Aunque para el Sistema todo argumento, no opinión, disidente frente al pensamiento único es «teoría de la conspiración», les dejo esta nota que apareció en Democracy Now, portal de Amy Goodman, con el discurso del propio Bourdain al recibir un homenaje cuando en 2014 ganó un premio del Consejo de Asuntos Públicos Musulmanes: «Estoy enormemente […]
Aunque para el Sistema todo argumento, no opinión, disidente frente al pensamiento único es «teoría de la conspiración», les dejo esta nota que apareció en Democracy Now, portal de Amy Goodman, con el discurso del propio Bourdain al recibir un homenaje cuando en 2014 ganó un premio del Consejo de Asuntos Públicos Musulmanes: «Estoy enormemente agradecido por la respuesta de la gente de Palestina, en particular por hacer lo que me pareció una cosa común, algo que hacemos todo el tiempo: mostrar a la gente de a pie hacer cosas cotidianas. […] El mundo ha sido testigo de muchas cosas terribles que ha sufrido el pueblo palestino, pero ninguna más vergonzosa que robarles su humanidad. Las personas no son estadísticas. Eso es todo lo que queremos mostrar.» Bourdain había estado en Gaza, antes de trasladarse a París para filmar uno de los episodios para su programa de TV Parts Unknown, que se transmitía por CNN. Allí apareció, en un hotel, «suicidado por ahorcamiento», a los 61 años de edad. A continuación, La herida, texto suyo en el libro En busca del plato perfecto, en el que revela el dolor de ser feliz y privilegiado en un mundo tan desigual y violento. Publicado por Mauro Iasi (en el facebook de mi amiga brasileña Rita Prado) y en el que dice: «Depresión es una síntesis de su relación [la de Bourdain] con el mundo». Qué extraordinario humanista el que hay (y conste, no digo había) detrás de la figura de chef que él representaba para mucha gente. Texto tan desgarrado como desgarrador sobre los horrores de la guerra y sus secuelas sobre el ánimo de todo ser humano lúcido, sensible e inteligente.
«Ya estaba acostumbrado a los amputados, a las víctimas del agente naranja, a los hambrientos, pobres, chicos de calle de seis años de edad, que usted encuentra a las tres de la mañana gritando ‘Happy New Year! Hello! Bye-Bye‘ en inglés, y después apuntan hacia sus bocas y hacen ‘bum bum’. Quedo casi indiferente a los chicos hambrientos, sin piernas, sin brazos, cubiertos de cicatrices, desesperanzados, durmiendo en el piso, en triciclos, a la orilla del río. Pero no estaba preparado para el hombre sin camisa, con un corte de cabello en forma de pudín, que me detiene a la salida del mercado, extendiendo la mano. En el pasado él sufrió quemaduras y se volvió una figura humana casi irreconocible, la piel transformada en una inmensa cicatriz bajo la corona de cabellos negros. De la cintura para arriba (y sabe Dios hasta dónde) la piel es una sola cicatriz; él no tiene labios, ni nariz, ni cejas. Sus orejas son como betún, como si estuviese sumergido y moldeado en un alto horno, siendo retirado poco antes de derretirse por completo. Mueve sus dientes como una calabaza de Halloween, pero no emite un solo sonido a través de lo que un día fue una boca. Siento un puño en el estómago. Mi ánimo exhuberante de los días y horas anteriores se desmorona. Quedo paralizado, parpadeando y pensando en la palabra napalm, que oprime cada golpe de mi corazón. De repente nada más es divertido. Siento vergüenza. ¿Cómo pude venir hasta esta ciudad, hasta este país por razones tan fútiles, lleno de entusiasmo por algo tan… sin sentido, como sabores, texturas, culinaria? La familia de aquel hombre debe haber quedado pulverizada, él mismo transformado en un muñeco sin gracia, como un modelo de cera de Madame Tussaud, la piel escurriendo como vela goteando. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Escribiendo un libro de mierda? ¿Sobre comida? ¿Haciendo un programita leve e inútil de TV, un showcito de bosta? La ficha cayó de una vez y quedé despreciándome, odiando lo que hago y el hecho de estar allí. Inmovilizado, parpadeando nerviosamente y sudando frío, siento que todo el mundo en la calle está observándome, que irradio culpa e incomodidad, que cualquier paseante va a asociar las heridas de aquel hombre a mí y a mi país. Espío a los otros turistas occidentales que vagan por allí con sus bermudas Banana Republic y sus camisas Polo de Land’s End, sus confortables sandalias Weejun y Bierkenstock, y siento un deseo irracional de asesinarlos. Parecen malignos, comedores de carnicería. El Zippo con la inscripción pesa en mi bolsillo, dejó de ser gracioso, se volvió una cosa tan poco divertida como la cabeza encogida de un amigo muerto. Todo lo que coma tendrá sabor de cenizas de aquí en adelante. ¡Jódanse los libros! ¡Jódase la televisión! Ni siquiera consigo dar un dinero al pobre. Tengo las manos trémulas, estoy inutilizado, preso de la paranoia… Vuelvo corriendo al cuarto refrigerado del New World Hotel, me enrosco en la cama aún deshecha, quedo mirando al techo con los ojos llenos de lágrimas, incapaz de digerir o entender lo que presencié e impotente para hacer cualquier cosa al respecto. No salgo ni como nada por las siguientes 24 horas. El equipo de TV cree que estoy teniendo un colapso nervioso. Saigón… aún en Saigón. ¿Qué vine a hacer a Vietnam?» (Traducción del portugués: LCMS).
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