura democrática y la imagen, sin aspirar más que a ocupar un lugar «de culto» bajo ese sol que suponemos mundial. Y de esta idiotez ya no se le puede echar la culpa a Franco, ni a la Iglesia, ni siquiera a la Caspa Universitaria. Es el peso de lo tradicional, el efecto pringoso de los gremios, el brazo laico del caciquismo católico. Aún no estamos suficientemente solos, abandonados. Todo se andará, se dice, y es cierto. La pregunta es: ¿cuándo? ¿tendremos para entonces, todavía, sangre en las venas?

http://www.ignaciocastrorey.com/tiqqun.htm