Han pasado ya 60 años desde que se acabó la sangrienta guerra, todas lo son, a la que llaman segunda mundial. Y con los acuerdos de Yalta se repartieron el mundo los vencedores, instauraron la libertad en unos países y en otros dieron el cerrojazo. Una guerra, se dijo, por la libertad y los derechos […]
Han pasado ya 60 años desde que se acabó la sangrienta guerra, todas lo son, a la que llaman segunda mundial. Y con los acuerdos de Yalta se repartieron el mundo los vencedores, instauraron la libertad en unos países y en otros dieron el cerrojazo. Una guerra, se dijo, por la libertad y los derechos humanos. Se ha conmemorado en Moscú, pues Rusia y sus más de 20 millones de soldados muertos, llevaron el mayor peso de la guerra. Evoco aquel entonces que me supura en la memoria. Celebraban los periódicos las victorias del Ejército alemán y aún están vivos muchos de los que las aplaudían, y sus hijos hoy conver- tidos en «nosotros los demócratas». Hitler era el «caudillo defensor de la civilización cristiana». Mandaba el general que prometió y yo lo leí: «si los rusos llegan a las puertas de Berlín, un millón de pechos españoles estarán allí para impedirlo». Palabras pronto arrojadas al olvido. Se reclutó un contingente de tropas, la División Azul, para luchar contra el comunismo internacional, judeo-masónico y engancharon a voluntarios-forzosos de la tropa, en los patios de cuartel, o los reclutadores iban por los pueblos los domingos por la tarde, de taberna en taberna, a la busca y captura de bisoños ávidos de aventura. A alguna cuadrilla enrolada, pasados los efectos narcotizadores del espíritu del vino, le llegó el arrepentimiento, buscó al sargento reclutador, lo encontró, pero su firma obligaba y le comprometía, así que al vagón del tren y a vestirse el traje de soldado de las SS. Luego aparecería en los periódicos que «dos compañías españolas destrozaron a ocho batallones rusos, una proeza a la eterna usanza española». Fue en el lago Ladoga, cuando el sitio de Leningrado, hoy San Petersburgo. Además iban en ayuda del Tercer Reich, Alemania, un país de filósofos, músicos, físicos y constructores, los Krupp, de cañones Berta que ya en la guerra europea tenían un alcance de cien kilómetros y asustó a la burguesía de París. Se vendía «Signal» en los quioscos, edición en castellano, donde se nos explicaba el discurrir de las hazañas del Ejército alemán, los soldados héroes. En sus manos siempre una pistola, una bomba de mano, la cabeza calzada con casco prusiano y en la boca una sonrisa, cuando repartían pan a los viejecitos aldeanos, rusos. Relató también el cerco de Estalingrado, en su inicio, como juego infantil, tiro al blanco, antes de su posterior derrota. El piloto de un Stuka canta y cuenta cómo dispara sobre los soldados fugitivos en vuelo rasante de 50 metros sobre el suelo. Y las fotos de «Signal» nos daban su versión: lucha casa por casa, pero el ejército alemán fue derrotado. El general Invierno, que venció a Napoleón, pudo más que el poderoso ejército. Se nos dijo de la «retirada estratégica», un subterfugio, explicada en mapitas cada día y nos lo creímos. Qué cosas, de la misma manera se le llamó a la retirada del cerco de Bilbao por los carlistas en su segunda. La Embajada de Alemania en Madrid, y por correo, mandaba hojillas impresas en ciclostil con el título «Boletín de información. Exclusivo para autoridades, no destinado a prensa ni particulares». En ellos se nos decía que Gernika fue bombardeada por los rojos. En la revista «Mundo» leímos del «arma secreta», la V-1, trabajada por Von Braun, el mismo que luego en EEUU inventaría el «misil», con la que se iba a ganar la guerra. Y un tal Ameztia, en «Diario de Navarra», hizo cuentas con las cuatro reglas simplemente para demostrar que la invasión que luego vino por Normandía era imposible. Contó el tamaño de una barcaza, cuántos soldados podía transportar, cuantos años tardarían en fabricarlas, y para entonces Alemania podía ganar. Una pasión que, como cualquier pasión, falló. Llegó la rendición, frailes y monjas, a pesar de sus rezos no pudieron impedirlo y lloraron la derrota. La derecha española, que a sangre, llanto y fuego ganó el 36, sintió miedo. El padre jesuita de los Kostska, en convocatoria urgente y discursito patético nos habló de los crímenes de Hitler. Algo ya sabíamos por boca de los que volvieron de la División Azul: colgaban de las espadañas de las iglesias a muchachas judías, eran humillados viejecitos, con la estrella de David cosida en su ropa. Lo decían cuando ya Hitler se había suicidado, es decir tarde. A la derecha española, siempre germanófila, de Hitler le entró miedo. Hoy, en los discursos de la Plaza Roja de Moscú han recordado el holocausto, la contribución en sangre de la Unión Soviética, los muertos yanquis y de la resistencia francesa. Lo hacen con fanfarrona exhibición de tanques, aviones, armas, es decir útiles y herramientas para matar. No sirvió, al parecer, la lección. Siguen con la máxima que justifica la guerra: «si quieres paz, prepárate para la guerra». Con ese alarde, la esperanza de paz que se pensó en Yalta, la creación de la ONU, rota o frustrada. Se repartieron el mundo, se multiplicaron las guerras, alimentadas por el suministro descarado de armas a tribus del Africa que se desangra. Irak devastado, Afganistán lo mismo, Chechenia borrada por Putin del mapa, los uzbecos machacados, Palestina convertida en cárcel, el muro de Berlín caído, el de Gaza alzado. Hitler abrió campos de concentración, Bush los tiene, en Irak y en Guantánamo. Hitler torturó, y el jefe de gobierno afgano presenta pruebas de torturas y palizas propinadas por los marines. «Newsweek», da la noticia confirmada por el FBI: El Corán arrojado a la taza del inodoro, usan las hojas del Corán para limpiarse. Cuando los prisioneros de Guantánamo hacen sus rezos, los guardianes cantan y bailan para chanza y burla. La Convención de Ginebra, la declaración Universal de los Derechos Humanos, papel mojado. Acabamos de ver en los Emi- ratos árabes una Feria Mundial de armas. Expuestas con mimo, lo último en eficacia y destrucción, por allí pasaron los traficantes de armas, a cara descubierta, los comisionados de los Gobiernos de todo el mundo. Me pregunto qué hacían allí los nuevos Hitler, en la Plaza de Moscú. Preparaban otra guerra, otro reparto del mundo, digan qué. –