Junto a Pablo Stoll, cambió la forma de hacer y entender el cine en Uruguay con sus películas 25 watts y Whisky. Tenía 32 años.
Juan Pablo Rebella era de una raza que se inspira trabajando en dupla. Así construyó una pequeña gran carrera, aferrado a Pablo Stoll, inseparables los dos para crear las películas que cambiarían para siempre la manera de entender y hacer cine en Uruguay. Primero con 25 watts y luego con Whisky, estos uruguayos plasmaron un cine de bajo presupuesto, de historias mínimas empapadas de melancolía, y fue imposible separar esos relatos de los aires grises de Montevideo.
Rebella, que con Whisky se había consagrado en 2004 en los festivales de Huelva, Tokio y Cannes, nada menos, se habría pegado un tiro -dijeron fuentes de la jefatura policial de Montevideo- en la madrugada de ayer y todavía nadie sabe por qué lo hizo. Tenía 32 años, había fundado una productora (Control Z Films) que se financiaba holgadamente en el paisaje montevideano, era un cineasta precoz que encontró lo que muchos nunca lograrían: un tema y un estilo. Estudió cine en la Universidad Católica de Montevideo, donde entendió que durante toda su vida trabajaría de a dos, tanto en sus cortos Buenos y santos y Víctor y los elegidos, como en los largometrajes hechos con Stoll a cuatro manos, empapados de esa melancolía propia de su ciudad-escenario.
Su primera película, 25 watts (2001), fue premiada en Rotterdam y en el Bafici, con un relato sobre el vacío existencial de tres jóvenes (uno de los cuales es Daniel Hendler) entregados al no hacer nada en la vida, introduciendo en el cine uruguayo preocupaciones tales como no pisar mierda de perro, pasar un examen de italiano u odiar en silencio al jefe; era la vida misma de Montevideo en un sábado de verano, allí donde no pasaba gran cosa, a conciencia de que la mirada, siempre, pesa más que los hechos que se cuentan. Rebella/Stoll reflejaron su propia aldea, allí donde las situaciones mínimas remitían a sus admirados Martín Rejtman, Raúl Perrone o Juan Villegas. Al cronista que vio en Whisky, su segundo film, una versión de El Capital filmado, o una mezcla perfecta de Bailarina en la oscuridad (de Lars Von Trier) con Los soñadores (de Bernardo Bertolucci), le respondió, lacónico: «No sé, no hubo intención». Su descriptivismo tajante no era falsa modestia; era una manera de concebir el cine: contando una vida sin interpretarla.
En Uruguay, nadie entendió nada todavía, aseguraba ayer el productor argentino Hernán Musaluppi, de Rizoma Films, que era su amigo y trabajó reiteradamente con Rebella: «Eran una dupla absolutamente increíble con Stoll, con quien compartían todas las decisiones creativas». A su vez, la directora Ana Katz, que hizo una fugaz aparición en Whisky (protagonizada por los uruguayos Mirella Pascual y Andrés Pazos), dijo que es «una falta gravísima que él ya no esté entre nosotros, un amigo colosal, tan afectuoso». Lo admira también la Asociación de Productores y Realizadores de Cine de Uruguay, a través de un comunicado: «El cine uruguayo ha perdido uno de sus grandes talentos. Juan Pablo fue un artista inteligente, de un humor agudo y genial, un colega generoso a la hora de compartir el éxito y repartir los premios de sus películas entre quienes trabajaron en ellas», se lee allí.
Su idea era dar oportunidades a otros cineastas a través de Control Z, y por eso produjo la película La perrera, de Manolo Nieto, que ganó el último Festival de Rotterdam y en abril se vio en el Bafici. Quería que el éxodo de creadores uruguayos se terminara; imaginaba una industria local que siguiera, a su escala, el modelo argentino de productoras independientes. «Es como una especie de mareo, como la sensación de que hubo un error en algún lado», había dicho cuando lo premiaron en Cannes. Pero esa vez -a diferencia de lo que sucedió en la madrugada de ayer- no hubo error alguno.