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Se acaban de cumplir cien años de las llamadas apariciones de María en Fátima (Portugal)

Fátima, una violación infantil

Fuentes: Rebelión

Una presencia de María extraña, doliente, llorando por la maldad del mundo. Y pide sacrificios para lograr aplacar la ira de dios, de lo contrario anuncia castigos cósmicos. Las visiones tienen como protagonistas a unos niños analfabetos, campesinos, fácilmente manipulables por estar anclados en un ambiente crédulo. Y reciben mensajes con tinte político, advierten en […]

Una presencia de María extraña, doliente, llorando por la maldad del mundo. Y pide sacrificios para lograr aplacar la ira de dios, de lo contrario anuncia castigos cósmicos. Las visiones tienen como protagonistas a unos niños analfabetos, campesinos, fácilmente manipulables por estar anclados en un ambiente crédulo. Y reciben mensajes con tinte político, advierten en 1917 del peligro que genera Rusia para la paz del mundo, en plena Primera Guerra Mundial con millones de muertos, de la que nada se dice, y en medio de la gran revolución moscovita dirigida por Lenin, de la que sí se habla. Se habla del comunismo y la conversión de Rusia. El tratado de Versalles, del que se guarda silencio, se manifestaría como un preludio y provocación de guerra para los analistas políticos, y no se atisba en sus predicciones divinas la Segunda Guerra Mundial ni el nazismo, con la grave y aniquiladora amenaza sobre el pueblo judío de la propia virgen María. Diríamos que en sus predicciones les dejó en la estacada.

El papa Francisco ha canonizado este mayo a Francisco y Jacinta, dos de los niños videntes de Fátima, que ya en el 2000 fueron beatificados por Juan Pablo II. Una curación de un niño brasileño justificaría esta canonización.

En el libro Roma veduta Celso Alcaina, quien durante varios años trabajó en la Curia Romana -«fui el encargado de estudiar presuntas apariciones y presuntos fenómenos misteriosos. En mi libro dedico un capítulo a apariciones y revelaciones. En otros capítulos me pronuncio sobre milagros y canonizaciones»- explica que el papa polaco, Juan Pablo II, beatificó y canonizó a más personas durante sus años al frente del Vaticano que todos sus antecesores juntos. «De siempre la canonización me ha parecido una injusticia, cuando no una puerilidad», dice Alcaina en su libro. El que la Iglesia Católica ensalce o proponga como modelos a algunos de sus miembros después de su muerte no extraña, lo hacen los pueblos con sus próceres, el ejército con sus héroes y guerreros, las mafias con sus capos matones, el mundo del cine con sus directores, actores y películas. Cada uno a su modo. Históricamente todas las sociedades e instituciones honraron la memoria de sus héroes.

La normativa eclesiástica de beatificaciones y canonizaciones está plagada de puntos negros, incomprensibles, escandalosos. En el 2014 Francisco canonizó conjuntamente a Juan XXIII y a Juan Pablo II. Un acto de clara endogamia; por ejemplo, dispensó a Juan XXIII del segundo milagro, requerido por su Ley y norma para todos los candidatos a la canonización, fue una canonización exprés. Tampoco se tuvo en cuenta la repulsa de muchos fieles hacia Juan Pablo II por la involución operada respecto al Concilio Vaticano II y por su conocida desidia o complacencia en el tratamiento de eclesiásticos pederastas.

Y al teólogo y funcionario vaticano Alcaina la canonización siempre le ha parecido una injusticia, cuando no una puerilidad porque se le antoja «una intolerable discriminación de parte de Roma y también de Dios. Casi siempre está de por medio el dinero y a veces el oportunismo. Un dios que discrimina a sus criaturas, aunque sea positivamente, no es un dios que merezca la pena. Un dios que encumbra a los ricos y famosos, a los poderosos y fundadores de algo, a los amigos de los jerarcas, postergando a los humildes y anónimos, ése no es un dios que merezca la pena. ¿Por qué dios va a favorecer con un milagro a una determinada persona entre miles que piden lo mismo y que están en similares condiciones? ¿Por qué siempre se trata de curaciones corporales, por qué un candidato a santo no atiende al devoto que implora la interrupción repentina del avance devastador del Estado Islámico o la guerra de Siria? ¿Por qué no paraliza tsunamis como el del Pacífico Sur, de Japón o de Indonesia? ¿Por qué no multiplica panes y peces para millones de hambrientos, aunque sólo fuera para la India? ¿Por qué no cura repentinamente a todos los afectados por el cáncer, por la sordera o por la ceguera y no solamente a un individuo, por qué no provoca la súbita fertilidad del desierto en favor de millones de hambrientos o el repentino cese de todas guerras en aras de la concordia? El sistema eclesiástico actual de responsabilizar a dios de la santidad de una persona es inmoral. Es un descrédito del Creador».

El origen de las canonizaciones se remonta a la apoteosis pagana. La deificación, a su muerte, de emperadores y otras destacadas personalidades. La canonización de los niños Francisco y Jacinta se enmarca en ese proselitismo. No son modelo de nada, no hay en ellos evidencia de virtudes heroicas, son niños, fueron víctimas de un episodio paranormal, en un contexto histórico especial, en el que la Iglesia estaba perseguida por parte de la Primera República en Portugal, el mundo estaba en guerra (los pastorcitos seguramente habrían oído hablar de la I Guerra mundial y de cómo los soldados partían a la guerra) y se vivía en un contexto religioso, que implicaba las llamadas misiones populares, con predicadores ‘misioneros’ que venían de fuera y que, desde lo alto de los púlpitos, aterrorizaban a los fieles con sermones sobre el temor de dios y el terror del infierno. Los niños oían todas estas cosas en la iglesia y en casa. Se trató posiblemente de una experiencia religiosa infantil bestial, violadora de sentimientos, aterradora. ¿Qué madre mostraría, como la virgen y aquellos predicadores energúmenos, el infierno a unos críos de 10, 9 y 7 años? Los pastorcitos quedaron marcados negativamente y, de alguna manera, con la vida quebrada en aquel combate contra el comunismo entre lágrimas marianas, el dolor divino, el rezo del rosario y la mortificación del cuerpo: «Santa María, madre de dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte». En cambio, nada se habló de la condena del nazismo aunque, como he dicho, afectara gravemente a los del pueblo de María, a los judíos. Sencillamente a su gente María dejó en la estacada.

El origen de las canonizaciones se remonta a la apoteosis pagana. La deificación, a su muerte, de emperadores y otras destacadas personalidades. Durante los tres primeros siglos fueron los obispos locales los responsables de dictaminar si un mártir había muerto por su fe. El obispo, de acuerdo con los obispos vecinos, declaraba «vindicatum» ese mártir y permitía su culto.

Sólo a partir del siglo IV los «confesores» fueron admitidos a la veneración pública de manera similar a los mártires. Los «confesores» eran cristianos ejemplares que, sin embargo, no habían muerto en defensa o por causa de su fe. A medida que el Cristianismo iba expandiéndose e institucionalizándose también fueron organizándose las canonizaciones. Los teólogos del siglo XVII discutieron sobre la eventual infalibilidad papal de las canonizaciones. Fue una de tantas discusiones bizantinas, que se colaron en nuestras Facultades teológicas hasta finales del pasado siglo. Mientras unos teólogos ponen el objeto de la infalibilidad en que el santo está en el cielo, otros lo ponen en el hecho de haber practicado virtudes heroicas.

Tras las fases informativa, jurídica y de ortodoxia, viene la eventual constatación del «milagro». Será la señal divina de que Roma no se equivoca. Los expertos, normalmente médicos predeterminados, dictaminarán que el hecho extraordinario no tiene explicación en su campo de conocimiento. En la actualidad basta un milagro para ser beatificado y un ulterior milagro para ser canonizado santo. Hasta hace pocos años eran necesarios dos y dos. Los mártires no necesitan milagro alguno para su beatificación.

El Cristianismo, desde sus orígenes, ensalzó a los mártires llamándoles santos, sin necesidad de milagros. Pasaron algunos siglos y al elenco de los santos mártires se añadieron los confesores. Eran cristianos/as ejemplares no mártires. También sin milagros.

En el caso de Francisco y Jacinta el milagro fue que un niño brasileño se curó por intercesión de ellos, pero ¿de quién? ¿De Francisco o de Jacinta? ¿Fueron los dos quienes conjuntamente intercedieron ante Dios? Seguro que en Brasil hay miles, quizá millones, de niños aquejados de la misma enfermedad.

Una pena. ¡No tuvieron la suerte de que alguien invocara los nombres de los dos niños videntes de Fátima, y a dios y a la virgen se les pasó por alto!

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.