La fiesta es el tiempo que, opuesto al trabajo, permite al ser humano descansar de las penurias de la vida laboral. Muchos son los tratados y artículos que pretenden, desde diversas perspectivas, dar razón a la necesidad de interrumpir los hábitos. Así, desde la psicología, se insiste cada vez más en la importancia de regular […]
La fiesta es el tiempo que, opuesto al trabajo, permite al ser humano descansar de las penurias de la vida laboral. Muchos son los tratados y artículos que pretenden, desde diversas perspectivas, dar razón a la necesidad de interrumpir los hábitos. Así, desde la psicología, se insiste cada vez más en la importancia de regular las actividades cotidianas mediante lapsus de descanso que sirvan para revitalizar la consiguiente fase de producción. El ocio, la diversión y la despreocupación fungen así de elemento esencial para mantener el equilibrio psíquico, social y económico de cualquier grupo campesino y ciudadano. Que la celebración de festejos era imprescindible lo entendieron hasta las capas más reaccionarias del capitalismo del siglo XIX y XX; y que tales convocatorias, incluso mostrando el malestar frente a las clases dominantes, fue asumido por las diversas jerarquías eclesiásticas desde muy temprana edad.
A la hora de clasificar los ciclos festivos, los analistas han propuesto varios modelos o posibilidades: fiestas religiosas frente a las profanas; estacionales opuestas a las locales; fijas versus móviles; etcétera. En definitiva, se ha optado por la bipolarización, por la oposición entre dos mundos que se suponen enfrentados, aunque en ocasiones queden imbricados.
El caso es que, para que pueda materializarse, ha de darse un cúmulo de circunstancias que hagan posible la festividad.
Se requiere, en primer lugar, de un lugar en el que ejecutar los actos: el espacio festivo. Dicho espacio se delimita por las ermitas e iglesias en el caso de tratarse de acciones religiosas, y por la plaza si hablamos de celebraciones laicas o populares en un sentido más amplio. Este último puede circunscribir su desarrollo al barrio o a entidades menores si así se considera pertinente. En cualquier caso, es el centro neurálgico y social el que actúa como catalizador del hecho a mostrar.
Una vez elegida la ubicación y el motivo del festejo, lo habitual es que se cree una comisión que haga los preparativos. En las fiestas populares son los ayuntamientos o, en su lugar, las comparsas y grupos culturales y políticos o sociales quienes desarrollen tales tareas. No es de extrañar, por tanto, que sean personajes comprometidos en la lucha social quienes más interesados se muestren a la hora de organizar los festejos. En su contra, tampoco es inhabitual que las diferentes administraciones pretendan fiscalizar las actividades de quienes, a buen seguro, han de realizar una labor demoledora de sus actuaciones. La lucha se presenta entre la posibilidad de celebrar unas jornadas festivas críticas con el gobierno, pero populares; u optar por la acción gubernativa, que garantiza cierto orden en detrimento de la libertad de crítica.
Si se pretende que la celebración sea realmente popular, los impedimentos jurídicos o administrativos deben dejarse a un lado; si, por el contrario, se elige la seguridad emanada del Estado, la fiesta popular carece de sentido.
Otra de las prerrogativas que asisten a los grupos organizadores de cualquier festejo es la de realizar sin cortapisas la crítica social. Ellos, agrupaciones marginadas y marginales en ocasiones, han de aprovechar las pocas fechas que se les brinda para ejecutar su labor (obispillos, dances, mascaradas, etc.). Es lógico que las diferentes jerarquías quieran poner los límites a la libertad de expresión, como también lo es que éstas muestren sus reivindicaciones (legítimas) con mayor intensidad. Grupos como los anti-nucleares; pro-amnistía; por la liberación Gay y de Lesbianas; y otras de diferente índole que no encuentran otra posibilidad de mostrar de un modo fehaciente sus reivindicaciones, sobre todo por no caer en la órbita de lo políticamente correcto, se ven abocados a realizar sus reivindicaciones en el espacio festivo, toda vez que participan de él. También es lógico que el poder establecido quiera fiscalizar tales manifestaciones, pero su incursión, nuevamente, se opone al derecho a la agrupación, a la opinión, a la manifestación de ideas, y a un largo etcétera que deja en entredicho al Estado de Derecho.
La administración no debe inmiscuirse en los preparativos de las fiestas populares (más allá de lo estrictamente legal), so pena de abortar el carácter popular de dichas celebraciones.
El siguiente grupo social relevante en los festejos lo constituye el de los figurantes: músicos, cantantes, danzantes, payasos y un largo etcétera. Cada no de los mismos posee su propia idiosincrasia, su ideología y sus métodos, algo que se reflejará, indiscutiblemente, en cada una de sus actuaciones.
Nuevamente, la autoridad competente, por lo general a través de figuras asociadas a la policía o al ejército (Ministerio o Consejería de Interior) pretenderá limitar sus usos y abusos, creando así una censura (previa o no) de las posibles actuaciones. La admisión de las mismas, sin una crítica popular previa, es una nueva nuestra del nivel democrático de un país.
Por último, el tercer grupo humano que toma parte en los festejos es el del público. Éste decide lo que está bien y lo que no. Asiste o no a las celebraciones, abuchea o aplaude las actuaciones y demuestra de un modo u otro lo que agrada y lo que no.
Si en una sociedad se prohíbe a las organizaciones populares estructurarse en Comisión de Fiestas; si, además, se censura la elección del pregón y/o de quien lance el txupin; si tampoco son libres de elegir a los payasos u otros actuantes en las fiestas; si no se permiten las manifestaciones populares en contra del Régimen; y si no se facilita el acceso a quién quiera mostrar su desacuerdo con el orden establecido; la fiesta popular habrá muerto dando lugar al festejo institucional.