A finales de 1999, decenas de miles de personas se dieron cita en Seattle manifestando su repudio a la cumbre de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Organizaciones sindicales, feministas, ecologistas, religiosas, estudiantiles, de todo tipo, se concentraron en las calles de esa ciudad estadounidense e hicieron fracasar la llamada «Ronda del Milenio». Días después, […]
A finales de 1999, decenas de miles de personas se dieron cita en Seattle manifestando su repudio a la cumbre de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
Organizaciones sindicales, feministas, ecologistas, religiosas, estudiantiles, de todo tipo, se concentraron en las calles de esa ciudad estadounidense e hicieron fracasar la llamada «Ronda del Milenio».
Días después, la policía de Seattle elaboró una ficha de identificación de los manifestantes a quienes describía como «jóvenes anarquistas que visten de negro, usan pasamontañas del mismo color, proceden de familias blancas de clase media y se llevan mal con sus padres».
Entre tantas sesudas inferencias, aunque el informe de la policía de Seattle me recordó aquellas consideraciones del plan español contrainsurgente ZEN (Zona Especial Norte) que convertía en terrorista a todo joven vasco que llevara pelo largo, barba, camisa de cuadros y pantalón vaquero, agregaba un aspecto hasta entonces inédito en las investigaciones policiales: «…y se llevan mal con sus padres».
Modernas tecnologías como las aplicadas, probablemente, por la policía de Seattle habían logrado descubrir ya no sólo el atuendo oficial del alborotador del nuevo siglo sino, aún más importante, el hecho de que los manifestantes procedieran de hogares rotos por la disidencia, por el irrespeto de jóvenes que ni siquiera agradecían los esfuerzos de sus padres por insertarlos en la sociedad.
Y no sólo la policía estadounidense llegaba a estas conclusiones. Antes y después, el Vaticano ha seguido insistiendo en la ruptura familiar como causa de todas las desgracias que asolan al mundo. En la desintegración de la familia, reiteran los papas católicos, tiene su explicación la violencia que conmueve a la sociedad.
Líderes políticos, incluso, de corrientes opuestas, también han coincidido en afirmar la descomposición de la familia como origen de los males y desventuras que la humanidad padece. Y no faltan sociólogos que se adhieran al mismo motivo para explicar la desazón social que nos perturba.
Curiosamente, existe un país en el mundo que, sin embargo, no se ve afectado por esa ruptura familiar común en los demás; un país en el que su primer núcleo de convivencia no está en crisis; un único país en el que, insólitamente, los hijos no se llevan mal con los padres.
Hablo del País Vasco.
Hasta la prensa española ha acuñado la expresión de «cachorros» para referirse a los jóvenes nacionalistas vascos, resaltando la familiaridad existente entre jóvenes y veteranos.
Todas las semanas, miles de vascos dan la vuelta al mundo visitando a sus hijos e hijas, a sus hermanos y hermanas, a sus padres y madres, a sus abuelos, a sus abuelas, a sus familiares presos y dispersados, contraviniendo las propias leyes españolas, por toda la geografía de los estados español y francés, colonias de ultramar y otros países.
Familias que deben apelar a recursos económicos que no tienen para llegar hasta las cárceles en las que sus parientes penan condenas que el Estado español no ha tenido escrúpulos en reconocer convertirá en perpetuas, construyendo nuevos casos una vez cumplidas aquellas; familias que, con dolorosa frecuencia, han sufrido accidentes mortales en ese ir y venir detrás de los suyos; familias a las que, incluso, se les niega por cualquier pretexto ese derecho a visitarlos.
Tan arraigada está la familia en la sociedad vasca que, al margen del natural parentesco, hasta ha creado Etxerat, la más numerosa familia que recuerde su historia para acompañar a los presos, y que al calor de interminables viajes por carretera, compartiendo penurias y alegrías, ha ido multiplicando compromisos y afectos y entrelazando vidas y familias.
Sólo en el País Vasco, en Euskalherria, padres, hijos y amigos comparten el sueño colectivo de una sociedad en paz, euskaldun, libre e independiente.
Pero a decir verdad, en ese fraterno anhelo, los vascos no están solos. Como apuntara Eduardo Galeano en su derecho al delirio, «las locas de Plaza de Mayo serán ejemplo de salud mental porque ellas se negaron a olvidar en tiempos de la amnesia obligatoria».
La manida ruptura familiar, pretexto habitual de los oráculos que el Mercado tiene en nómina, tampoco afecta a Argentina donde esas cuerdas locas persisten en su empeño de iluminar las sombras y devolver sus nombres a sus desaparecidos. Historia similar a las de otros muchos pueblos perseguidos, a los de tantos españoles que, setenta años después, aún siguen desempolvando caminos y cunetas en las que sus familiares fueron asesinados y escondidos, porque su memoria es también la suya y familia que lucha unida permanece unida.
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