Alguien de puntillosa índole y probada buena fe me advierte de que quizás algunos analistas pequen de reduccionismo o, al menos, de falta de tino propagandístico al motejar de fascistas a los opositores belígeros de Ucrania y Venezuela -radicales suele nombrarlos Occidente-, pues, señala, el término posee otra connotación histórica y, además, podría estar definitivamente […]
Alguien de puntillosa índole y probada buena fe me advierte de que quizás algunos analistas pequen de reduccionismo o, al menos, de falta de tino propagandístico al motejar de fascistas a los opositores belígeros de Ucrania y Venezuela -radicales suele nombrarlos Occidente-, pues, señala, el término posee otra connotación histórica y, además, podría estar definitivamente pasado de moda en un mundo donde, tal apunta Jesse Myerson (insurgente.org), en la conciencia común se enraíza una visión del capitalismo como promotor de la individualidad, hiperestésico ante la uniformidad, respetuoso de los derechos humanos y abanderado de un libre intercambio exento de la violencia de Estado.
Bienvenida la duda como partera de lo nuevo, me digo, y ante cualquier exaltado impugnador de tamaña ingenuidad, justifico la preocupación vertida en voz alta ya que, siguiendo a Antonio Gramsci -citado por Rigoberto Pupo en el número 15 de la revista Marx Ahora-, «hay que destruir el prejuicio muy difundido de que la filosofía es algo muy difícil por el hecho de que es la actividad intelectual propia de una determinada categoría de científicos especialistas o de filósofos profesionales y sistemático».
O sea que mi «diletante» amigo -faltaba más- tiene la prerrogativa de meditar y pronunciarse soberanamente sobre lo humano y lo divino, entre otros motivos por andar impregnado de (respirando una) «filosofía espontánea», cobijada: «1) en el lenguaje mismo, que es un conjunto de nociones y de conceptos determinados y no solo de palabras gramaticalmente vacías de contenido; 2) en el sentido común y buen sentido; 3) en la religión popular y por lo tanto en todo sistema de creencias, supersticiones, opiniones, modos de ver y actuar que se revelan en aquello que generalmente se llama ‘folklore'».
Sí, enhorabuena la hesitación. Pero sobre todo porque me ofrece pábulo para, a despecho del fraterno contradictor, reafirmar el calificativo -fascistas, caramba-, tomando en cuenta, en un rimero de argumentos, la perogrullada de que la vida rezuma (está hecha de) identidad y diferencias. Y por estas, las diferencias, se puede convenir con el gran marxista italiano en que la filosofía como búsqueda de esencias, mirada más allá de las apariencias, resulta precisamente «la crítica y la superación de la religión y del sentido común y en ese sentido coincide con el ‘buen sentido’ que se contrapone al sentido común».
En este caso, al sentido común de una época en que la búsqueda de la globalización del neoliberalismo incorpora en calidad de arma la parcelación -«¡abajo el pensamiento integrador!», claman algunos; «¡abajo los metarrelatos!», plañen; «¡abajo el marxismo!», patalean-, práctica que, según Arturo R. Roig (el mismo número de Marx Ahora), se aprecia en dos ejemplos lamentables. En uno de ellos se proclama que «en términos generales, la postmodernidad se ha ido configurando en nuestro discurso por los siguientes rasgos: mentalidad pragmático-operacional, visión fragmentada de la realidad, antropocentrismo relativizador, atomismo social, hedonismo, renuncia al compromiso y desenganche institucional a todos los niveles: político-ideológico, religioso, familiar, etc. Todo ello es -se concluye diciendo- en alguna medida consecuencia de la derrota del ideal del racionalismo iluminista o científico-positivista unificadores del proyecto moderno».
Por otra parte, el «dogma del estallido de las totalidades» -denominación de Beatriz Sarlo- deriva en el absurdo radical. En un texto de Gilles Lipovetsky, citado por Roig, campea no un inmoralismo en son de oposición a las moralidades vigentes, sino de actitud de completa indiferencia, de plena inmoralidad. «En la era de lo especular, las antinomias duras, las de lo verdadero y lo falso, lo bello y lo feo, lo real y la ilusión, el sentido y el sinsentido se esfuman, los antagonismos se vuelven flotantes, se empieza a comprender, mal que les pese a nuestros metafísicos y antimetafísicos, que ya es posible vivir sin objetivo, sin sentido… la propia necesidad de sentido ha sido barrida y la existencia indiferente, puede desplegarse sin patetismo ni abismo…»
A estas alturas, preguntémonos si la cuestión inicial, la de la pregonada barrida del racionalismo iluminista, no representa una «racionalidad» conveniente al poder financiero del Primer Mundo para saquear a los pueblos del Sur e incluso destruir la naturaleza, en aras de una fatal maximización de las ganancias, en andas de un cortoplacismo funesto. Y ¿a quién conviene la proclamada apatía? Converjamos con el amigo avizor en que el calificativo fascista está decididamente fuera de moda… pero solo para los portadores de los intereses creados y algún que otro desprevenido.
¿Miopes o renuentes?
Para aquellos que no perciben, o no quieren percibir, lo que el sociólogo Boaventura de Sousa Santos explica con meridiana claridad: «El capitalismo sólo se siente seguro si es gobernado por quien tiene capital o se identifica con sus ‘necesidades`, mientras que la democracia es idealmente el gobierno de las mayorías que no tienen capital ni razones para identificarse con las `necesidades` del capitalismo, sino todo lo contrario. El conflicto es, en el fondo, un conflicto de clases, pues las clases que se identifican con las necesidades del capitalismo (básicamente, la burguesía) son minoritarias en relación con las clases que tienen otros intereses, cuya satisfacción colisiona con las necesidades del capitalismo (clases medias, trabajadores y clases populares en general).
«Al ser un conflicto de clases, se presenta social y políticamente como un conflicto distributivo: por un lado, la pulsión por la acumulación y la concentración de riqueza por parte de los capitalistas, y, por otro lado, la reivindicación de la redistribución de la riqueza generada en gran parte por los trabajadores y sus familias. La burguesía siempre ha tenido pavor a que las mayorías pobres tomen el poder y ha usado el poder político que le concedieron las revoluciones del siglo XIX para impedir que eso ocurra. Ha concebido a la democracia liberal de modo de garantizar eso mismo a través de medidas que cambiaron con el tiempo, pero mantuvieron su objetivo: restricciones al sufragio, primacía absoluta del derecho de propiedad individual, sistema político y electoral con múltiples válvulas de seguridad, represión violenta de la actividad política fuera de las instituciones, corrupción de los políticos, legalización del lobby… Y siempre que la democracia se mostró disfuncional, se mantuvo abierta la posibilidad del recurso a la dictadura, algo que sucedió muchas veces.» ¿No es este «recurso del método» el que anda aplicando la oligarquía venezolana con su golpe dizque blando? ¿Acaso esa porción de la oligarquía ucraniana que detenta hoy el poder no se muestra desenvueltamente xenófoba, antisemita, anticomunista? No, cualquier parecido no es mera coincidencia. En puridad, ni el término puede pasar de moda, ni empleándolo nos despeñamos en el reduccionismo. El fenómeno que designa no se ha difuminado en el turbión de la historia. Entonces, califiquémoslo sin vergonzantes actitudes ni melindrosa oratoria. Con más vigor, después de leer a -y comulgar con- Pancho Fonseca, en CanariasSemanal.org:
«El fascismo, más que una corriente ideológica sensu estricto, es sobre todo una forma de actuación violenta y de respuesta primitiva que se nutre de los más irracionales y perversos instintos de los seres humanos. Sus mecanismos de actuación son deliberadamente estimulados por los grupos del poder político o económico cuando la defensa de sus intereses así lo requiera. Pero los huevos de la poderosa serpiente del fascismo permanecen siempre incubados en sociedades como las nuestras, en las que el culto a lo individual predomina sobre la dimensión de lo colectivo. Conveniente sería no olvidarlo, particularmente en un país como el nuestro, donde la anaconda del fascismo bebe de las mismas ubres del Estado, y donde durante los últimos treinta y cinco años se ha educado a las jóvenes generaciones en la interpretación del fenómeno del fascismo como `una corriente ideológica tan digna de respeto como todas las demás`».
¿Digna de respeto? Claro, para el capitalismo, que nunca ha sido enemigo verdadero del engendro. Solo que el italiano y el germano, de tan nacionalistas, se erigían en un peligro para la expansión global del capital. No en vano hubo que cerrar filas, incluso con ese «imperio del mal» que constituían los soviéticos. Mas ahora el fascismo sirve a intereses globales. Conforme a Ángeles Diez, en la digital Rebelión, se torna cosmopolita, y se trueca en un ariete ideal para la continuidad del sistema único. «Parece como si desde las instancias de poder se contemplara esta opción ideológica como la mejor para acabar con la democracia en aquellos países en los que sus poblaciones hayan elegido inadecuadamente. Presentado como un movimiento de masas y desprovisto de rasgos ideológicos que pudieran ser rechazados por la opinión pública internacional, asimismo tratarán de justificar las imágenes de violencia como algo inevitable dada la represión gubernamental.»
Y vendrán las élites a justificarse. Y se irán los incautos tras el canto de sirenas. Y hasta llegará algún que otro amigo de índole puntillosa y probada buena fe, transpirando ingenuidad, a rogarnos que adaptemos el lenguaje a los tiempos, como si los tiempos hubieran variado para bien. Que no pequemos de reduccionistas, como si el fenómeno hubiera desaparecido de una «santísima» trinidad cuyas dos últimas personas «divinas», la democracia liberal y el fascismo, se prodigan en apuntalar a la primera. ¿Cuál es ella? ¿Habrá que nombrar al capitalismo?
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