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Fin de la Historia

Fuentes: Rebelión

«El fin está en el comienzo y sin embargo continuamos». Fin de partida. Samuel Beckett ¿Se imaginan? Se acabó la partida. Todo está hecho. Es inútil cualquier esfuerzo filosófico para repensar los acontecimientos por venir. Si nos tomamos en serio las consecuencias que ha traído al mundo esta famosa sentencia de Francis Fukuyama, enunciada justo […]

«El fin está en el comienzo y sin embargo continuamos».

Fin de partida.

Samuel Beckett

¿Se imaginan? Se acabó la partida. Todo está hecho. Es inútil cualquier esfuerzo filosófico para repensar los acontecimientos por venir. Si nos tomamos en serio las consecuencias que ha traído al mundo esta famosa sentencia de Francis Fukuyama, enunciada justo antes de la caída del muro de Berlín y reiterada por el autor justo después de la caída de las Torres Gemelas, ¿qué hacemos con la pobreza, las guerras, el cambio climático o las pandemias? ¿Qué les decimos a los que en este momento las sufren? Porque de qué sirve decir que ya hemos encontrado la solución al proceso histórico humano, y que tiene forma de democracia de mercado. Que se acabó la Historia y que ahora todo está en manos de la técnica.

Para empezar, ¿qué democracia y qué mercado? ¿Qué concepción del hombre o de libertad esconde esta idea de historia? Una historia en continuo progreso que en su fin no puede significar otra cosa que condenar eternamente a los que siguen sufriendo las injusticias. A mi parecer una contrautopía un tanto nihilista y peligrosa que merece ser estudiada con atención para sabernos defender de la violencia que produce nuestra civilización. Ahora ya sabemos que la humanidad produce barbarie, basura. Somos escatológicos por naturaleza. Contaminamos. Pero, ¿nos queda todavía algo por pensar, por hacer?

El mundo se ha vuelto a globalizar, esta vez en su límite, es cierto. Y por eso el urbanista francés Paul Virilio subraya la clausura fóbica que empezamos a sentir producto de este forzoso proceso de adaptación a esta gran globalización mundial. Es la instantaneidad, que nos llega a casa como el agua por los grifos, como la electricidad que alumbra la imagen que nos hacemos del mundo y nos convierte en espectadores, la que nos recuerda cada día que vivimos en un mismo lugar. En este proceso global, las naciones hace tiempo que han perdiendo poder frente a lo transnacional. Como no podía ser de otra manera, estos cambios conllevan también una transferencia de flujos de poder: de la economía industrial a la financiera, de los Estados a las estructuras supraestatales. También surgen algunas esferas nuevas de poder que inauguran otras maneras de organizarse de forma instantánea y desde abajo, para manifestarse, protestar, o incluso para destruir y hacer daño. Los atentados que hoy rápidamente adjetivamos como yihadistas, lejos de ser una expresión de sociedades todavía históricas en lucha contra el Occidente poshistórico, son actos bárbaros perpetrados por individuos que actúan en grupo, alienados de odio, y que responden al paradigma de esta nuestra civilizada posmodernidad. La violencia más que nunca se telecomunica. En Irak y en cualquier agresión escolar grabada y distribuida por móvil. Aunque cerca, cerca siempre estará el hombre. El cuerpo del hombre en su desnudez, humillado en la desmesura de los nuevos centros de detención, ahogado por un sueño siempre incumplido en cada trágico naufragio que se produce en el inconsciente mar del sur europeo. La mente del hombre deseducada por la voracidad del consumo, declarada obsoleta por el sistema productivo, rota o suicidada por no soportar tanta avaricia. Decir entonces que ahora todo se reduce a un problema técnico, ¿no es encubrir el problema? ¿Ocultarlo?

El paradigma científico-técnico que rige la visión y la acción en nuestra contemporaneidad, nuestra metafísica moderna, es producto de una cultura dominante que impone sus estructuras a una naturaleza cansada de ser constantemente solicitada por el imperativo categórico del crecimiento continuado de nuestras economías. Un mercado presuntamente autorregulado que se justifica a su vez por un concepto débil de liberalismo expresado en unas democracias que cada vez excluyen a más gente. ¿No deberíamos responsabilizar a esta ideología dominante de las injustas condiciones materiales que imperan en el mundo?

Y si ese hombre-espectador despertara, abandonara la indigencia a la que es sometido cada vez que alguien proclama las bondades de nuestro sistema-mundo, y decidiese ejercer un necesario acto de voluntad, ¿qué pasaría? Porque lo importante no es consensuar una noción universal de lo que es el bien, lo importante es pensar que tenemos la posibilidad de hacer el bien. Y el bien es siempre dirigido hacia los demás. Como en la felicidad, que siempre incluimos a alguien. La felicidad y el bien siempre son compartidos, sentidos en comunidad.

La circularidad de los diálogos en las obras de Beckett nos muestra la angustia que sienten sus personajes en la reiteración de las mismas escenas. Nos hace sentir el absurdo de una estructura encadenada a la espera, un sentimiento cercano a la tristeza que el mismo Fukuyama atribuye al fin de la Historia, donde la audacia exigida por el proceso histórico es reemplazada por el cálculo económico y la resolución técnica una vez que nuestro espíritu ha alcanzado el saber absoluto. Pero incluso en esta condena dramatizada por Beckett, el lenguaje sigue fluyendo y se convierte en la posibilidad de arrancar significación entre las grietas de un decir que carece de sentido. Presenciamos un movimiento entre trágico y cómico, producido por el hecho de que estos personajes, casi como nosotros, están condenados al decir. Por eso la Historia no parece haberse detenido. Todos estos cambios que atraviesan el mundo nos sitúan frente a retos históricos que necesitarán nuevas ideas, nuevos paradigmas, nuevos actos de voluntad y nuevas personas destinadas a remover nuestra conciencia para ir más allá de lo que ahora ni somos capaces de imaginar.