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Explotación de cuerpos y explotación de la naturaleza

Fuentes: Rebelión

EXPLOTACION DE CUERPOS El «metabolismo» entre el hombre y la naturaleza consiste, en realidad, en una matriz compleja de interacciones que se pueden estudiar como objeto apropiado de una «ecología humana», antes de la emergencia de la formación social dentro del curso general de la historia. Esta ecología humana es un subapartado de la ecología […]

EXPLOTACION DE CUERPOS

El «metabolismo» entre el hombre y la naturaleza consiste, en realidad, en una matriz compleja de interacciones que se pueden estudiar como objeto apropiado de una «ecología humana», antes de la emergencia de la formación social dentro del curso general de la historia. Esta ecología humana es un subapartado de la ecología natural genérica, justo hasta el momento en que la aparición de jefaturas políticas y estados, y su concomitante fenómeno, la sustitución de la mera caza de hombres por el fenómeno bélico, permite al estudioso entrar en investigaciones históricas propiamente dichas. Así pues, la estructura etnológica de los pueblos, sometida hasta cierto momento (variable según la formación concreta) a la matriz de relaciones ecológicas, se inserta en un flujo de causas estrictamente históricas. Dentro de la historia no (solamente) natural del hombre ya hemos de contar con la apropiación energética del trabajo humano ajeno. La guerra nace por la escasez de recursos, o por el ansia de botines. Dentro de los recursos y botines puede encontrarse, desde luego, el territorio y cuanto en él se comprende. Y aquí, tras la conquista, se da la apropiación de hombres. La relación entre hombre y naturaleza no acaece ya por mediación comunitaria, sino por efecto de la esclavitud y por procesos de domesticación de otros hombres. Las guerras, las jefaturas militares, la organización protoestatal, etc. son fenómenos coadyuvantes en este proceso de aprovechamiento del trabajo humano domesticado. La historia del mundo se convierte entonces en la historia de la apropiación de cuerpos humanos por parte de otros sujetos. Los primeros estados «civilizados», hasta llegar a su culminación en Roma, van siendo grandes máquinas que, por coacción y otras técnicas de control corporal, movilizan la masa ingente de miles y millones de seres humanos. Estos seres domesticados, y el resultado acumulativo de su explotación, permiten la elevación de castas militares-aristocráticas y sacerdotales ya enteramente parasitarias y debidamente entregadas al lujo suntuario. La dominación de razas y pueblos enteros, y, por fin, la explotación doméstica, servil y sexual de la mujer, tienen su origen en esta consideración estrictamente corporal de los seres humanos capturados y, después, domesticados. La crianza deliberada de esclavos e hijos de esclavos significó el punto culminante para la historia de la «civilización», pues ello supone transcender los métodos meramente coactivos (postbélicos, pudiera decirse) por otras técnicas de control social que están en la base de toda organización civilizada de la existencia. Aquí, en la consideración del animal humano como cosa nace la verdadera técnica social, junto a la socialización de las técnicas mecánicas (ya acaecidas muy atrás, en el Homo erectus y en otros tipos de homínidos). La administración política, sumada a los más diversos métodos de selección de hombres y crianzas, permiten hacer un estado entre aquellos que, por disgregación fatal, ya han perdido su comunidad. La consideración del esclavo como máquina que trabaja, y por ende, como cosa productiva y fuente de acumulaciones, no fue la única. En sí mismo, cada cuerpo humano vivo pero apropiado por cada individuo fue un quanto de riqueza, como señala Spengler refiriéndose al Imperio Romano, con independencia de su efectivo rendimiento productivo. De esta manera, los inmensos mercados de esclavos de la antigüedad tienen su contrafigura en el mismo Derecho Romano así como en la ciencia antigua. Una estática de cuerpos, geométricamente distribuidos en el espacio, concentrados como en puntos en las manos de hombres ricos y poderosos, masas de carne acumuladas en torno a un punto de poder. El Derecho Romano, precisamente en su tratamiento de los hombres esclavizados como cosas, exhibe a las claras la función de todo derecho posterior. Incluso cuando nos las vemos con sus tramos más decididamente «progresistas», se puede ver que aquello que oculta, niega o pretende superar sigue estando en el espíritu y en las sombras de todo el texto. Pues la legislación que toca a sujetos que, eventualmente no son tomados como tales (como dice Kant, son tomados como medios y no como fines en sí mismos) ya habla y reconoce la sombra de situaciones de facto en la cual los hombres son cosas, estrictamente, cuerpos humanos vivientes con todas las posibilidades inherentes a su naturaleza: máquinas productoras y reproductoras, objetos de satisfacción sexual y diversión, objetos consumibles. La sombra que se pretende expurgar o modificar en la sociedad fue creada históricamente por la misma «mentalidad» jurídica, una suerte de «episteme» dominante que está puesta en marcha por la política y la vida productiva de la sociedad antigua. Así como en la sociedad productora de mercancías el hombre mismo es, tendencialmente, tratado como mercancía, en la antigua sociedad de cuerpos humanos, la apropiación, acumulación, uso y disfrute de los cuerpos humanos es una nota característica. Mucho nos tememos que la evolución actual del capitalismo tardío, en su fase ultraimperialista, trae consigo la generalización cada vez más tangible y evidente del uso y consumo de cuerpos humanos como motor fundamental de la economía. Los actuales conceptos del derecho y las categorías jurídicas resplandecen todavía en las cabezas de los profesores de ética, de los socialdemócratas y de los habermasianos. Pero, esas cabezas todas, junto con los esquemas que albergan, son envases que de continuo desbordan los hechos de la vida social. El tráfico de cuerpos humanos que, con inusitada virulencia, reaparece por todo el Mediterráneo, y muy especialmente en el sur de la Península, en pleno siglo XXI no es un hecho nuevo. Es un hecho adaptado al nuevo capitalismo neoesclavista del agro andaluz y levantino. Que truenen y clamen los moralistas contra las nefandas mafias. Pero la misma legislación que no admite al hombre-cosa, que no admite el trabajo sin derechos laborales, que no admite la existencia (a todos los efectos) de seres que de facto existen, tiene por fuerza que ampliarse hasta el hartazgo por la legislación no escrita de los moralistas habitantes en el ámbito del deber ser.

EXPLOTACION DE LA NATURALEZA

A fines del neolítico ya comienza a verse en ciertos lugares una superación de las dependencias naturales. De la simple dependencia de una formación social con respecto a las relaciones ecológicas se pasa a la aplicación masiva y forzada del trabajo humano sobre los recursos naturales. Se deja atrás, y en la periferia, el modo de vida aldeano comunitario, plenamente eficaz en lo que hace a la explotación coordinada de la naturaleza a cargo de varios clanes cordialmente coordinados. Esta fase nueva, bélica y apropiadora de hombres-cosa, supuso al mismo tiempo el inicio de una drástica degradación del medio ambiente en estas primeras sociedades «políticas». La coordinación militar del trabajo forzado representa un uso acrecentado de recursos más o menos aprovechables según el contorno geográfico: minerales, ríos, mar, lluvias, luz solar, suelos, bosques. La degradación de una parte de la humanidad, sometida a su condición de máquina para trabajar, fue coextensiva con la degradación del medio, sólo dañado severamente en aquellos lugares en que la población escindida en dos, libre o dominada, aumentó sin cesar. La reproducción multiplicada de la fuerza de trabajo alteró el paisaje, redujo la biodiversidad, obligó al consumo domesticado de plantas, grano, animales, etc. Hoy en día, las tierras bañadas por el Mediterráneo son un desértico reflejo del vergel que otrora debieron ser. El desierto que avanza sin cesar hacia el norte, al igual que los contingentes humanos venidos de Africa, vuelve a recordarnos aquel viejísimo capitalismo agrario que sólo se abre camino por gracia y obra de la explotación de cuerpos. La bomba de natalidad de los pobres es la garantía de los nuevos señores del campo explotado de forma capitalista. La domesticación de la naturaleza, en suma, fue resultado directo de la domesticación del hombre. El hombre fue así la primera máquina gratuita (y hoy muy barata) así como capaz de multiplicarse gracias a la sexualidad. La crianza o rapto guerrero de esas máquinas de energía muscular fue la concausa creciente de suelos erosionados, bosques talados, agua distante, escasez de proteína animal y de diversidad nutricional. El oriente medio y la cuenca mediterránea son hoy testigos de aquel proceso que, con extraño entusiasmo, llamamos hoy Civilización. El modo de producción antiguo, de difícil designación (esclavismo, capitalismo agrario) era -no obstante- transparente. Las estructuras imperiales y las dominaciones terratenientes que las apoyaban, exhibían sin ambages a los hombres cultos y a los aristócratas la fiereza de la situación, y muy pocos debieron sentir asco por aquello que les parecía de todo punto, natural. La peculiaridad de nuestro tiempo capitalista es que ensancha sin cesar la legislación moral con ánimo de falseamiento. Nunca abundaron tanto los tiernos corazones (Solidaridad es la nueva consigna de los buenos), y nunca como ahora aumentaron los sistemas de falseamiento. La falsedad opaca del capitalismo es esencia implicada en su propia existencia. El propio núcleo, profunda base de la totalidad social, es en sí una esencia falsificadora. El ser del Capital es su disfraz:

«Es la consecuencia lógica de la alienación propia del modo de producción capitalista, que define el capital no como una relación social (que se expresa en la tasa de plusvalía, de explotación, sino como una cosa) […] Para suprimir la heterogeneidad del capital-cosa, la economía vulgar se ve obligada a tratar el capital como una sustancia misteriosa (…)» [1]



[1] Samir Amin, Imperialismo y Desarrollo Desigual, Fontanella, Barcelona, 1976, p. 148