El síndrome de la felicidad y el mito del crecimiento económico ilimitado abren enormes abismos en las sociedades contemporáneas. Sus respectivas ideologías no solo encubren los efectos negativos del fundamentalismo de mercado y de las nuevas formas de explotación, sino que vanaglorian sus falsas virtudes e irradian un falaz confort que ni por asomo considera la dimensión y los alcances de un sinfín de psicopatologías. Soledad, tristeza, angustia, ansiedad, depresión, desconfianza en el otro, y una vida sin sentido, son sólo expresiones de la enfermedad y el dolor social que tienden a potenciarse con el individualismo hedonista y la trampa de la eficiencia económica, el productivismo exacerbado y el rendimiento autoimpuesto.
El dolor social y el dolor individual/emocional son consustanciales al mismo proceso (des)civilizatorio del capitalismo y a la misma falacia de la libertad y la realización que este mismo difunde. Y ello se recrudece conforme los individuos sienten frustración y resentimiento ante la insatisfacción que les genera esta forma de organización de la sociedad. A su vez, estas modalidades de dolor se erigen en dispositivos de control social que descargan la espada de Damocles sobre los cuerpos, las conciencias, la mente y la intimidad. Con la pandemia, estos dispositivos alcanzaron su más acabada expresión a través de la gran reclusión, el confinamiento global y la emergencia e instauración del Estado sanitizante (https://bit.ly/3l9rJfX).
La enfermedad de la sociedad contemporánea es tal que son varios sus síntomas: desde la crisis de opiáceos y de fármacos legales que padecen los Estados Unidos –una sociedad decadente que mató por esta causa a 400 000 estadounidenses entre 1990 y el 2019– y varias naciones europeas, hasta el consumo masivo de ansiolíticos, analgésicos, antidepresivos, alcohol y oxicodona. El dolor humano es tal que existe toda una industria orientada a su gestión y a la evasión efímera del individuo desolado que naufraga en una vida sin sentido. Ello constituye una de las grandes epidemias silenciosas y soterradas contemporáneas y, sin embargo, no se repara en ella desde los Estados y desde las organizaciones especializadas.
El fracaso y el miedo a experimentarlo ante las expectativas incumplidas, las autoexigencias del rendimiento, y las condiciones de exclusión social, conducen a los individuos –principalmente a los jóvenes– a autolesionarse con el fin de evadir sus pobrezas y reivindicar un mínimo resquicio de libertad y de decisiones sobre sí mismos. Las inseguridades y problemáticas que la misma familia hereda a estos jóvenes, se potencia con la desigualdad social, la crisis de desempleo masivo y la pauperización de las clases medias.
Si los jóvenes se infligen dolor a sí mismos a través de la flagelación de su propio cuerpo, no es por locura ni por simple ocio o gusto desbordado, sino por el predomino de una estructura de poder, dominación y riqueza que exacerba el desamparo, la impotencia, la frustración, la soledad y la orfandad emocional. Entonces ese dolor drenado por el sistema solo es combatido o evadido por el daño infligido al propio cuerpo, el borderline personality disorde (trastorno límite de la personalidad o limítrofe), el trastorno de déficit de atención, la depresión, la tristeza, la neurosis, la bipolaridad, el síndrome burnout –o síndrome del desgaste profesional–, o la búsqueda de la autorrealización a través de la realidad postiza de Instagram y su estercolero que exacerba el narcisismo y la insatisfacción con el propio cuerpo. Tampoco es que las condiciones de igualdad social, por sí mismas, contengan estas psicopatologías, pues las sociedades escandinavas evidencian el drenaje de soledad en medio de la esquematización y la ficción del bienestar social. Basta con revisar el documental titulado La teoría sueca del amor (https://bit.ly/3dbu6we).
Millones de jóvenes, enajenados con la falsa ideología de la felicidad (https://bit.ly/3k9rd1Z), sienten placer, satisfacción y liberación al usar el cutter o el cuchillo para cortarse la piel o infligirse heridas en el cuerpo; al arrancarse el cabello; arañarse la cara; fracturarse los huesos; o en caso extremo emprender el suicidio u otras formas de morir lentamente. Según estudios de Richard Wilkinson y Kate Pickett, publicados en su ilustradora obra Igualdad, cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo (2019), se señala que el 22 % de los jóvenes británicos que rondan los 15 años hacen daño a su cuerpo cuando menos una vez en su vida; en tanto que de ese porcentaje, el 43% lo emprenden una vez al mes. Por su parte, en Estados Unidos, alrededor del 20 % de los jóvenes en edad escolar atentan contra sí mismos. Con una población total de 25 millones de habitantes, los estudios arrojan que en Australia dos millones de jóvenes atentaron alguna vez en su vida contra su cuerpo. En varios países, los problemas empiezan desde los siete años de edad, al momento en que esos niños pierden la confianza en sí mismos, sienten vergüenza o reconocen que no están a la altura de las expectativas impuestas en su entorno.
A esta autoflagelación no escapan tampoco los adultos y la sensación de vergüenza que lacera su autoestima. El túnel sin salida de la ignorancia tecnologizada (https://bit.ly/2BMr039) anula en esos seres la facultad para pensar, comprender y autoanalizar, en medio de una conciencia marchita por el bombardeo publicitario, los grilletes del crédito bancario, el consumismo, la super-explotación laboral y la obsolescencia tecnológica programada, que, en su conjunto, inducen una nueva mutación antropológica (https://bit.ly/3v9Zao9). La voluntad es medrada, pero también la capacidad para observar, analizar y discernir. Es el homo sapiens reducido a su mínima expresión y enclaustrado en las dimensiones propias de un homo digitalis.
La vulnerabilidad de los individuos se ahonda con la crisis pandémica y la consustancial gran reclusión a medida que se amplían las posibilidades de caer en las garras del híper-desempleo, la pobreza extrema, las hambrunas, y la fatiga ante el encierro. Esta vulnerabilidad se acrecienta en sociedades subdesarrolladas como México que con la violencia criminal (https://bit.ly/3dfaIhM) y la inseguridad pública, hunde a los individuos en el miedo perpetuo y en la inmovilidad física, mental y emocional.
A su vez, la depresión se erige como la verdadera pandemia de las sociedades contemporáneas. El individuo se exige a sí mismo y se topa contra el muro de la impotencia al darse cuenta que no es capaz de cumplir con las expectativas autoimpuestas. De ahí que se reproche y se agreda a sí mismo, en lo que sería una cruenta lucha contra su propia persona sin contar con mínimos referentes emocionales. Conservadoramente se calcula que la depresión enferma a 300 millones de seres humanos en el mundo. Al tiempo que genera discapacidades, la depresión causa morbilidades, debilita los sistemas inmunitarios e inmoviliza al cuerpo y a la mente. El sufrimiento que la depresión conlleva, frustra la vida familiar, escolar y laboral de los individuos que la padecen; al tiempo que es la gran causa de los 800 000 suicidios que ocurren mundialmente cada año, y que afectan, particularmente, a la población joven de entre 15 y 29 años.
El dolor y el sufrimiento se ensanchan porque la sociedad no se preocupa más por la calidad de vida de sus miembros, sino por el simple y efímero instinto de sobrevivir impuesto por el miedo y sus nuevas significaciones que afianzan dispositivos de control (https://bit.ly/35KfaRU). Ello magnifica las ansiedades, socava la dignidad de vivir, y hace de la vulnerabilidad y la fragilidad estados permanentes asfixiantes. La depresión guarda relación estrecha con esos cambios y se engarza con la radicalización de la era de la incertidumbre. Con el distanciamiento social que impuso la pandemia y su gran reclusión, la depresión puede alcanzar niveles insospechados y generar nuevas psicopatologías.
El triunfo incuestionable del individualismo hedonista y del fundamentalismo de mercado (https://bit.ly/2QIhEMG), implantados a sangre, sudor y lágrimas en las últimas cuatro décadas, radica en succionar y agotar las emociones y la creatividad de los individuos a través de los dispositivos del productivismo, el consumismo y el sueño de convertir a todo ser humano en mercader de baratijas. El vértigo de la eficiencia se impone como látigo sobre las espaldas y como rayo sobre el neocórtex (o sistema neocortical) del individuo. De ahí la relevancia de domesticar y anestesiar su conciencia y su pensamiento crítico. Esas son las nuevas cárceles derivadas de la ilusión delirante del progreso.
Quienes pilotean el capitalismo digital conscientes están de que el gran campo de batalla y de apropiación sobre los individuos está en la mente y en las emociones de éstos. La misma orfandad ideológica de los ciudadanos amplía los márgenes para esa apropiación y conducción de las emociones; al tiempo que contribuye a difuminar o a encubrir las causas últimas del dolor y de la soledad.
Entonces el social-conformismo se apropia de la vida cotidiana de los individuos que tienden a “normalizar” su dolor y sufrimiento, y a alcanzar el analgésico en las redes sociodigitales que apelan a su pasividad. Pero el miedo y el dolor paralizan el cuerpo, la mente y la conciencia, y es allí donde los ciudadanos se tornan dóciles, sumisos y carentes de inventiva. De ahí que el progreso tecnológico y el confort que aportan a las sociedades, sea directamente proporcional al dolor, la soledad, al control político sobre los individuos y a la pérdida de contacto con la realidad.
Solo el retorno del homo sapiens, el ejercicio del pensamiento crítico y la domesticación de la falaz cultura de la eficiencia económica, reivindicarán el sentido perdido en las sociedades contemporáneas. Si ello se acompaña de una sólida cultura ciudadana que apele a la reflexión y al sentido común, se encontrarán cauces de salida de cara a los laberintos que impone el capitalismo digital y pandémico.
Investigador, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.