«Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de trasformarlo« Fue en 1845 cuando Marx escribió esta famosa Tesis XI sobre Feuerbach, abriendo así una nueva y decisiva etapa para la filosofía, su enseñanza, su transmisión y su puesta en práctica, actividades reservadas […]
«Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de trasformarlo«
Fue en 1845 cuando Marx escribió esta famosa Tesis XI sobre Feuerbach, abriendo así una nueva y decisiva etapa para la filosofía, su enseñanza, su transmisión y su puesta en práctica, actividades reservadas hasta ese momento a una reducida elite de pensadores que podía disfrutar de los conocimientos adquiridos a través de esta disciplina, con el consabido poder que ello conlleva, no solo en el ámbito intelectual, sino también en los diversos campos que conforman a la persona.
El modo en que Marx entendió la filosofía hizo que esta cambiara de rumbo, concibiéndola como una herramienta imprescindible para la transformación de la sociedad que habitaba. Con Marx, la filosofía amplía su horizonte y ya no queda reducida exclusivamente al ámbito académico, sino que sale de las aulas, de la universidad y de los círculos privilegiados para incorporarse a la ciudadanía en forma de conocimiento, de toma de conciencia y de crítica hacia el modelo de sociedad imperante.
Fueron muchas las aportaciones que Marx llevó a cabo en el ámbito de la teoría económica, social y política, amparándose en el análisis exhaustivo que hizo del contexto histórico que vivió. Y muchos también los detractores de su filosofía y de las conclusiones que alcanzó en torno al capitalismo, a las bases que lo sustentan y al sistema que obedece. Pero desde la perspectiva que atiende más estrictamente al concepto de filosofía defendido por Marx, pocos se atreverán a cuestionar la riqueza de la que este dota a esta antigua disciplina y saber, devolviéndola a sus orígenes preacadémicos y atribuyéndole las funciones primigenias que le son propias y que ni siquiera el orden establecido pudo ya evitar su desarrollo a partir del S. XIX.
Pero no fue solo Marx quien llevó a cabo esta labor revitalizante de la filosofía, sino que estuvo acompañado en este proceso histórico de cambios, no solo en el ámbito del pensamiento, sino en todos los estadios que ocupa el mundo contemporáneo, por Nietzsche y por Freud, conformando lo que se ha dado en llamar la Filosofía de la sospecha. Esta se inicia cronológicamente con Marx, aunque todos compartan un mismo contexto, el del S.XIX y comienzos del XX, determinante para el devenir histórico del ser humano y nuestra comprensión acerca del mismo.
Marx sitúa su teoría filosófica en torno al inicio y el desarrollo posterior del sistema capitalista, trazando sus tesis históricas sobre el materialismo tradicional, sobre la dialéctica heredada de Hegel y aplicada a la lucha de clases, sobre el concepto de alienación ya estudiado por Feuerbach y ahora revisado y adaptado a la teoría marxista, sobre los fundamentos aportados por los ideólogos y economistas en los que se ampara el capitalismo, y finalmente, sobre una profunda antropología que sienta sus bases en los conceptos de trabajo, economía y sociedad, profundamente vinculados entre sí, para establecer una determinada visión del mundo y del ser humano que en él habita.
Por su parte Nietzsche, elabora una crítica muy agresiva contra toda la tradición filosófica occidental, cimentada buena parte de ella, sobre el judeocristianismo y todos los valores que este ha defendido e instaurado en el ámbito de la moral, extendiéndose al resto de planos de la realidad y condicionando, de este modo, nuestra manera de enfrentarnos a ellos. La filosofía, según Nietzsche, comienza su etapa decadente a partir de la conceptualización que de ella llevan a cabo Sócrates y Platón, continuada posteriormente por el resto del pensamiento occidental. Pero no solo la filosofía se corrompe al quedar atrapada bajo el yugo del concepto y el influjo de las religiones monoteístas, sino que la decadencia se extiende también al resto de saberes occidentales, dada la desvirtualización sufrida por las ideas desde la ruptura que tuvo lugar en la antigua Grecia entre lo que Nietzsche llama lo apolíneo y lo dionisíaco, en perfecto equilibrio hasta la sistematización socrático-platónica.Y esta misma tendencia racionalizante que recorre Occidente se extiende también a la ciencia, al lenguaje, a la política, o a la sociedad, contra las que Nietzsche arremete, tachándolas de castradoras, en términos freudianos, de la auténtica esencia de la filosofía genuina, aquella connatural al ser humano y anterior al academicismo al que queda confinada tras el triunfo del paradigma occidental al que está sometida.
Freud es el tercer miembro de esta corriente de pensamiento crítico con el orden establecido y con la herencia recibida de la tradición occidental. Sus ataques, en la línea agresiva de Nietzsche, se dirigen especialmente a la cultura, entendida como aquel complejo entramado sobre el que hemos edificado nuestro mundo, condicionando nuestro quehacer en él y modificando a la vez nuestras propias tendencias naturales para poder adaptarnos al constructo que hemos creado. Freud mantiene una visión negativa de este concepto de cultura, especialmente en su versión occidental, donde se acentúan todos los rasgos artificiales que hemos incorporado a nuestro ser, en detrimento, olvido y casi abandono de aquellos otros naturales que por encima de todo, nos constituyen. Naturaleza y cultura, physis y nomos, se convierten en los conceptos antagónicos que recorren las tesis de Freud, dotándolas del carácter científico propio de una época en la que la supremacía de la ciencia otorga toda la credibilidad que necesitan las cuestiones tratadas. Y en este caso, más allá de la influencia que recibiera el propio Freud de su contexto histórico, se empeñó especialmente en transmitir el carácter científico del psicoanálisis para que fuera considerado por sus colegas de profesión y por el resto de la comunidad, no solo como una corriente más de la recién inaugurada psicología científica, sino como la vía definitiva para explicar y fundamentar las afecciones de la psique y las patologías asociadas a ella.
Y es comprensible este afán de Freud por el reconocimiento científico de su disciplina y sus descubrimientos, puesto que muchos de los males presentados en pacientes a los que trataba eran considerados por el conservadurismo y por la superstición como fruto de brujería (en su sentido peyorativo, acuñado en Occidente) o incluso casi posesión diabólica, cuando el mundo aún no estaba familiarizado con la histeria, ni con la ansiedad, ni con el estrés, ni con la depresión o con la neurosis, de la que pocos quedan exentos en la actualidad. El propio Freud llegó a afirmar que todas la personas sufren de neurosis en el Occidente actual, dadas las características propias del mundo en que vivimos y sus exigencias para con la anulación pulsional e instintiva que requiere de nosotros.
La represión del deseo y de nuestros caracteres más esenciales, la supremacía del principio de realidad en detrimento del de placer, la interiorización de las normas y convencionalismos sociales y culturales, el análisis de los diferentes tabúes que recorren nuestra historia, la sublimación como mecanismo de aceptación interna y externa, o la extensión de la sexualidad en el espacio (no solo restringida a los genitales) y en el tiempo (más allá de la exclusividad de la edad adulta) que lleva a cabo Freud, son algunas de las cuestiones desarrolladas por el psicoanálisis originario, centradas, buena parte de ellas, en uno de los mayores descubrimientos del pasado siglo: el inconsciente.
Y precisamente debido al inconsciente, la filosofía se ve obligada a redirigir sus teorías tradicionales acerca del conocimiento, del comportamiento humano, de las relaciones que establecemos, y de la propia visión del mundo y del ser humano que habíamos mantenido hasta ese momento (1). La gnoseología, amparada en la concepción tan favorecedora que se mantenía de la ciencia, su objeto de estudio y su metodología en la era positivista de comienzos del S.XX, tuvo que incorporar a su propio proceder filosófico, un nuevo paradigma, en términos estrictamente kuhnianos, sobre el conocimiento humano, sus límites y los caracteres de esa nueva y determinante parcela de nuestra mente. A las categorías de racionalidad, subjetividad, consciencia o lógica que se habían aplicado al estudio del conocimiento desde la Modernidad y su giro temático hacia el yo, hay que sumar todas las propiedades básicas de una parte de nuestra mente más poderosa y decisiva que la consciente. Por ello, no fue tarea fácil para la filosofía tradicional en los inicios del psicoanálisis hablar de todo aquello que define esencialmente al inconsciente: lo mágico, lo irracional, lo ilógico, lo simbólico. Y todos esos caracteres, al formar parte de nosotros, también lo hace de la filosofía, como actividad connatural al ser humano.
La Filosofía de la sospecha, a través de los diferentes campos de estudio que trata, pone de manifiesto las cualidades originarias de este saber tal como se entendieron y percibieron antes de constituirse como disciplina exclusivamente racional y conceptual en Occidente.
Nuestra tradición se ha esforzado tanto en enseñarnos los orígenes de la filosofía occidental, con sus cotas de influencia oriental, a modo de pequeñas concesiones como cortesía para compensar su excesivo etnocentrismo a este respecto, que no nos planteamos que la filosofía pudiera existir antes de Grecia y de Tales, Anaximandro y Anaxímenes, como los libros de texto y los propios manuales de filosofía recogen de manera ordenada y cronológica. Se trata de los tres primeros filósofos de la historia (occidental), con sus elementos primordiales a partir de los cuales surge la vida y el propio universo y a los que han de retornar en el ciclo permanente de la espiral cósmica. Agua, apeiron (traducido comúnmente como lo indeterminado) y aire, componen el arjé, el principio de todo, respectivamente, para cada uno de estos primeros filósofos. Y es aquí donde la historia fija el inicio de la tradición occidental del pensamiento, donde se produce el conocido paso del mito al logos, tan didáctico para los alumnos que aprenden esta materia, pero tan superficial al mismo tiempo y con tantos malentendidos que acabamos interiorizando, conformando un concepto erróneo en buena medida, de la filosofía, del pensamiento y de todo lo que lo integra, mediatizado por la visión exclusivamente racional del mismo de la que le ha dotado Occidente.
La filosofía, entendida desde el concepto que defiende la misma tradición que fija sus orígenes en la Antigua Grecia, se ha concebido como la historia de las ideas y de su evolución desde el punto de vista cronológico, por lo que las nuevas ideas se revisten de una especie de autoridad moral, reflexiva y filosófica con respecto a sus predecesoras en el contexto histórico anterior, como una suerte de superación constante acorde a una hipotética y continua mejora de nuestras capacidades intelectuales (2), aunque estas, desde el punto de vista neurobiológico, se hayan mantenido en los mismos niveles al menos desde los últimos 150.000 años. Por eso, es lícito pensar que la evolución de las ideas y la consabida superioridad que lleva aparejada dicho concepto, no solo en el ámbito de la filosofía, responde más bien, a un aumento de la complejidad del mundo que construimos y que hemos ido creando desde las primeras civilizaciones conocidas, lo que nos ha obligado a cambiar nuestro pensamiento, nuestra visión de la realidad, nuestra manera de entender la filosofía y la propia filosofía junto con todo lo que a esta rodea, nuestro lenguaje y las relaciones humanas, en un intento permanente e instintivo de adaptación al artefacto que nosotros mismos hemos construido.
Por eso, la filosofía de la naturaleza desarrollada por Tales, Anaximandro y Anaxímenes, así como la del resto de presocráticos, es superada racionalmente por las reflexiones posteriores sobre el ser humano, su mundo interior y su entorno llevadas a cabo por Sócrates. Al igual que ellos mismos, los presocráticos, superaron a sus antecesores, que ni siquiera hacían filosofía, según la tradición, sino que se trataba de una serie de cosmogonías planteadas desde los mitos y los poemas. Y unos siglos más tarde, el discípulo más conocido de Sócrates, Platón, sistematiza las enseñanzas del maestro, elevándolas a un nivel más profundo al introducirlas en la metafísica que a partir de ese momento recorrería la historia del pensamiento occidental, con mayores o menores modificaciones, pero sin prácticamente cuestionamientos importantes al respecto hasta Heidegger y su famosa diferencia ontológica. Pero antes de Heidegger, llegó la filosofía de la sospecha.
La filosofía moderna y sus rasgos incipientes ya en la Baja Edad Media y el Renacimiento, y su giro hacia la subjetividad, aporta nuevas claves para entender nuestra naturaleza, superando (de nuevo), en cierto sentido la larga etapa medieval y la supeditación del pensamiento a las creencias religiosas que abordaron la batalla entre razón y fe presente a lo largo de todo este período. Como también ocurrió con la Ilustración y el excesivo entusiasmo puesto en el concepto de progreso, acuñado en el Siglo de las Luces, lo que trajo consigo una nueva superación del pensamiento anterior y una mayor racionalización del mismo, lo que culmina con el positivismo que recorre el S. XIX en todos los campos del saber. Y es precisamente aquí, en este período decimonónico, imbuido del carácter científico del que quiere dotarse a todas las disciplinas, donde tiene lugar el máximo desarrollo del pensamiento en sus términos más estrictamente evolutivos, dado el contexto darwinista en el que nos encontramos, y que el propio Comte, máximo representante del positivismo filosófico, se apresura en tildar de estadio positivo del pensamiento humano, superando una vez más, a los anteriores (3).
La filosofía occidental es la historia de la superación de las ideas, del intento permanente de culminación de las mismas, que muchos han atribuido a su propia persona y doctrinas, como en el caso de Hegel. Pero esa constante superación, entendida por la tradición como una evolución lógica de nuestro pensamiento de acuerdo con realidades cada vez más complejas que hemos de afrontar, ha caído en una excesiva racionalización, privando a la filosofía de sus rasgos más primigenios y estableciendo así una línea de demarcación, como bien se encargaron de ello los neopositivistas de comienzos del S.XX, entre lo que es filosofía y lo que no lo es. No en vano, el recorrido del pensamiento occidental ha estado marcado por la revalorización, cada vez más acentuada, de los aspectos formales, racionales, conceptuales y sistemáticos de la filosofía, en detrimento de todos aquellos caracteres que la definen, con mayor fundamento que los anteriores, como una disposición, una cualidad (anterior a la disciplina como tal) inherente a la propia naturaleza humana (4). Hablamos de la sensibilidad, tan denostada por la historia del pensamiento en favor de la racionalidad y de las diferentes teorías del conocimiento que proliferan durante la Modernidad, histórica y filosófica; de la pasión, de lo irracional, de nuestra consciencia sobre el mundo real, de nuestro vínculo con todo lo que nos constituye de manera natural, de lo simbólico, de todo lo inconsciente que determina nuestros actos y nuestro propio pensamiento, aunque la consciencia siga adjudicándose dicha tarea, reservando al inconsciente solo aquellos resultados negativos o actuaciones reprobables, fruto de un proceder no consciente.
La filosofía de la sospecha llegó en un momento decisivo para el curso de nuestra historia, suponiendo un punto de no retorno en la constitución del mundo que hemos construido. El S.XIX sienta las bases definitivas para la conformación de la realidad existencial, mecánica, superficial y alienante de la actualidad, que venían gestándose desde el Renacimiento y su abrumador cambio de paradigma, comparable al de la Revolución Neolítica y cuyo rasgo más determinante para el inicio del nuevo proceder histórico, a mi juicio, es la concepción, interiorizada a partir de este momento, del dominio del ser humano sobre la naturaleza, ejemplificada en muchos pensadores del momento, tanto desde la filosofía como desde la ciencia, hasta entonces saberes casi indistinguibles (5).
Paradójicamente, cuando la filosofía en la Modernidad gira hacia la subjetividad y centra su mirada en nuestro interior, comienza al mismo tiempo el proceso imparable, hasta el momento, de desvinculación con aquello que más auténticamente nos constituye, o lo hizo en los orígenes, con todos los rasgos y cualidades naturales que nos han ido alejando de nuestros ancestros, sacrificándolos en favor de la cultura, la ley, las religiones monoteístas, los convencionalismos, las directrices complejas y envolventes a las que hemos de enfrentarnos y, en definitiva, al nomos, como bien lo definieron los sofistas para incluir todos estos términos y aseverar su constante enfrentamiento con lo que en contraposición a todo ello se denominó physis.
Y para adaptarnos al mundo que nosotros mismos vamos generando, reprimimos nuestros deseos más primarios, renegamos de nuestros instintos naturales y nos habituamos al adoctrinamiento en el que se nos educa, en el del progreso, el del bienestar, el de los metarrelatos de los que hablaba Lyotard, al mismo tiempo que modificamos también nuestro pensamiento, nuestra manera de sistematizarlo, nuestra visión de la realidad y de las relaciones que en ella y con ella entablamos, y alteramos el propio concepto de filosofía, casi desterrando de él la admiración, el asombro, la espontaneidad, la emoción, la pasión, la conexión con aquello de lo que formamos parte, la contemplación, o la mera observación, que ya no tiene cabida en el tiempo de la inmediatez, de lo mecánico y de lo superficial.
Y es así cómo la filosofía en nuestro mundo actual pierde parte de su esencia, la originaria, la que se olvidó hace mucho tiempo, pero también la que se le atribuyó desde la sistematización de la misma en la Antigüedad, es decir, su carácter especialmente racionalizante y conceptualizador, heredero de la profundidad metafísica de la que había hecho gala Occidente. Y afectada también por la cada vez más acuciada falta de profundidad de la realidad que vivimos, por la carencia de la mirada interna que requerimos sin saberlo y por la mediación constante de la tecnología y sus implicaciones en nuestro modo de concebir el mundo y pensarlo, lo que, por otra parte, ha conseguido alterar nuestro propio sistema cognitivo, la filosofía y la manera que tenemos hoy de entenderla, se vuelve tan superficial como el resto del entorno que hemos construido (6). No en vano, desde el pragmatismo filosófico se la relega a una función meramente discursiva, como ya apuntara R. Rorty, o a una acción comunicativa, como propuso Habermas, fiel a su exigencia de una ética del discurso, acorde con los modelos que sobre una base exclusivamente teórica proclaman los sistemas occidentales imperantes.
Y todo ello en la era de la filosofía postanalítica, a la que ya apuntaban los miembros del Círculo de Viena cuando pretendían desprender al pensamiento tradicional de todas sus inútiles ataduras metafísicas, otorgándole la tarea exclusiva del análisis lógico del lenguaje. Pero no tuvieron en cuenta el condicionamiento tan agresivo al que estaría expuesto nuestro pensamiento y las interacciones que por medio de él llevamos a cabo debido al influjo de la llamada tecnología intelectual (7), lo que ha debilitando enormemente nuestra capacidad para profundizar sobre las cuestiones que nos rodean, modificando nuestro modo de interacción con el objeto a estudiar, y en definitiva, alterando nuestras cualidades cognitivas en favor de una mayor superficialidad al respecto. El análisis lógico del lenguaje al que aspiraba la filosofía neopositivista ha degenerado en la actualidad en un empobrecimiento del lenguaje en todos sus ámbitos y en una falta de profundidad en las ideas a tratar, generando también en la filosofía el carácter superficial propio de nuestra era, desprendiéndola de aquellos rasgos excesivamente sistematizadores, objeto de nuestra crítica, pero sin serles devueltos aquellos otros que la originaron y que reivindicamos, como hiciera la filosofía de la sospecha. Por lo que nos encontramos con una tradición que reniega de los caracteres más propiamente pasionales de la filosofía, los que la asemejan al arte, a lo simbólico, a lo irracional, en su sentido más benigno, a lo épico o lo faústico, como diría Spengler, a lo místico, o a la poesía, como hicieron el segundo Wittgenstein, Holderlin, o Heidegger en su última etapa, para quien precisamente la poesía y lo que esta representa es el único lenguaje posible en la búsqueda del Ser. Y por otro lado, esa misma tradición que abogó por la razón, por el concepto, por la lógica y por el formalismo desapasionado de una rígida filosofía, es sustituida en la actualidad, en buena parte, por el pensamiento adormecido al que nos hemos habituado dado el contexto que vivimos y al que nos ha abocado el orden hegemónico en un intento más por mantener los mecanismos de control que le son propios. El modo en que pensamos, la forma en que utilizamos nuestro pensamiento y en la que vamos alterando sus maneras ancestrales de funcionamiento, es uno de esos mecanismos de control entre tantos otros.
Es por ello que los pensadores de la sospecha, cada uno desde su ámbito concreto de estudio y reflexión, llevan a cabo, no solo un cuestionamiento de la tradición occidental de pensamiento, acentuando su recelo ante la misma (de ahí el término de sospecha acuñado en este sentido por Paul Ricoeur), sino también, una invitación a la toma de consciencia sobre el mundo que habitamos y todos los componentes que lo integran; una recuperación de los valores y actitudes propias y genuinas de la filosofía, marginados durante los largos siglos de rígida conceptualización; y por último, la posibilidad de sentar las bases para un auténtico pensamiento crítico que tendrá su continuidad en las disciplinas, corrientes y pensadores surgidos tras la influencia de la filosofía de la sospecha (8).
La filosofía tiene que servir, entre otras muchas cosas, para transformar el mundo, como pensaba Marx. De ahí la importancia de la crítica, del inconformismo, de la indignación, de la capacidad para cuestionar el orden establecido cuando este deviene en injusticias de toda índole, actitudes todas ellas propias de una auténtica filosofía, hoy especialmente vulnerable por las pretensiones de un sistema educativo que ve peligrar la hegemonía del poder imperante cuando la ciudadanía conoce la historia de las ideas, aprende a cuestionarlas argumentando desde la lógica y la coherencia y, en consecuencia, toma consciencia de su entorno y del funcionamiento del mundo que habita.
La filosofía de la sospecha ha contribuido a continuar los anhelos de lucha y transformación de la sociedad que se mantienen en la actualidad en forma de movimientos sociales, vecinales y ciudadanos, a través del conocimiento y de la toma de contacto con la realidad, haciéndolo desde las bases mismas que sustentan al sistema occidental imperante y a su modo de proceder, que podrá eliminar a la filosofía de las aulas, pero no conseguirá sacarla de las calles y de la consciencia de la ciudadanía. La filosofía de la sospecha y su análisis de la realidad cumplieron con su labor hace tiempo y legaron su disposición crítica a las corrientes y movimientos venideros. El feminismo, el antibelicismo, el ecologismo, el anticapitalismo, y en general, la contracultura generada en los años sesenta del pasado siglo, llevan el germen de la filosofía de la sospecha en su versión más activa y contestataria. Y somos herederos de aquellos que no se conformaron ni se resignaron a participar de un mundo y de unos modelos de vida establecidos por un sistema de poder destructivo.
La filosofía de la sospecha, ha conseguido desarrollar su actividad bajo una doble vertiente: la del análisis y la crítica evidente que lleva a cabo de la cultura occidental imperante y de todo su entramado, y la de la reivindicación de toda una serie de caracteres propios de la filosofía como disposición connatural al ser humano, perdidos o al menos, apartados de la tradición. En este último caso, el pensamiento de Nietzsche y de Freud se ha convertido en un referente para la filosofía que aspira a retornar a sus orígenes preacadémicos, donde lo simbólico, lo pasional, lo irracional y la propia embriaguez en la que puede sumirnos el arte, resultan imprescindibles para aprehender la realidad y a nosotros mismos insertos en ella. Y en cuanto a Marx, su filosofía gesta las bases de un auténtico pensamiento crítico que tendrá su correlación en las corrientes y movimientos actuales (9), pero al igual que sus compañeros de doctrina, etiquetados bajo el mismo rótulo de la sospecha, sus teorías se asientan sobre actitudes primigenias de nuestra especie, que la definen y caracterizan del mismo modo en que lo hacen los rasgos ya mencionados y marginados por la tradición: la lucha, presente en todas las épocas y contextos históricos conocidos. La lucha contra la opresión, contra las injusticias, contra el sufrimiento; la rebelión de aquellos y aquellas que se atreven a desafiar al orden impuesto en aras de la libertad y, en definitiva, de la dignidad que hemos de preservar. Y ese es el legado del pensamiento de la sospecha, recogido por los que van más allá de la tradición y de sus enseñanzas y por los que aún pensamos que no solo hemos de interpretar el mundo, sino también transformarlo.
Notas:
1. No en vano el propio Freud habla de lo que él mismo ha dado en llamar las tres grandes humillaciones de la humanidad (en Conferencias de introducción al psicoanálisis, 1916-17). La primera de ellas la protagoniza Copérnico y la instauración definitiva de la teoría heliocéntrica. La segunda está representada por Darwin y la teoría de la evolución. Y la tercera la identifica consigo mismo y el descubrimiento del inconsciente. En todas ellas se evidencia la vulnerabilidad del ser humano, hasta entonces erigido, respectivamente, en centro del universo, superior al resto de especies, con las que no mantiene ninguna deuda biológica, y sabedor de su propia consciencia, para la que no se admitían límites en la adquisición de conocimientos.
2. Es necesario señalar excepciones a este respecto, como las referidas a corrientes de filosofía actuales como la Postmodernidad, tachada de pensamiento débil por sus antecesoras en el ámbito del pensamiento, quienes le critican el hastío, la desesperanza o la deconstrucción que lleva a cabo sin propuestas alternativas a la situación de barbarie existencial actual, por otro lado comprensible este cierto abandono dadas las condiciones de máxima alienación sufridas por el ser humano de nuestro tiempo, lo que puede entenderse por el pensamiento postmoderno como un fracaso de la filosofía como herramienta para la transformación.
3. Se trata de la conocida teoría comtiana de los tres estadios, teológico, metafísico y positivo, donde cada uno de ellos es superado por el siguiente, en una cada vez mayor complejidad científica y racional, hasta alcanzar el último de ellos y más perfeccionado en este sentido, el estadio positivo, con el que Comte identifica su propio contexto histórico.
4. Inmanuel Kant, en el S.XVIII, abordó esta cuestión de la tendencia natural del ser humano hacia la metafísica, hacia el planteamiento de cuestiones que superan nuestras facultades intelectuales para su resolución, pero lo hizo nuevamente desde la sistematicidad que caracteriza a la filosofía occidental, reduciendo las múltiples posibilidades que ofrece el pensamiento al encerrarlo en conceptos, como él mismo hizo en su análisis sobre el funcionamiento del conocimiento, desarrollado en su Crítica de la razón pura.
5. Será especialmente Francis Bacon quien se convierta en adalid de este lema, entusiasmado por los nuevos descubrimientos que propiciarán la Revolución Científica iniciada en 1543 con la teoría heliocéntrica expuesta por Copérnico; por la incipiente experimentación, que se materializará definitivamente unos años más tarde con Galileo; por el método inductivo en las nuevas investigaciones, fruto del cierto frescor que aportó el empirismo al dogmatismo racionalista de los últimos siglos; o por las teorías del conocimiento, de la consciencia o de la subjetividad que se sitúan en el centro de interés de la filosofía moderna, desbancando las cuestiones más estrictamente religiosas del ámbito del pensamiento, que tanto lo habían condicionado durante la larga Edad Media.
6. Esta cuestión se encuentra desarrollada exhaustivamente en la obra Superficiales: qué está haciendo internet con nuestras mentes, de N. Carr, donde aporta todos los datos extraídos de la investigación científica a este respecto que corroboran el deterioro de nuestras capacidades cognitivas, nuestra tendencia a la dispersión de los conceptos estudiados o la pérdida de nuestras habilidades retentivas y memorísticas, entre otras muchas, como consecuencia de nuestros hábitos actuales, supeditados casi en su totalidad al uso de la tecnología.
7. En Superficiales: qué está haciendo internet con nuestras mentes, Taurus, Madrid, 2010 (N. Carr).
8. Especialmente relevante son las aportaciones a este respecto de la Escuela de Frankfurt, el segundo Heidegger, el existencialismo de Sartre y Simone de Beauvoir, P. Sloterdijk, Jung, Lacan, el postestructuralismo de Deleuze o el pensamiento postmoderno de Vattimo o Lyotard, entre otras corrientes y pensadores.
9. Sindicalismo, feminismo, ecologismo, plataformas ciudadanas y vecinales y todos aquellos movimientos actuales que denuncien las injusticias del sistema, proponiendo alternativas viables al mismo.
Patricia Terino. Licenciada en filosofía, profesora y escritora.
Blog de la autora: http://patriciaterino.com/
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