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Fervor religioso, la locura silenciosa

Fuentes: Rebelión

Parece mentira que esto suceda en el siglo XXI, pero las religiones monoteístas principalmente, y también sus secuelas y herejías doctrinales en forma de sectas secretas, anónimas o sumidas en la subrepticia oscuridad de la rutina, siguen marcando el paso y el pulso de muchas gentes de bien. El beneficiario último del mito, el poder […]

Parece mentira que esto suceda en el siglo XXI, pero las religiones monoteístas principalmente, y también sus secuelas y herejías doctrinales en forma de sectas secretas, anónimas o sumidas en la subrepticia oscuridad de la rutina, siguen marcando el paso y el pulso de muchas gentes de bien. El beneficiario último del mito, el poder establecido y las elites gobernantes. No solo en la vasta extensión de los países fallidos o expulsados de la posmodernidad neoliberal, asimismo en los territorios de la injusta y desigual riqueza capitalista.

El poder sabe que las religiones distorsionan la realidad a su favor y pueden ser vehículos fundamentales para socializar la historia y la actualidad de un modo falso, controlando las conciencias de los individuos a través de edictos o proclamas morales ancladas en creencias basadas en la fe. Tomando a Elias Canetti como referencia, la religión sirve en última instancia para transformar los impulsos privados en masa uniforme donde la igualdad es el rasero de unión de las miserias personales. A veces como multitudes de lamentación resignada a su suerte esquiva y otras como mutas de ataque ante lo diferente y el adversario externo ficticio, el poder tiene el resorte de su transformación según sus propios intereses que camufla como generales en el fervor religioso visceral e irreflexivo.

Resulta lógico en este escenario descrito a vuelapluma que las religiones se conviertan en tabú y en conceptos sagrados que requieren el auxilio y la defensa a ultranza del establishment. Quienes están sumidos en su fe, no tienen argumentos coherentes para usar la razón discursiva frente a otras ideas políticas o laicas basadas en la experiencia, los datos, las comparaciones y el rigor dialéctico de la palabra que ofrece y escucha a la vez. De ahí que haya que preservar el hecho religioso con sumo cuidado, creando ad hoc el subterfugio de la ofensa: la fe por sí misma no atesora razón alguna para su subsistencia y credibilidad en la esfera pública. Hay que atrincherarla con figuras jurídicas que rayan el absurdo.

Un ateo o agnóstico o creyente laico no puede defenderse con idénticas armas de las patrañas ideológicas que manejan a su antojo las jerarquías que custodian con veneración dictatorial y severa los dogmas religiosos. Las esencias de cualquier fe masiva y beligerante son susceptibles de ser esparcidas sibilinamente como humus de resignación o como elemento desencadenante de violencias emocionales por los santos varones que rigen los destinos de las doctrinas más extendidas en el mundo. Y siempre en connivencia con las tramas del poder hegemónico.

A pesar de la razón y la ciencia, las religiones no morirán así como así. Su democracia de rebaño y su fuerza para calmar las heridas de las batallas cotidianas no precisan demasiado rigor intelectual para adherirse a ellas. Con el mínimo esfuerzo, un pobre o marginado aislado de sus contextos históricos y existenciales puede ingresar de pleno derecho en un reino de igualdad donde pueden tocarse y olerse los aromas íntimos del prójimo que sobrevive en similar situación a la propia. Todos somos iguales en la desdicha y en la fe del carbonero.

Entregados al rezo estipulado y a las normas prescritas caídas de la revelación incontestable, la igualdad en la uniformidad se transforma en un hogar universal, un espacio de calor confortable donde la crítica racional no es más que un elemento distorsionador y diabólico que únicamente pretende resquebrajar la unión sentimental de la masa. El bien somos nosotros; el mal absoluto, ellos, los otros, los descreídos.

Más allá de que la locura sea en sentido estricto una frontera política e ideológica para delimitar lo que es bueno o malo, aceptable o rechazable en una sociedad organizada, refugiándonos en la tesis de Darian Leader, cabría traer a colación dos conceptos sutiles, estar loco y volverse loco, para intentar comprender en profundidad la etiología del hecho religioso como enfermedad o disfunción adaptativa a escenarios complejos de la mente. Según el autor, y tantos otros de perfil humanista o progresista, la cordura y la locura no son conceptos enfrentados: ambos fenómenos conviven anudados entre sí en la latencia existencial del devenir humano.

De alguna manera, todas las personas sublimamos o desviamos nuestras represiones o sucesos desagradables para adscribirnos a la normalidad mayoritaria. En ocasiones, fruto de la experiencia individual, nos inventamos relatos peculiares para soportar, atemperar o domeñar nuestras neuras o psicosis internas. Es decir, estamos locos, pero no todos nos volvemos locos necesariamente. Ese diálogo sordo entre cordura y locura no hace distingos por clase, sexo o condición de otra naturaleza.

La locura expresa, no los síntomas estrafalarios estereotipados por la psiquiatría al uso para engancharnos a cualquier tipo aleatorio de trastorno y medicamento salvador, puede presentarse de repente en la persona más sana o normal del entorno más estable posible. De cuerdo a loco o viceversa hay recorridos exiguos, distancias que no pueden observarse ojo clínico avizor.

Tanto fervor desatado, ya sea de carácter místico o de expresión doliente extremista o violenta en su formas, da que pensar. Y entre estar loco y volverse loco solo hay un trecho ínfimo. Todo poder es consciente de ello. Por eso, las religiones continúan siendo un arma muy peligrosa en manos y cerebros de intereses ocultos al teatro público. Una masa enfurecida dirigida desde las sombras morales y las prescripciones dogmáticas es más nociva que una bomba atómica. La locura ordinaria de la rutina que descansa en la simpleza de la fe siempre está a la orden de un dedo divino o carismático que le señale el enemigo a batir o la tierra prometida a hacer suya contra viento y marea. No hay masa de lamentación que no pueda advenir de súbito en muta de guerra. Si se atizan los odios y las animadversiones del modo conveniente, el frasco de las esencias dormidas podría despertar su potencial y trasmutarse en veneno justiciero. Pócima mágica y veneno son como cordura y locura: compañeros inseparables. Todo es cuestión de dosis. De esa alquimia explosiva no hay país que esté vacunado al cien por cien.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.