Ecuador atraviesa un estado de inseguridad integral. Las personas afiliadas a la seguridad social ni siquiera son dotadas del cuadro de medicinas básicas; entretanto, los hospitales postergan sus operaciones por falta de insumos… En este tenebroso contexto, la consulta popular de Guillermo Lasso tiene al miedo como principal factor.
Un avión proveniente de Colombia aterrizó el 12 de septiembre en Quito. La cúpula de las Fuerzas Armadas había lucido sus mejores uniformes y condecoraciones para recibir a Laura Richardson, Jefa del Comando Sur. El mismo día del arribo de la comandante de la unidad del ejército más poderoso del planeta —fundada para la así denominada seguridad regional de América Latina—, los Ministros de Gobierno, Interior y Defensa acudieron a la Corte Constitucional para remitir las preguntas que Guillermo Lasso está empeñado en consultar a la ciudadanía. Dentro de ellas, la que propone la extradición de jure de nacionales; en otras palabras, la entrega oficial de sus propios ciudadanos a países como Estados Unidos para ser castigados penalmente.
La consulta popular se debate en medio de un mayoritario rechazo al gobierno y de pérdida de la credibilidad en las agencias de seguridad, principalmente luego del femicidio de María Belén Bernal en la Escuela Superior de Policía. Hasta antes de este horrendo crimen, apenas el diecisiete por ciento de la población aprobaba la gestión de Guillermo Lasso. La consulta se plantea en tiempos donde la tasa de homicidios se ha triplicado en menos de un quinquenio. Las masacres carcelarias —que muestran a personas descuartizadas y a una policía curiosamente inactiva— siguen cobrando la vida de prisioneros, a la vez que operadores de justicia son asesinados en plena luz del día.
El pánico y la inseguridad dejan de ser sentimientos subjetivos para volverse realidades cotidianas. Bajo la vigencia de una serie de Estados de Excepción decretados en cascada, los propietarios de pequeños negocios son “vacunados” por bandas criminales que amenazan con matarlos si no pagan sus exigentes cuotas. Esta letal extorsión ha tocado las puertas de empresas de transporte e incluso de escuelas y centros educativos. Ahora las tiendas y restaurantes cierran temprano dejando entrever el vacío y la soledad en que quedan las ciudades ecuatorianas, una especie de “auto-toque de queda” impuesto por la población para preservar su propia existencia, pero en cuyo trasfondo padece de la desprotección total por parte del Estado.
Ecuador atraviesa un estado de inseguridad integral. Las personas afiliadas a la seguridad social ni siquiera son dotadas del cuadro de medicinas básicas; entretanto, los hospitales postergan sus operaciones por falta de insumos, lo que ha llevado al fallecimiento de decenas de pacientes, en especial de niñas y niños que habían padecido de cáncer. En este tenebroso contexto, la consulta popular de Guillermo Lasso tiene como principal factor y único favorito al miedo.
En palabras del gobierno del Ecuador, la extradición habría de justificarse dado el deterioro institucional de la justicia y de la seguridad. Cualquier lector de los anexos de la consulta cae de inmediato en cuenta que quien los suscribió intenta escapar de la realidad, como si su autor quisiera camuflarse de polizón en una nave extranjera para así no regresar a ver el desastre en que se ha convertido la República del Ecuador. Quienes arribaron el 12 de septiembre deberían entonces revisar el equipaje de regreso.
En el fondo, la insustancial retórica del gobierno para justificar la extradición denota un patente negacionismo jurídico, especialmente porque se sabe que no es factible restringir derechos y garantías mediante una consulta o referéndum. La prohibición de extradición de nacionales equivale en el Estado de Derecho ecuatoriano lo que la prohibición contra la tortura significa. Su Constitución preserva este límite en los artículos 441 y 442; cualquier propuesta para eliminar o retroceder sus derechos y garantías sería únicamente factible a través de una Asamblea Constituyente. A la luz de estas normas no cabe en el Derecho Constitucional ecuatoriano una elaborada interpretación, sino una simple subsunción.
Si la Constitución de la República no fuera suficiente, en el Derecho Internacional la extradición tampoco tiene una jerarquía hermenéutica frente a derechos y garantías preestablecidos. Tanto en la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas de 1988, como en la subsiguiente Convención contra la Delincuencia Organizada Trasnacional de 2000 (Convención de Palermo), la figura jurídica de la extradición es formulada como una forma de cooperación judicial que, ante todo, depende de la debida compatibilidad con los ordenamientos jurídicos locales.
Ninguna de las prenombradas convenciones internacionales deben, por tanto, ser concebidas sobre las constituciones nacionales, ni tampoco equiparadas como instrumentos internacionales de Derechos Humanos, como lo son la Declaración Universal o la Convención Americana. El límite infranqueable de la extradición se encuentra entonces en la constitución de cada país y en la subordinación de los tratados internacionales en materia de seguridad.
Detrás de los que buscan la “letra colorada” de las constituciones y de los que profesan una devoción “patriótica” por la extradición, subsisten quienes aprovechan para empalmarla con el lawfare. Invocando el principio de estricta legalidad en la definición de “crimen organizado trasnacional”, el gobierno de Lasso propone de manera ambivalente una escandalosa analogía esgrimida en los anexos de la consulta. De este modo, para que cualquier ecuatoriana o ecuatoriano sentenciado por corrupción —entiéndase delitos contra la “eficiente administración pública” como peculado, cohecho o concusión— también sea extraditado. Ahí el meta-mensaje en clave de intimidación para completar la neutralización de líderes como Rafael Correa y Jorge Glass.
Quienes ven como positiva a la extradición de nacionales lo hacen apelando al punitivismo. Sus partidarios más moderados fingen la posición de “garantistas”, especialmente cuando la tortura o la pena de muerte aparecen al final del túnel de la extradición. Aunque nada de esto importó cuando tuvo lugar la entrega de Julian Assange, los mismos juristas acomodaticios del régimen coinciden con políticos y periodistas patibularios para promover la extradición de nacionales de todas formas y maneras. Mientras exaltan en la extradición las bondades de la cooperación judicial y del moderno extrañamiento o expulsión de la comunidad, olvidan que en ella también opera una milenaria concepción penológica contemplada como “ostracismo” en la Antigua Grecia. Poco a poco los más moderados dejan de mirar al desarraigo y la ruptura socio-familiar como formas de dolor y de tortura.
Pero esta idea primitiva de castigo no es la que prima en el Norte Global. Mientras en el sur el Estado requerido mira a la extradición como una expresión del castigo extraterritorial o transfronterizo, en el norte el Estado requirente la usa para propósitos mucho más inteligentes. Lo que para el Estado pasivo no sería más que un condenado sin patria, para el Estado activo sería una pieza fundamental de información. Con la persona “extraditable” subsiste también la oportunidad de acceder a nombres y redes criminales, así como a movimientos de dinero y entramados financieros, además de prevenir acciones y hacer prospectiva. En otras palabras, una fuente de inteligencia criminalística que cosifica lo humano y donde el silencio también puede resultar útil.
El proceso penal anglosajón permite por su parte la negociación a cambio de información, llevando incluso a excepcionar el histórico principio de prohibición de autoincriminación mediante la instauración del controvertido procedimiento abreviado (plea bargaining). Si la información es de buena calidad, la extradición podría contribuir a una reducción significativa de la pena. El sistema de premios y castigos se refleja en el dilema “activo” y “pasivo” de la extradición. Su utilidad dependerá del hemisferio en que se esté.
Aunque determinados casos especiales puedan dar lugar a penas como la cadena perpetua o la pena de muerte, dependiendo naturalmente de las circunstancias y del Estado y su legislación, en promedio, la magnitud de las penas en el Norte Global difiere sustancialmente de las establecidas en el Sur. Al contrario de cómo se cree, la penalidad —por ejemplo del tráfico de una misma cantidad de heroína— puede ser mayor en el sur que en el norte. Quienes tengan interés por el Derecho Comparado, el caso de un ex árbitro de fútbol nacional cargado de heroína en un aeropuerto del Ecuador puede servir de ilustración.
Los partidarios de la extradición de nacionales están convencidos erróneamente de que el Estado activo o requirente ha de llevarse a todos los “malos” de las prisiones, olvidando quizás que ninguna extradición se tramita de forma colectiva. Al ser una figura jurídico-política por excelencia, la extradición dependerá del requerimiento diplomático del otro Estado, es decir, de su discrecionalidad política y selectividad jurídica previa. Sin solicitud o petición no hay extradición. La extradición funciona entonces como el menú de un plato a la carta, donde únicamente el cliente tiene el derecho a decidir lo que va a pedir.
A espaldas de todo pragmatismo, los partidarios de la extradición de nacionales siguen invocando de forma anacrónica los “modelos” punitivos de Colombia y de México, claro está, sin destacar su desarrollo y actualidad. Y, en efecto, porque el flamante gobierno de Gustavo Petro decidió reenfocar la estrategia fallida de “guerra contra las drogas” así como el papel de la extradición, confiriéndole al Comando Sur el rol de guardaparques de la Amazonía. En el plano multilateral, Colombia promete un notorio liderazgo de abolición al paradigma prohibicionista de las convenciones internacionales sobre drogas.
Adicionalmente, a pesar de las recursivas menciones en foros y reportes de actualidad, la política de “guerra contra las drogas” en México parte de principios que tampoco son mencionados. A nivel internacional no ha trascendido la decisión del gobierno de Andrés Manuel López Obrador de no extraditar a sus nacionales, como ocurrió con Rafael Caro Quintero, fundador del Cartel de Jalisco y apodado como “el narco de narcos”. Los efectos de medidas semejantes pueden verse reflejados en las inmediatas capturas de otros capos y narcotraficantes, lo que infiere una eventual ampliación de la información y de los sistemas de inteligencia mexicanos.
La extradición no se reduce únicamente a debatir lo retributivo y lo utilitario de las penas. Al entregar a sus nacionales, los Estados no sólo renuncian a su soberanía y jurisdicción, sino también a la información e inteligencia para la investigación penal y prevención del delito. Desde un primer plano, con la extradición de nacionales tendría lugar un abrupto retroceso de la garantía que lo prohíbe en Ecuador, así como del derecho a ser juzgado por jueces naturales.
Sin embargo, subsistiría una regresión aún más intrínseca. Con la extradición de nacionales también se vulnera el derecho de toda y todo ecuatoriano a guardar silencio, una garantía sustancial vinculada a la dignidad humana y a la prohibición contra la tortura (nemo tenetur). Lo que el Estado ecuatoriano no debe hacer contra sus propios ciudadanos, tampoco debe permitírselo a otro. Una clara advertencia que desnuda los principios de reciprocidad e igualdad entre los Estados, porque mientras más Estados del sur cooperan para extraditar a sus ciudadanos, menos Estados del norte se apuntan para entregar a los suyos.
Lo que resuelva la Corte Constitucional sobre la extradición de jure de nacionales apenas reflejará la punta del iceberg. Los anexos de la consulta popular aún no han sido suficientes para dimensionar lo que sucede en alta mar, en especial cuando frente a las costas del Ecuador centenares de sus ciudadanos son detenidos y trasladados hacia los Estados Unidos para ser condenados por tráfico de drogas. El gobierno de Guillermo Lasso y el Comando Sur deberían ofrecer una explicación y respuesta a las familias de los ecuatorianos apresados en las poderosas embarcaciones de la US Guard Coast.
Más allá de la consulta y de su maniquea discusión mediática, es urgente conocer si el Estado del Ecuador renunció o no —sin ninguna consulta popular ni control constitucional previo— a su propia soberanía en nombre de la cooperación militar y de la “guerra contra las drogas”; en consecuencia, es fundamental saber si Ecuador desde hace tiempo, ¿está extraditando de facto a sus nacionales? Lo que la ciudadanía decida mañana en la consulta no debe justificar ninguna injusticia del pasado ni del presente…
Jorge Vicente Paladines: Profesor de la Universidad Central del Ecuador
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