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Fotografía, documento, realidad: una ficción más real que la realidad misma

Fuentes: Brumaria

Lo primero que llama la atención a propósito de las fotografías que muestran a los presos iraquíes torturados y humillados por los soldados estadounidenses, que se hicieron públicas a finales de abril de 2004, es el contraste que se da entre la forma «estándar» en que se torturaba a los presos en el anterior régimen […]

Lo primero que llama la atención a propósito de las fotografías que muestran a los presos iraquíes torturados y humillados por los soldados estadounidenses, que se hicieron públicas a finales de abril de 2004, es el contraste que se da entre la forma «estándar» en que se torturaba a los presos en el anterior régimen de Saddam y las torturas llevadas a cabo por el ejército de Estados Unidos: en el régimen anterior, se cargaban las tintas en el hecho de infligir el dolor directa y brutalmente sobre el prisionero, mientras que los soldados estadounidenses se concentraban casi exclusivamente en la humillación psicológica. Por si fuera poco, la grabación de esas humillaciones por medio de una cámara, incluyendo en las imágenes a quienes perpetraban las torturas, sus rostros absurdamente sonrientes junto a los cuerpos retorcidos y desnudos de los prisioneros, forma parte integral del proceso, en contraste manifiesto con el secretismo con que se llevaron a cabo las torturas en el régimen de Saddam. Cuando vi por vez primera la ya de sobra conocida fotografía en la que aparece un prisionero desnudo con una capucha negra que le cubre la cabeza, con cables eléctricos adheridos a las extremidades, de pie sobre una silla, en una ridícula pose teatral, mi primera reacción fue que se trataba de una instantánea tomada en alguna de las más recientes performances que se exhiben en la zona baja de Manhattan. Las propias posiciones y las vestimentas de los prisioneros recordaban cierta escenificación teatral, una suerte de tableau vivant que por fuerza nos trae a la memoria el arte de la performance norteamericana en toda su amplitud y el «teatro de la crueldad», las fotografías de Mapplethorpe, las extrañas escenas que aparecen en las películas de David Lynch…

A todo el que esté más o menos familiarizado con la realidad de la «american way of life», las fotos inmediatamente le recuerdan el obsceno submundo de la cultura popular norteamericana, esto es, los ritos iniciáticos de la tortura y la humillación a que uno ha de someterse para que se le acepte en el seno de una comunidad cerrada. No se suelen ver fotografías análogas al menos en intervalos regulares en la prensa estadounidense, cuando estalla algún escándalo en una unidad del ejército o en un campus universitario, donde el ritual iniciático se les va de las manos y ya sean los soldados, ya los estudiantes, resultan perjudicados más allá de un nivel que se pueda considerar tolerable: se les fuerza a adoptar una pose humillante, a realizar gestos degradantes (por ejemplo, penetrarse el orificio anal con una botella de cerveza delante de sus semejantes), soportar el pinchazo de varias agujas… Las torturas de Irak, por consiguiente, no han sido tan sólo un caso más de arrogancia norteamericana ante una población del Tercer Mundo: al someterse a esas torturas humillantes, los prisioneros iraquíes fueron en efecto iniciados en la cultura norteamericana, probaron el sabor de su obsceno submundo, lo cual constituye el suplemento necesario para acceder a esos valores públicos de la dignidad, la democracia y la libertad personal. Lo que percibimos cuando vemos las fotos de los prisioneros iraquíes humillados en nuestras pantallas, en nuestros periódicos, es precisamente una visión privilegiada de los «valores norteamericanos», del meollo mismo de ese obsceno disfrute que soporta la «american way of life».

Esas fotografías son por consiguiente documentos, sí, pero ¿de qué? De FICCIONES, ni más ni menos: del poder que ejercen las fantasías, del poder que nos impulsa a ESCENIFICAR fantasías. Es uno de los tópicos de la ideología pop de hoy en día: con esa capacidad que tienen los medios de comunicación para invadirlo absolutamente todo, con la digitalización de nuestra vida cotidiana, la línea divisoria que separa la realidad de la ficción tiende a tornarse más y más difusa. Hoy es posible adquirir ordenadores portátiles con un teclado que imita artificialmente la resistencia a los dedos de las antiguas máquinas de escribir, así como emite el ruido de máquina de escribir en el que el tipo golpea el papel. ¿Qué mejor ejemplo de esa reciente necesidad de lo pseudo-concreto? Hoy, cuando no sólo las relaciones sociales, sino también la tecnología, van tornándose cada vez menos transparentes (¿hay alguien capaz de visualizar lo que sucede en el interior de un ordenador personal?), existe una enorme necesidad de recrear una concreción artificial con el fin de permitir a los individuos que se relacionen con la complejidad de su entorno, de un mundo vital cargado de sentido. En la programación de ordenadores, ése fue el paso que dio Apple: la pseudo-concreción de los iconos. La ya antigua fórmula de Guy Debord sobre la «sociedad del espectáculo» adquiere de ese modo un nuevo sesgo: se crean las imágenes con el fin de llenar el hueco que separa el nuevo universo artificial de nuestro antiguo entorno vital, esto es, con el fin de «domesticar» ese universo nuevo.

Recuérdese el fenómeno de los «cutters» (sobre todo mujeres que experimentan una irresistible, acuciante necesidad de practicarse incisiones con cuchillas o de autolesionarse), en puridad correlativo a la virtualización de nuestros entornos: representa una estrategia desesperada por regresar a la realidad corporal. En cuanto tal, esa práctica de la autolesión está en acusado contraste con las inscripciones corporales al uso, los tatuajes, que garantizan la inclusión del individuo en el orden simbólico (virtual). En el caso de los «cutters», el problema es más bien el contrario, esto es, la afirmación de la realidad misma. Lejos de ser fruto de un instinto suicida, lejos de ser síntoma de un deseo de auto-aniquilación, el «cutting» es un intento radical por (re)obtener una cierta apoyatura en lo real, o bien (otro aspecto del mismo fenómeno) de reafirmar con firmeza nuestro ego en nuestra realidad corporal, en contra de la insoportable angustia que supone el percibirse a uno mismo como algo inexistente. La versión habitual que dan los «cutters» de lo que les ocurre es que, tras ver la sangre roja y caliente que mana de la herida que se han autoinfligido, se sienten de nuevo vivos, profundamente enraizados en la realidad. Así pues, aun cuando, desde luego, el «cutting» sea un fenómeno patológico, es a pesar de todo un intento patológico por recuperar en cierto modo la normalidad, por evitar un hundimiento psicótico total. En el mercado de hoy en día hallamos una amplia gama de productos privados de sus propiedades malignas naturales: café sin cafeína, leche sin grasa, cerveza sin alcohol… Y la lista no termina ahí: ¿qué hay del sexo virtual en tanto sexo sin sexo, de la doctrina de Colin Powell sobre la guerra sin víctimas (en nuestro bando, cómo no) en tanto guerra sin guerra, de la redefinición contemporánea de la política en tanto arte de la administración experta, en tanto política despolitizada, e incluso del multiculturalismo tolerante y liberal, en tanto experiencia del Otro privado de su Otredad (el Otro idealizado que ejecuta danzas fascinantes y que tiene un enfoque ecológicamente sólido, holístico, de la realidad, mientras rasgos como la agresión contra la propia esposa quedan fuera de enfoque…)? La Realidad Virtual sencillamente generaliza este procedimiento mediante el ofrecimiento de un producto desprovisto de su sustancia: proporciona una realidad desprovista en sí misma de sustancia, del meollo duro y resistente de lo Real, tal como el café descafeinado huele y sabe igual que el café real pero sin ser café de verdad. La Realidad Virtual se experimenta como realidad sin que necesariamente lo sea.

De todos modos, la dialéctica de lo verosímil y lo Real no pueden reducirse al hecho, harto elemental, de que la virtualización de nuestra vida cotidiana, la experiencia de que cada vez de manera más integral vivamos en un universo artificialmente construido, dé pie a la irresistible urgencia de «regresar a lo Real», de recuperar una sólida apoyatura en alguna «realidad real». LO REAL QUE RETORNA TIENE EL ESTATUS DE LO (OTRO) VEROSÍMIL: precisamente por ser real, es decir, en función de su carácter traumático/excesivo, somos incapaces de integrarlo en (lo que vivimos como) nuestra realidad, y nos vemos por consiguiente necesitados de experimentarlo como una aparición de pesadilla. Exactamente eso es lo que fue la cautivadora imagen del hundimiento de las Torres Gemelas: una imagen, una apariencia, un «efecto» que, al mismo tiempo, expresaba «la cosa en sí». Ese «efecto de lo Real» no es el mismo que, allá por los años sesenta, Roland Barthes llamaba l’effet du réel: es más bien todo lo contrario, l’effet du irréel. Dicho de otro modo, en contraste con el barthesiano effet tu réel, en el que el texto nos lleva a aceptar como «real» su producto ficticio, aquí, lo Real mismo, con el fin de sustentarse, ha de percibirse como un espectro irreal y pesadillesco. Por lo común, decimos que no conviene confundir la ficción con la realidad; recuérdese la doxa posmoderna de acuerdo con la cual «realidad» es un producto discursivo, una ficción simbólica que mal percibimos como entidad sustancial autónoma. La lección que aquí aporta el psicoanálisis es justo la contraria: no conviene malinterpretar la realidad como si fuera ficción; es preciso discernir, en lo que experimentamos como ficción, el meollo duro e irreductible de lo Real, que sólo seremos capaces de sustentar si lo ficcionalizamos. En dos palabras, hay que discernir qué parte de la realidad se «transfuncionaliza» mediante la fantasía, de modo que, aun siendo parte de la realidad, se percibe bajo el modo de la ficción. Mucho más difícil que denunciar-desenmascarar (lo que aparece como) la realidad travestida de ficción es reconocer en la realidad «real» el ingrediente de ficción que comporta. (Lo cual, cómo no, nos retrotrae a la antigua idea lacaniana de que, así como los animales pueden engañar mediante la presentación de lo que es falso como si fuera verdadero, sólo el ser humano, entidad habitante del espacio simbólico, puede engañar mediante la presentación de lo verdadero como si fuera falso.) Y esta visión también nos permite retornar al ejemplo de los «cutters»: si lo realmente opuesto a lo Real es la realidad, ¿qué sucedería entonces si aquello de lo que en efecto huyen cuando se infligen los cortes no fuera simplemente la sensación de irrealidad, de virtualidad artificiosa de nuestro mundo vital, sino lo Real en sí mismo, que estalla so capa de alucinaciones descontroladas que comienzan a obsesionarnos cuando perdemos nuestra capacidad de anclaje en la realidad?

En un reciente anuncio publicitario inglés de una marca de cerveza, la primera parte escenifica una anécdota de sobra conocida, tomada de un cuento de hadas: una muchacha camina a la orilla de un arroyo, ve una rana, la toma con dulzura, la pone en el regazo, la besa y, por supuesto, la fea rana se transforma milagrosamente en un hermoso joven. Sin embargo, la historia aún no ha terminado: el joven lanza una mirada codiciosa a la muchacha, la atrae hacia sí, la besa… y ella se convierte en una botella de cerveza que el joven sostiene triunfal en la mano. Para la mujer, la cuestión es que su amor (marcado por el beso) convierte a una rana en un hermoso joven, una presencia fálica completa (según los matemas de Lacan, la gran Phi); para el hombre, se trata de reducir a un objeto parcial la causa misma de su deseo (en los matemas de Lacan, una a minúscula). A resultas de esta asimetría, «no existe relación sexual»: nos las vemos bien con una mujer que tiene una rana, bien con un hombre que tiene una botella de cerveza. Lo que nunca tendremos es la pareja «natural» de la bella muchacha y el hermoso joven. ¿Por qué no? Porque del sustento fantasmático de esa «pareja ideal» resultaría la incoherente figura de una rana abrazada a una botella de cerveza. (Obvio es señalar que el punto de vista feminista elemental sería más bien que lo que las mujeres presencian como testigos en su vida amorosa cotidiana es el tránsito contrario: una besa a un hermoso joven y, cuando se le arrima en demasía, es decir, cuando es demasiado tarde, repara en que, en efecto, se trata de una rana.) Esto, así pues, abre la posibilidad de socavar el poder que una fantasía ejerce sobre nosotros por medio precisamente de la desmedida identificación con la misma, es decir, mediante el gesto de abarcar simultáneamente, dentro de un mismo espacio, la profusión de elementos fantasmáticos incoherentes. Dicho de otro modo, cada uno de los dos individuos se ve envuelto en su propio o propia fantasía subjetiva; la fantasía de la muchacha en torno a la rana que es en realidad un joven, la del joven en torno a la muchacha que es en realidad una botella de cerveza. Lo que el arte y la escritura modernos oponen a esto no es la realidad objetiva, sino lo «subjetivo objetivo» que subyace a la fantasía que los dos individuos nunca serán capaces de asumir en profundidad, algo similar a un cuadro al estilo de Magritte en el que una rana abrace una botella de cerveza, sólo que titulado «Hombre y mujer» o «La pareja ideal». (La asociación con el famoso «cadáver de mula sobre un piano» del surrealismo está aquí plenamente justificada, ya que los surrealistas también practicaban su propia versión de la travesía de la fantasía.) ¿Y no es ése el deber ético del artista de hoy en día, ponernos frente a la rana que abraza la botella de cerveza cuando soñamos con abrazar a nuestra amada? En otros términos, escenificar fantasías que están radicalmente desubjetivizadas, que nunca podrán ser asumidas por el sujeto. ¿No se trata de eso?

Así pues, éste es el punto al que tal vez tendemos: es posible que el ciberespacio, con su capacidad de exteriorizar nuestras fantasías más íntimas en toda su incoherencia, abra a la práctica del arte una posibilidad única de escenificar, de «representar» el sostén fantasmático de nuestra existencia, incluida la fantasía fundamentalmente «sadomasoquista», que nunca podrá subjetivizarse de forma plena. Recuérdese, por ejemplo, Eyes Wide Shut, la película de Stanley Kubrick, recuérdese la conclusión de la película, tan aparentemente vulgar, en la que, después de que Tom Cruise confiese su aventura nocturna a Nicole Kidman, esto es, después de que ambos se vean frente a frente con el exceso de sus fantasías, Kidman, luego de verificar que los dos están completamente despiertos, devueltos al día y, si no para siempre, sí al menos durante mucho tiempo, seguirán manteniendo la fantasía a raya, le dice que tienen que hacer algo cuando antes. «¿Qué?», pregunta él, y su respuesta es: «Follar». Fin de la película, títulos de crédito. La naturaleza del paso al acto como salida por una puerta falsa, como manera de evitar la confrontación con el horror del inframundo fantasmático, nunca se había estatuido de manera más brusca en una película; lejos de procurarles a ambos una cierta satisfacción corporal en la vida real, que redujera a la superfluidad lo vacuo de las fantasías, ese paso al acto se presenta más bien como recurso provisional, como medida desesperadamente preventiva y tendente a mantener a raya el inframundo espectral de las fantasías. Es como si su mensaje fuese: follemos cuanto antes mejor con el fin de asfixiar las fantasías desbocadas, antes de que vuelvan a aplastarnos… La ocurrencia de Lacan acerca del despertar a la realidad como huida de una huida de lo real con la que uno se encuentra en el sueño tiene más predicamento que nunca en lo tocante al acto sexual en sí: no soñamos con follar cuando no podemos follar; más bien follamos para huir y ahogar el exceso del sueño, que de lo contrario nos aplastaría.

«La verdad tiene la estructura de una ficción»: ¿existe mejor ejemplo de esta tesis que los dibujos animados en los que la verdad en torno al orden social existente se plasma de una manera tan directa como jamás podríamos encontrar en una narración cinematográfica, con actores «reales»? Recordemos la imagen de la sociedad que se obtiene en los dibujos animados agresivos, en los que se plasma una lucha entre animales: una despiadada pugna por la supervivencia, brutales trampas y ataques crueles, la explotación de los demás, su calificación de seres inferiores, agilipollados… Si esa misma historia tuviera que contarse en una película con actores de carne y hueso, sería sin duda víctima de la censura, o bien despreciada por pecar de un ridículo pesimismo excesivo. Por supuesto, también hay que tener en cuenta lo contrario: el potencial utópico que está presente en el universo de los dibujos animados, con su carencia de hondura realista, con la plasticidad de los cuerpos de los «muertos vivientes», etc. El salto crucial se produce a mediados de los años treinta, cuando los dibujos animados abandonan la antigua plasticidad anárquica, la falta de profundidad, los gags, etc., y pasan al universo más «realista» y emocional de los largometrajes de Disney, una domesticación en toda regla correlativa a la de los Hermanos Marx, que tras el fracaso financiero de Sopa de ganso se prestaron a su reinvención en manos de Irving Thalberg, de la MGM: su agresividad incontrolable y su anárquico espíritu de gags subversivos fue reconvertido en un elemento más de la narración principal centrada en torno a la pareja enamorada, con abundantes y aburridos números musicales; dicho en breve, se ven reducidos al papel de benévolos ayudantes de la pareja en sus muchos y variados contratiempos, hasta el punto de orquestar la unificación final de los dos amantes tras mil bizantinas peripecias.

La idea estándar consiste en que huimos a la ficción cuando la confrontación directa con la realidad es insuficiente: ¿no respalda justamente el destino de las descripciones artísticas del Holocausto la visión opuesta? Por espantosos que sean, somos capaces de ver documentales sobre el Holocausto, contemplar los documentos de esa catástrofe, mientras que hay algo falso en todo intento por plasmar una ficción narrativa «realista» sobre los sucesos de un campo de exterminio. Este hecho es más misterioso de lo que podría parecer: ¿cómo es que resulta más fácil ver un documental sobre Auschwitz que producir una película convencional que retrate lo que allí sucedió? ¿A qué se debe que las mejores películas sobre el Holocausto sean comedias? Aquí es preciso corregir a Adorno: no es la poesía, sino más bien la prosa lo que resulta imposible después de Auschwitz: es la prosa realista lo que falla estrepitosamente, mientras que la evocación poética del ambiente insoportable de un campo de concentración hace mucho más al caso. El realismo documental queda, pues, para quienes no pueden soportar la ficción: los excesos de una fantasía que opera en toda la ficción narrativa.

Quizá sea aquí de cierta ayuda una referencia al ejemplar análisis de Levi-Strauss, tomado de su Antropología estructuralista, sobre la disposición espacial de los edificios de los Winnebago, una de las tribus de los Grandes Lagos. La tribu se divide en dos subgrupos (o «moietiés«), «los que son de arriba» y «los que son de abajo»; cuando pedimos a un individuo que trace sobre una hoja de papel o sobre la arena el plan de su aldea (la disposición espacial de las casas), obtenemos dos disposiciones harto distintas, según pertenezca a uno u otro de los subgrupos. Ambos perciben la aldea como un círculo, pero para uno de los subgrupos hay dentro de ese círculo otro círculo central de casas, de modo que se trata de dos círculos concéntricos, mientras que para el otro subgrupo el círculo se divide en dos mediante una clara línea divisoria. Dicho de otro modo, un integrante del primer subgrupo (llamémosle «corporativista-conservador») percibe el plan de la aldea como un anillo de casas dispuestas de manera más o menos simétrica en torno al templo central, mientras que un integrante del segundo subgrupo («revolucionario-antagonista») percibe su aldea como dos amontonamientos diferenciados de casas separadas por una frontera invisible… Lo que quiere dejar claro Levi-Strauss es que este ejemplo de ninguna manera debería animarnos al relativismo cultural, de acuerdo con el cual la percepción del espacio social depende de la pertenencia del observador a uno u otro grupo: el mismo desgajarse de las dos percepciones «relativas» implica una referencia oculta a una constante que no es la disposición objetiva y «existente» de los edificios, sino un meollo traumático, un antagonismo fundamental que los habitantes de la aldea no son capaces de simbolizar, de explicar, de «interiorizar», de aceptar si se quiere; un desequilibrio de las relaciones sociales que impide a la comunidad su propia estabilización en un conjunto armónico. Las dos percepciones del plano de la aldea son sencillamente dos empeños mutuamente excluyentes por convivir con ese antagonismo traumático, sanar su herida por medio de la imposición de una estructura simbólica equilibrada. Es ahí donde se puede ver en qué sentido tan preciso interviene lo Real mediante la anamorfosis. Primero tenemos la disposición «real» u «objetiva» de las casas, y luego hallamos dos simbolizaciones que distorsionan las dos de manera anamórfica la disposición real. Sin embargo, lo «real» aquí no llega a ser siquiera la disposición real, sino el meollo traumático del antagonismo que se produce. Lo Real es por consiguiente la X o tachadura de la negación a cuenta de la cual nuestra visión de la realidad experimenta una distorsión anamórfica. (Por cierto que este dispositivo en tres niveles es estrictamente homólogo del dispositivo en tres niveles que aplica Freud a la interpretación de los sueños: el meollo real del sueño no es el pensamiento latente del mismo, que se desplaza/traduce en la textura explícita del sueño, sino el deseo inconsciente que se inscribe por medio de la propia distorsión del talento latente en la textura explícita.)

Por eso mismo, fue la propia fidelidad a lo real lo que obligó a Krzystof Kieslowski a abandonar el realismo documental; en un momento determinado, uno se encuentra algo más real que la realidad misma. El punto de partida de Kieslowski era el mismo que el de todos los cineastas de los países socialistas, a saber, la llamativa brecha que separa la mortecina realidad social de la imagen optimista y brillante que impregna los medios oficiales, fuertemente censurados. La primera reacción al hecho de que en Polonia la realidad social careciera de «representación» o estuviera «irrepresentada», como decía Kieslowski, fue, cómo no, el paso hacia una representación más adecuada de la vida real en toda su mortecina ambigüedad; dicho en dos palabras, un enfoque documental: «Existía una necesidad, muy excitante para todos nosotros, de describir el mundo. El mundo comunista había descrito cómo debieran ser las cosas, no como eran en realidad. (…) Si algo no se ha descrito, es que oficialmente no existía. Por eso, al comenzar a describirlo le insuflábamos vida». Baste señalar Hospital, el documental que rodó Kieslowski en 1976, en el que la cámara sigue a una serie de cirujanos de traumatología y ortopedia en un turno de 32 horas seguidas. Los instrumentos se les caen de las manos, la corriente eléctrica falla cada dos por tres, escasean los materiales más elementales, pero los médicos perseveran en el empeño hora tras hora, y no sin humor.

Si embargo, la experiencia inversa se instala en el medio: al nivel más radical, es posible plasmar lo Real de la experiencia subjetiva sólo so capa de ficción. Al final del documental titulado Primer amor (1974), en el que la cámara sigue a una pareja de jóvenes solteros durante el embarazo de la muchacha, la boda de ambos y el parto, el padre aparece sosteniendo en brazos al recién nacido y llorando. Kieslowski reaccionó a la obscenidad de esa intromisión sin disculpa posible en la intimidad ajena con el «miedo de las lágrimas de verdad». Su decisión, de pasar de los documentales a los filmes de ficción, fue en su esencia más radical una decisión ética:

«No todo se puede describir. Ése es el gran problema del documental. Cae en su propia trampa. (…) Si al preparar una película sobre el amor, no puedo entrar en el dormitorio cuando dos personas reales están haciendo el amor (…) Me he fijado, cuando hago documentales, en que cuanto más quería acercarme al individuo, más objetos que me interesaban se me cerraban a la mirada. (…) Me asustan las lágrimas de verdad. De hecho, ni siquiera sé si tengo algún derecho a fotografiarlas. En tales momentos, me siento como alguien que se encuentra en un terreno que, de hecho, está más allá de su alcance. Ésa es la principal razón de que abandonase los documentales.»

Así pues, existe un dominio de intimidad fantasmática que está jalonado por rótulos que indican «Prohibido el paso», y que debiera representarse sólo por medio de la ficción, si uno aspira a evitar la obscenidad pornográfica. Confrontamos estas paradojas en su extremo de máxima pureza en lo que parece ser el gesto anti-Kieslowski por excelencia, esto es, los recientes empeños por salvar una de las prohibiciones fundamentales del cine narrativo combinando la narración misma con una descripción «hardcore» del sexo, esto es, incluyendo escenas de sexo que se representan como si fueran reales (tal como en una película «snuff» vemos el pene erecto, la penetración real) en una narración «seria». Hasta hace poco, la pornografía «hardcore» respetaba la prohibición de Kieslowski: aunque lo mostraba «todo», el sexo real, la narración que aportaba el marco para el desarrollo de reiterados encuentros sexuales era por lo común de un anti-realismo ridículo, cuando no era puro estereotipo, estúpida comicidad, escenificando una suerte de regreso a la commedia dell’arte dieciochesca en la que los actores no representan a individuos tomados de la realidad, sino a estereotipos unidimensionales: el avaro, el marido cornudo, la esposa promiscua. ¿No es esta extraña compulsión a ridiculizar la narración una suerte de gesto negativo de respeto? ¿No equivale a decir sí, lo mostramos todo, pero precisamente por esa razón queremos dejar bien claro que todo es un chiste inmenso, que los actores no están de veras implicados en lo que representan?

Es ahí, posiblemente, donde resida la razón definitiva de la tensión dialéctica que se da entre realidad documental y ficción: si nuestra propia realidad social tiene sostén en una ficción o fantasía simbólica, el logro definitivo del arte cinematográfico no estriba en recrear la realidad dentro de una ficción narrativa, en seducirnos para tomar (erróneamente) lo ficticio por lo real, sino, muy por el contrario, en hacernos discernir los aspectos ficticios de la realidad misma, en experimentar la propia realidad como si fuera ficción. Vemos en la pantalla una simple toma documental en la que, de improviso, reverbera toda la profundidad fantasmática. Se nos muestra «lo que sucedió en realidad» y, de improviso, percibimos esa realidad en su dimensión más frágil, como resultado contingente, siempre cercado por sus dobles en la sombra. Eso es lo máximo que pueden plasmar los documentales.

En todas las partes de la Trilogía de los Colores, la toma final es la del héroe (Julie, Karol, el Juez) llorando; esa toma no escenifica el reingreso del héroe, o de la heroína, del aislamiento dentro del contacto con los demás, sino, más bien, el doloroso acto de adquirir una distancia indicada con respecto a la realidad (social) tras el shock al que le ha expuesto en toda su desnudez el impacto de la realidad. Son capaces de llorar porque no hay riesgo en llorar, porque uno se puede distender lo suficiente para llorar. Por consiguiente, resulta muy indicado que la obra de Kieslowski, cuyos comienzos estuvieron marcados por el miedo de las lágrimas reales, concluya con el estallido de las lágrimas de ficción. Esas lágrimas no son las lágrimas que rompen el muro protector y que dejan a uno expuesto, expresando toda su espontaneidad de sentimiento, sino que son lágrimas teatrales, lágrimas escénicas, lágrimas de distancia recobrada, «lágrimas enlatadas» (como la risa enlatada de los platós de televisión) o, por citar al poeta de la Roma antigua, lacrimae rerum, lágrimas que se derraman en público a causa del gran Otro, precisamente cuando no nos importa nada (e incluso aunque lo odiemos) el difunto cuya desaparición lloramos.

El logro de Kieslowski ha de leerse sobre el trasfondo de un fenómeno de sobra conocido, el de las antiguas formas artísticas que pugnan por salirse de sus propios límites movilizando procedimientos que, al menos desde nuestro punto de vista retrospectivo, parecen apuntar hacia una nueva tecnología que será capaz de servir de manera más «natural» y apropiada como «correlato objetivo» a las experiencias vitales que las antiguas formas artísticas se esforzaban por plasmar con sus experimentaciones excesivas. Toda una serie de procedimientos narrativos de las novelas decimonónicas anuncia no sólo el cine narrativo al uso (recuérdese el empleo intrincado de los flashbacks en Emily Bronte, o los «cortes transversales» y los «close-ups» de Dickens), sino también el cine modernista (recuérdese el uso del «espacio en off» en Madame Bovary), como si una nueva percepción de la vida ya estuviera en activo, aunque todavía esforzándose por hallar su medio de articulación idóneo, hasta hallarlo en el cine.

Es posible afirmar que hoy en día nos acercamos a un umbral homólogo: una nueva «experiencia vital» está en el aire, la percepción de una vida que estalla y revienta la forma de la narrativa lineal y plasma la vida como un flujo multiforme; incluso en el terreno de las ciencias «duras» (la física cuántica y su interpretación de la Realidad Múltiple, o el neo-darwinismo) parecemos estar obsesionados por el azar que rige la vida y por las versiones alternativas de la realidad; citando la tosca formulación de Stephen Jay Gould, que emplea precisamente una metáfora cinematográfica, «rebobinemos la película de la vida y pongámosla otra vez: la historia de la evolución será totalmente distinta». La vida o bien se experimenta como una serie de destinos paralelos múltiples que interactúan y se ven afectados de manera crucial por toda suerte de encuentros contingentes y carentes de sentido, los puntos en los que cada una de las series tiene su intersección e interactúa o interviene en otra (véase Shortcuts, de Altman), o bien son distintas versiones/resultados de la misma trama las que se ejecutan de manera interminable (los «universos paralelos» o los «mundos alternativos posibles»). Los propios historiadores digamos «serios» han compilado hace poco un volumen de historia virtual, leyendo los acontecimientos cruciales del siglo xx, desde la victoria de Cromwell sobre los Estuardo y la guerra de la Independencia de Estados Unidos hasta la desintegración del comunismo, como si pivotasen sobre una bisagra imprevisible. Estas percepciones de nuestra realidad como uno solo de los resultados posibles, a menudo ni siquiera el más probable, de una situación «abierta»; esta noción de que muchos otros resultados posibles no han quedado lisa y llanamente descartados, sino que siguen rondando de manera obsesiva nuestra realidad «verdadera», en calidad de espectro de lo que podría haber sido, con lo cual confieren a nuestra realidad ese estatus de fragilidad extrema y de contingencia, implícitamente chocan de frente con las formas narrativas «lineales», predominantes, de nuestra literatura y nuestro cine; parecen invocar un nuevo medio artístico en el que no fueran un exceso excéntrico, sino su modo «idóneo» de funcionar. Se puede sostener que el hipertexto ciberespacial es uno de esos nuevos medios en los que estas experiencias vitales hallarán su correlato «natural», más adecuadamente objetivo.

Kieslowski es el artista cinematográfico que por antonomasia plasma universos múltiples; ahora bien, sus películas demuestran hasta qué punto es completamente ambiguo el universo de las realidades alternativas. Por una parte, su lección parece consistir en que vivimos en un mundo de realidades alternativas en el que, al igual que en un juego del ciberespacio, cuando una elección desemboca en un resultado catastrófico siempre es posible regresar al punto de partida para tomar otra elección mejor; lo que en principio fue un error suicida, la segunda vez puede hacerse de manera acertada, de modo que la oportunidad no cae en saco roto. En La doble vida de Véronique, Véronique aprende de Weronika, evita la elección suicida de ponerse a cantar y sobrevive; en Rojo, Auguste evita el error del Juez; incluso Blanco termina con la perspectiva de que Karol y su novia francesa tengan una segunda ocasión y se vuelvan a casar. El mismo título del libro que recientemente ha dedicado Annette Insdorf a Kieslowski, Double Lives, Second Chances [Vidas dobles, segundas oportunidades], apunta en esta misma dirección: la otra vida está aquí para darnos una segunda oportunidad, esto es, «la repetición se torna acumulación, con un error previo que es la base de un acto exitoso». Sin embargo, así como da sustento a la perspectiva de repetir las ocasiones perdidas, este universo también puede interpretarse en sentido opuesto, de manera mucho más siniestra. Hay un rasgo material en las películas de Kieslowski que hace mucho tiempo atrajo la atención de los críticos perspicaces: el empleo de los filtros en Breve película sobre el asesinato:

«La ciudad y sus alrededores se muestran de manera específica. El operador de cámara y responsable de la iluminación de esta película, Slawek Idziak, empleó los filtros en los que se ha especializado. Filtros verdes, de modo que la coloración de la película resulta verdosa. El verde, se supone, es el color de la primavera, el color de la esperanza, pero si se rueda con un filtro verde el mundo se torna un sitio mucho más cruel, más aburrido, más vacío.»

Por si fuera poco, en Breve película sobre el asesinato los filtros se emplean «como una suerte de máscara, oscureciendo partes de la imagen que Kieslowski e Idziak no desean mostrar». Este procedimiento por el cual «grandes segmentos de la imagen se nublan del todo», no como parte de la descripción formularia de un sueño, o de una visión, sino en tomas que plasman la gris realidad del día a día, evoca directamente la idea de los gnósticos de que existe un universo creado de manera imperfecta, que no está por tanto plenamente conformado. Lo máximo que puede uno acercarse a él en realidad es, tal vez, en la campiña de lugares extremos, como Islandia o Tierra del Fuego: trechos de hierba y arbustos silvestres que forman intersecciones con la tierra yerma, con las rocas repletas de grietas por las que asoma el vapor sulfúrico e incluso brota alguna llamarada, como si el caos primordial y pre-ontológico aún fuese capaz de penetrar en las grietas de la realidad imperfectamente constituida/formada. El universo de Kieslowski es un universo gnóstico, un universo no plenamente conformado, creado por un dios perverso y confuso, un dios idiota que mandó al garete la obra de la Creación al producir un mundo imperfecto, y que luego intentó salvar todo lo que pueda salvarse mediante intentos repetidos: todos somos «hijos de un dios menor». En las películas hollywoodenses más comerciales, esta extraordinaria dimensión intermedia resulta claramente discernible en la que es casi con toda seguridad la escena de máxima eficacia de Alien 4: Resurrección. Ripley, ya clonada (Sigourney Weaver) entra en el laboratorio en el que se despliegan los siete intentos anteriores, abortados, de clonarla: ahí encuentra las versiones ontológicamente fallidas, defectuosas, de su propio ser, hasta la versión casi del todo resuelta, con su propio rostro, aunque con las extremidades distorsionadas, de modo que recuerdan las extremidades del Alien. Esa criatura pide a Ripley que la mate y, en un estallido de rabia virulenta, Ripley efectivamente destruye toda la exposición de los horrores.

La «virtualización» de nuestra experiencia vital, la explosión/dehiscencia de la única realidad «verdadera» en una multitud de vidas paralelas, es estrictamente correlativa de la afirmación del abismo protocósmico en que borbotea el magma caótico de esa realidad ontológicamente aún no constituida del todo: esa «materia» primordial, pre-simbólica, embrionaria, es el medio mismo, el medio neutral en el que la multitud de universos paralelos puede coexistir. En contraste con la noción al uso de una realidad plenamente determinada y ontológicamente conformada, con respecto a la cual todas las demás realidades son meras sombras secundarias, copias, reflejos, la «realidad» misma se multiplica así en la plétora espectral de las realidades virtuales, bajo la cual acecha la proto-realidad pre-ontológica, lo Real de la materia informe y espeluznante. El primero que expresó con toda claridad esa dimensión pre-ontológica fue F. W. J. Schelling en su noción del Terreno Insondable de Dios, algo en Dios que aún no es Dios, que aún no es realidad plenamente conformada.

Así pues, esto es lo que uno tiene la tentación de denominar el mínimo o nivel básico del materialismo cinematográfico: esa inercia de un motivo pre-simbólico que insiste en retornar en calidad de lo Real, pero en distintos contextos simbólicos. Lo que en definitiva redime a Andrei Tarkovski de su oscurantismo ideológico es ese materialismo cinematográfico, el impacto físico, directo, de la textura de sus películas: esa textura plasma una actitud de Gelassenheit, de desconexión, de retirada pacífica, que deja en suspenso la urgencia de toda Búsqueda. Lo que impregna las películas de Tarkovski es la pesada gravedad de la Tierra, que parece ejercer incluso su presión sobre el tiempo mismo, con lo cual genera un efecto de anamorfosis temporal, ampliando el arrastrarse del tiempo hasta mucho más allá de lo que nos parecería justificado por los requisitos del movimiento narrativo (aquí habría que conferir al término «Tierra» toda la resonancia que adquirió en el último Heidegger); es posible que Tarkovski sea el ejemplo más claro de lo que Deleuze llamaba la imagen temporal que venía a sustituir a la imagen en movimiento. Ese tiempo de lo Real no es ni el tiempo simbólico del espacio diegético ni el tiempo de la realidad nuestra (la del espectador), el rato en que visualizamos la película, sino un terreno intermedio cuyo equivalente visual quizá sean las manchas prolongadas que «son» el cielo amarillo en el último Van Gogh o el agua sobre la hierba en Munch: esa extraordinaria «solidez» no pertenece ni a la materialidad directa de las manchas de color ni a la materialidad de los objetos representados, sino que habita en una suerte de dominio intermedio del espectro de lo que Schelling llamaba geistige Korperlichkeit, la corporeidad espiritual. Desde el punto de vista lacaniano, es fácil identificar esa «corporeidad espiritual» como jouissance materializada, «jouissance hecha carne».

Lo que significa es que lo Real lacaniano está del lado de la virtualidad opuesta a la «realidad real». Tomemos por ejemplo el dolor: hay una conexión íntima, estrechísima, entre la virtualización de la realidad y el surgimiento de un dolor corporal infinito y llevado al infinito, mucho más fuerte que el dolor habitual: ¿no se amalgaman la biogenética y la Realidad Virtual al abrir nuevas posibilidades «incrementadas» de TORTURA, nuevos e inauditos horizontes capaces de ampliar nuestra capacidad de resistencia al dolor (mediante el ensanchamiento de nuestra capacidad sensorial de percibir el dolor y, sobre todo, mediante la invención nuevas formas de infligir dolor al atacar directamente los centros cerebrales del dolor, puenteando la percepción sensorial)? Es posible que la definitiva imagen sádica de una víctima «muerta en vida» de la tortura, capaz de soportar un dolor interminable sin tener a su disposición la huida hacia la muerte, también aguarde a hacerse realidad. En semejante constelación, el dolor definitivo, real/imposible, ya no es un dolor del cuerpo mismo, sino el dolor «absoluto», virtual-real, causado por la realidad virtual en la que me muevo (y obvio es decir que lo mismo reza en el caso del placer sexual). Un enfoque más «real» incluso es el que se abre mediante la perspectiva de la manipulación directa de nuestras neuronas: aunque no sea «real» en el sentido de que forme parte de la realidad en que vivimos, ese dolor es imposible-real. ¿No reza lo mismo en el caso de las emociones? Recuérdese el sueño de Hitchcock de la manipulación directa de las emociones: en el futuro, un director de cine no tendrá que idear intrincadas narraciones y rodarlas de un modo convincente, amén de emocionante, para generar en el espectador la respuesta emocional adecuada; dispondrá de un conjunto de botones directamente conectados al cerebro del espectador, de modo que accionando los botones indicados el espectador pueda experimentar tristeza, terror, simpatía, miedo… y experimentar esas sensaciones de verdad, en una cantidad nunca lograda por las situaciones de la «vida real» con las que se pretendía evocar la tristeza o el miedo. Es particularmente crucial distinguir este procedimiento del que es propio de la realidad virtual: el miedo se suscita no mediante la generación de imágenes y sonidos virtuales que provocaban miedo, sino a través de una intervención directa que puentea por completo el nivel de la percepción. Esto, y no el «retorno a la vida real» desde el entorno artificial y virtual, es lo Real generado por una radicalización virtual en sí misma. Lo que aquí experimentamos en su versión más pura es la brecha que se da entre la realidad y lo Real: lo Real, por ejemplo, del placer sexual generado por la intervención directa de las neuronas no tiene lugar en la realidad de los contactos corporales, si bien es «más real que la realidad misma», más intenso. Ese «Real» socava de ese modo la división entre los objetos de la realidad y sus simulacros virtuales: si en la realidad virtual escenifico una fantasía imposible, puedo experimentar un disfrute sexual «artificial» que es mucho más «real» que cualquier otra cosa que pueda experimentar en la «realidad real».

Tal como señala Lacan en su Seminar xx: Encore, la jouissance entraña una lógica estrictamente homóloga a la prueba ontológica de la existencia de Dios. En la versión clásica de esta prueba, la de San Anselmo de Canterbury, mi conciencia de mí mismo en tanto ser finito y limitado, da pie al nacimiento de la noción de un ser infinito, perfecto, y como este ser es perfecto, su noción misma contiene su existencia; del mismo modo, nuestra experiencia de la jouissance accesible a nosotros como algo finito, localizado, parcial, «castrado», da pie de inmediato al nacimiento de la noción de una jouissance plena, redonda, ilimitada, cuya existencia está necesariamente presupuesta en el sujeto que se la imputa a otro sujeto, que es «su sujeto supuesto de disfrute».

Esta cuestión utópica acerca de la jouissance absoluta es la cuestión en la que Lacan señala que la jouissance de l’Autre debiera quedar en suspenso. ¿Qué es esa jouissance de l’Autre? Imaginemos (si bien se trata de un caso clínico real) a dos amantes que se excitan mutuamente mediante la verbalización, mediante el relato recíproco de sus fantasías sexuales más íntimas, a tal extremo que alcanzan el pleno orgasmo sin tocarse siquiera, sólo como efecto de la «mera conversación». El resultado de tal exceso de intimidad no es difícil de adivinar: tras una exposición mutua al desnudo de carácter tan radical, no serán capaces ninguno de los dos de mantener su vínculo amoroso, pues era demasiado lo que se dijo; mejor dicho, la palabra dicha, el gran Otro, queda inundado de manera demasiado directa por la jouissance, de modo que ambos se sienten inmensamente azorados por la presencia del otro, y por tanto se alejan lentamente, comienzan a evitar la presencia del otro. Éste, y no una orgía perversa, es el verdadero exceso: no consiste tanto en «practicar las fantasías más íntimas y secretas de cada cual en vez de hablar de ellas», sino más bien, precisamente, en hablar de ellas, en decirlas, permitiendo que invadan el medio del gran Otro hasta tal extremo que uno pueda literalmente «follar con las palabras», de modo que la frontera elemental y constitutiva entre la lengua y la jouissance se derrumbe y desaparezca. A tenor de este criterio, la «orgía real» más extrema no pasa de ser sino pobre sustitutivo.

Recuérdese la famosa escena de Persona, de Bergman, en la que Bibi Andersson relata una orgía en la playa y un apasionado acto amoroso en el que participó: no vemos imágenes que funcionen como flashback, y la escena es sin embargo una de las más eróticas de toda la historia del cine: la excitación radica en su manera de contarlo, y esa excitación que radica en la lengua misma es la jouissance feminine. Y es esa dimensión de la jouissance del Otro la que hoy está amenazada. Imaginemos la situación en la que el dolor (o el placer) deje de estar generado en un sujeto por medio de sus percepciones sensoriales y se genere mediante una excitación directa de los centros neuronales apropiados (mediante drogas o mediante impulsos eléctricos). Lo que el sujeto experimentará en este caso será dolor «puro», dolor «tal cual», lo Real del dolor o, por decirlo en términos estrictamente kantianos, el dolor no esquematizado, un dolor que aún no tiene arraigo en la experiencia de la realidad conformada por las categorías trascendentales. (Durante los primeros meses de la independencia de Eslovenia, en 1991, el antiguo dinero yugoslavo dejó de tener validez, y la nueva moneda eslovena no se había puesto en circulación; así pues, a fin de salvar ese abismo momentáneo, las autoridades emitieron una moneda provisional, con unidades de 1 a 5.000, que carecía de nombre: el papel moneda llevaba la firma del banco nacional de Eslovenia, la cifra designaba su valor, pero no figuraba un nombre, no ponía «dinares» ni nada por el estilo. Teníamos unidades puras sin someterse a ninguna esquematización (en el sentido kantiano), sin especificar de qué eran las unidades: el precio por ejemplo de un libro era 350, sí, pero ¿350… qué? Nada, 350 unidades. Lo más curioso es que nadie comentó jamás esa ausencia.)

Y… ¿no es ese cortocircuito el rasgo más básico y perturbador del consumo de drogas en la generación de la experiencia del disfrute? Lo que prometen las drogas es una jouissance puramente autista, una jouissance accesible sin el desvío necesario para pasar por el Otro (de orden simbólico), la jouissance generada no mediante representaciones fantasmáticas, sino que ataca directamente nuestros centros cerebrales del placer. En ese sentido preciso, las drogas entrañan la suspensión de la castración simbólica, cuyo significado más elemental es precisamente que la jouissance sólo resulta accesible mediante (o mediatizada por) la representación simbólica. Esa brutalidad Real de la jouissance es justo lo opuesto de la infinita plasticidad de la imaginación, ya no constreñida por las reglas de la realidad. De manera significativa, la experiencia de las drogas abarca ambos extremos: por una parte, lo Real de la jouissance nouménica (no esquematizada) que puentea las representaciones; por otra, la proliferación salvaje de las fantasías (recuérdense los proverbiales informes sobre cómo, tras ingerir una droga, uno imagina escenas a las que jamás supuso que podría acceder: nuevas dimensiones, colores, olores nuevos…).

Lo que aquí se pierde no es tanto nuestro sentido de la realidad cuanto nuestro sentido de la realidad simbólica, o la eficacia en el orden simbólico. En una de las películas de los hermanos Marx, Groucho, pillado en una mentira, responde con enojo: «¿Tú a quién crees, a tus ojos o a mis palabras?». Esta lógica en apariencia absurda plasma a la perfección el funcionamiento del orden simbólico, en el que el mandato o máscara simbólica tiene más importancia que la realidad directa del individuo que lleva la máscara o asume el mandato. Ese funcionamiento implica la estructura de la denegación fetichista: «Conozco muy bien las cosas tal como las veo / que tal o cual persona es débil y corrupta / pero no obstante la trato con respeto, ya que ostenta la insignia del juez, de modo que cuando habla es la Ley misma la que habla por su boca». Así pues, en cierto modo creo efectivamente en sus palabras, no en mis ojos. Es decir: creo en Otro Espacio (el terreno de la pura autoridad simbólica) que importa más que la realidad de su portavoz… La reducción cínica a la realidad falla de ese modo: cuando habla un juez, hay en cierto modo más verdad en sus palabras (las palabras de la institución de la ley) que en la realidad directa de la persona del juez mismo; si uno se limita a lo que ve, sencillamente pierde de vista lo que importa. Esta paradoja es a lo que tiende Lacan con su «les non-dupes errent«: quienes no se dejan atrapar en el engaño/ficción simbólico y siguen creyendo en sus ojos con los que más yerran. Lo que deja de ver el cínico que «sólo cree en lo que ve» es la eficacia de la ficción simbólica, el modo en que la ficción estructura nuestra experiencia de la realidad. Esa misma brecha está activa en nuestras relaciones más íntimas con nuestros convecinos: nos conducimos COMO SI no supiéramos que también ellos huelen mal, secretan excrementos, etc. La base de nuestra coexistencia es una mínima idealización, el fetichismo de la negativa.

Hoy, con las nuevas tecnologías digitalizadas que permiten la creación de imágenes documentales perfectamente falsificadas, por lo hablar de la Realidad Virtual, el lema «cree en mis palabras (argumentación), no en la fascinación de tus ojos» está más vigente que nunca. Dicho de otro modo: aquí, lo crucial es mantener a la vista cómo puede funcionar de dos maneras la lógica del «¿Qué crees, lo que ves o lo que te digo?», es decir, del «bien lo sé, pero sin embargo creo…»: la manera de la ficción simbólica y la del simulacro imaginario. En el caso de la lógica simbólica eficaz del juez que ostenta su insignia, «sé muy bien que esa persona es corrupta y es débil, pero a pesar de todo la trato como si / creyese / que la lógica simbólica el gran Otro se expresa a través de ella»: deniego lo que ven mis ojos y prefiero creer en la ficción simbólica. En el caso del simulacro de la realidad virtual, por el contrario, «sé muy bien que lo que veo es una ilusión generada por la máquina digital, pero no obstante acepto sumergirme en ello, comportarme como si lo creyera». Niego lo que mi conocimiento (simbólico) me dice y prefiero creer sólo lo que ven mis ojos…

Sólo sobre este trasfondo de desplazamientos es posible captar de una manera adecuada el extraño impacto de la fotografía. La fotografía, el medio de la inmovilización, primero fue percibida como si implicase la muerte del cuerpo vivo, algo análogo a los rayos X, que se percibieron como aquello que plasmaba de manera directamente visible el interior del cuerpo (el esqueleto al menos). Baste recordar el modo en que los medios presentaron el descubrimiento por parte de Roentgen de los rayos X, a finales del siglo xix: la idea era que los rayos X nos permiten ver a una persona todavía viva como si en verdad estuviera muerta, reducida a la mera osamenta (con la natural idea subyacente de la vanitas: por medio del aparato de Roentgen vemos «lo que en verdad somos» a la luz de la eternidad…). Lo que aquí hallamos es el vínculo negativo que se da entre visibilidad y movimiento: en cuanto a su estatus fenomenológico original, el movimiento se identifica con la ceguera, desdibuja los contornos de lo que percibimos, de modo que para percibir con claridad el objeto éste ha de estar congelado, inmovilizado. La inmovilidad hace que las cosas sean visibles. Este vínculo negativo explica el hecho de que el «hombre invisibles» de la película de Whale así titulada se haga de nuevo visible en el momento mismo de su muerte; como ha dicho Paul Virilio, «la persona que deja de estar viva existe con más plenitud que cuando lo estaba de veras, cuando se movía entre nosotros». La ontología de Platón y la idea lacaniana de la imagen especular que congela el movimiento como un rollo de película que se encasquilla aquí se solapan: sólo la inmovilidad aporta una existencia visible y sólida. Por contraste con los seres humanos, algunos animales perciben solamente los objetos que se mueven, y son por tanto incapaces de vernos si permanecemos absolutamente inmóviles; lo que aquí hallamos es la oposición entre una forma de vida real y pre-simbólica que sólo percibe el movimiento, y la mirada simbolizada, que sólo percibe objetos petrificados, «muertos».

Sobre ese trasfondo es viable establecer el contraste entre el motivo gótico de una estatua (o imagen) en movimiento y su contrapunto, el procedimiento inverso de los tableaux vivants. En sus Afinidades electivas, Goethe presenta una atinada descripción de la práctica de los tableaux vivants en los círculos aristocráticos del siglo xviii: famosas escenas de la historia o la literatura se escenificaban para entretenimiento doméstico, con las personas vivas sobre la escena, pero inmóviles o, mejor dicho, resistiéndose a la tentación de moverse. Esta práctica de los tableaux vivants ha de insertarse en la ya dilatada tradición ideológica que concibe la estatua como un cuerpo vivo congelado, inmovilizado, un cuerpo cuyos movimientos se han paralizado (por lo común, debido a un embrujo maligno): la inmovilidad de la estatua de ese modo entraña un dolor infinito; el objet petit engendrado por la rigidez del cuerpo vivo, su congelación en la forma de estatua, es por lo común un síntoma del dolor milagrosamente filtrado por la estatua, desde el goteo de la sangre en la estatua del jardín de las novelas góticas hasta las lágrimas que milagrosamente derrama la estatua de la Virgen en los países católicos. La última figura de esta serie es el performer callejero que se viste de estatua (por lo común, un caballero con su armadura) y que permanece inmóvil durante largos lapsos: sólo se mueve (hace una reverencia) cuando un paseante arroja unas monedas al cesto. Por contraste con esa idea de la estatua como cuerpo congelado e inmovilizado, el cine fue en un principio percibido como «imágenes en movimiento», imagen muerta que milagrosamente cobra vida. Ahí residía su cualidad espectral. Lo que acecha al fondo de esa percepción es la paradoja dialéctica de la fenomenología de nuestra percepción: la inmovilidad de la estatua se concibe de manera implícita como el estado de un ser vivo congelado en la inmovilidad, en un dolor infinito, mientras que la imagen en movimiento es un objeto muerto, inmóvil, que mágicamente ha cobrado vida. En ambos casos la frontera que separa lo vivo de lo muerto es objeto de una transgresión. El cine es «imagen en movimiento», un continuum de imágenes muertas que dan la impresión de poseer vida al moverse a la velocidad indicada; la imagen muerta es una «instantánea», una «imagen congelada», un movimiento que se ha vuelto rígido. Aquí nos encontramos con los dos casos opuestos de la paradoja, propiamente hegeliana,, de un género con dos especies, esto es, que abarca dos especies, el propio género y la especie en cuanto tal. Es incorrecto afirmar que hay dos clases de especies en las imágenes, unas móviles y otras inmóviles: la imagen «en cuanto tal» es inmóvil, congelada, detenida; la «imagen en movimiento» es mera subespecie, la paradoja mágica de una imagen «muerta» que cobra vida como aparición espectral. Por otra parte, el cuerpo en cuanto tal está vivo, en movimiento, y la estatua es la paradoja de un cuerpo vivo dolorosamente congelado en su inmovilidad estatuaria. Aún cabe hacer otra apreciación lacaniana: la cuestión primordial de la fijación, de la congelación en lo que vemos, es la mirada misma: la mirada no sólo causa la muerte del objeto que se mira, sino que representa el punto de congelación e inmovilización del terreno de lo visual. ¿No ejemplifica la cabeza de Medusa una mirada transfigurada cuando se acercaba en demasía al Objeto y «veía demasiado»? En una serie de películas de Hitchcock, el efecto de la inmovilización momentánea se produce mediante la mirada directa el actor a cámara (Scottie en la secuencia de la pesadilla de Vértigo, el detective Arbogast cuando es asesinado en Psicosis, el infortunado Fane durante su acuación suicida en el trapecio, en Asesinato).

El horror circula en ambas direcciones: lo que provoca horror no es sólo el descubrir que lo que tomamos por un ser humano es un muñeco mecánico (la Olimpia de Hoffmann), sino también, de modo quizás más intenso, el descubrimiento traumático de que lo que tomamos por entidad muerta (una casa, la pared de una cueva…) está vivo en realidad. De pronto, empieza a rezumar y a temblar, a moverse y a hablar, a actuar con intenciones perversas. Así pues, por una parte tenemos «la máquina en el fantasma» (un barco que navega solo, sin tripulación; un animal o un ser humano que resultan ser un complejo entramado de articulaciones y engranajes mecánicos); por otra, «el fantasma en la máquina» (algún síntoma de plus-de-juir en la máquina, que da pie al efecto de que «¡está viva!». La cuestión es que ambos excesos estén desubjetivizados: la máquina «ciega», así como la sustancias vitales informes, «acéfalas», forman dos lados de un mismo impulso (unificados en el monstruo Alien, una combinación de máquina y sustancia vital viscosa). En la ficción literaria a menudo encontramos a una persona que parece ser sólo otra persona dentro de su espacio diegético, aunque efectivamente se trate de algo «Inhumano», el horror desubjetivizado del impulso puro que adopta la apariencia de individuo normal. Numerosos comentaristas, a partir de Kierkegaard, han señalado que el Don Juan de Mozart es en realidad un personaje carente de «carácter», un puro impulso maquinal de conquistar, que carece de toda la hondura de la personalidad: el horror definitivo de una persona así radica en el hecho de que no sea propiamente una persona.

Esta paradoja de las estatuas móviles, de los objetos inertes que cobran vida y/o e objetos vivos que se petrifican, sólo es posible dentro del espacio del impulso de muerte, que según Lacan es el espacio entre las dos muertes, la simbólica y la real. Para un ser humano, estar «vivo a la vez que muerto» equivale a estar colonizado por el orden simbólico de la muerte; estar «vivo a la vez que muerto» es corporeizar el resto de la sustancia vital que ha escapado a la colonización simbólica («lamella»). Lo que aquí hallamos es, así pues, la hendidura entre A y J, entre el orden simbólico de la muerte que quita la vida al cuerpo y la sustancia vital no simbólica de la jouissance. Estos dos conceptos, en Freud y en Lacan, no son los mismos que en nuestro discurso cotidiano o en nuestro discurso científico al uso: en el psicoanálisis, ambos designan una dimensión propiamente monstruosa: la vida es la horrible palpitación de la «lamella», del impulso no subjetivo («acéfalo») y «muerto en vida» que persiste más allá de la muerte ordinaria. La muerte es el orden simbólico en sí mismo, la estructura que, como parásito, coloniza la entidad viva. Lo que en Lacan define el impulso de muerte es esa doble brecha: no es la mera oposición entre vida y muerte, sino la hendidura de la vida que se cuela en la vida «normal» y en la espeluznante vida del «muerto en vida», y la hendidura de la muerte que se cuela en la muerte «normal» y la máquina «muerta en vida». La oposición elemental entre Vida y Muerte tiene de ese modo el suplemento de la máquina simbólica parasitaria (el lenguaje como entidad muerta que «se comporta como si poseyera vida propia») y su contrapartida, el «muerto viviente» (la monstruosa sustancia vital que persiste en lo Real fuera de lo Simbólico). Esa hendidura que recorre los dominios de la Vida y la Muerte constituye el espacio del impulso de muerte. Esas paradojas se basan en el hecho de que, como recalcó Freud en repetidas ocasiones, no hay concepto o representación de la muerte en el inconsciente: el Todestrieb freudiano no tiene nada que ver con el Sein-zum-Tode de Heidegger. El impulso es inmortal, eterno, «muerto en vida»: la aniquilación hacia la que tiende el impulso de muerte no es a fin de cuentas la muerte en tanto límite insuperable del hombre qua ser finito. Inconscientemente todos creemos ser inmorales: no hay angustia ante la muerte -Todesangst- en nuestro inconsciente, que es la razón de que el fenómeno mismo de la «conciencia» hunda sus raíces en la certeza de nuestra mortalidad.

La idea de Kierkegaard de la «enfermedad hacia la muerte» también reposa sobre esta diferencia entre las dos muertes. Dicho de otro modo, esa «enfermedad hacia la muerte» propiamente dicha, esa desesperación, ha de oponerse a la desesperación al uso del individuo que se siente desgarrado entre la certidumbre de que la muerte está a la vuelta de la esquina, de que no existe el Más Allá de la vida eterna, y su deseo implacable de creer que la muerte no puede ser lo último, que hay otra vida preñada de promesas de redención y de bienaventuranza eterna. La «enfermedad hacia la muerte» más bien entraña la paradoja opuesta del sujeto que conoce que la muerte no es el final, que tiene un alma inmortal, etc., pero que no puede hacer frente a las exigencias desorbitadas de esa realidad (la necesidad de abandonar la vanidad de los placeres estéticos y de trabajar con ahínco en pro de su salvación), y así, desesperadamente desea creer que la muerte sí es el final, esto es, que no hay una exigencia divina e incondicional que ejerza ninguna presión sobre él. Aquí se subvierte el religioso je sais bien, mais quand même: no es tanto que «sé muy bien que sólo soy un mero mortal, pero a pesar de todo y desesperadamente quiero creer que hay redención en la vida eterna», cuanto que se trata de que «sé muy bien que tengo un alma eterna responsable ante los mandamientos incondicionales de Dios, pero quiero creer desesperadamente que no hay nada más allá de la muerte, quiero hallar alivio a la insoportable presión del mandato divino». Dicho de otro modo, en contraste con el individuo atrapado en la desesperación escéptica al uso, esto es, el individuo que sabe que ha de morir, pero que no puede aceptarlo, y que tiene esperanzas en la vida eterna, aquí, en el caso de la «enfermedad hacia la muerte», nos las vemos con el individuo cuyo deseo desesperado es morir, desaparecer para siempre, pero que sabe que no puede hacerlo, es decir, que está condenado a la vida eterna. El predicamento del individuo aquejado de la «enfermedad hacia la muerte» es el mismo que el de los héroes wagnerianos, desde el Holandés Errante hasta Amfortas, en Parsifal, quienes se esfuerzan desesperadamente por morir, por la aniquilación final y la desaparición de su propio ser, que les daría alivio del Infierno en que sobrellevan su existencia de «muertos en vida».

La lección definitiva de todo ello quizá se condense mejor en la tensión central de los cuadros de Gerhard Richter. Lo que representa una de sus series es el repentino tránsito del realismo fotográfico (ligeramente traspuesto/difuminado) a la abstracción pura de las manchas de color, o el tránsito contrario de una textura absolutamente desprovista de objetos, de meras manchas, a la representación realista, como si, de súbito, nos hallásemos en la cara opuesta de una banda de Moebius. Richter se concentra en ese momento mistérico en el que emerge una imagen del caos (o, una vez más, tal vez en el momento opuesto, y no menos mistérico, en que una imagen nítida se difumina hasta quedar reducida a manchas carentes de sentido). Y esto nos lleva de nuevo al objet petit lacaniano, que es precisamente esa imponderable incógnita que conforma una representación pictórica coherente a partir de una textura de meras manchas, como en la famosa escena, al final de 2001 Odisea en el espacio, en que un juego surrealista de intensos movimientos visuales se torna en una representación hiperrealista del espacio de la fantasía. Richter invierte la relación al uso: en sus cuadros, el realismo fotográfico nos sorprende por ser algo artificial y manipulado, mientras que hay mucha más «vida natural» en el juego que se da entre las formas «abstractas» y las manchas. Es como si la identidad confusa de las formas no representativas fuese el último residuo de la realidad, de modo que, cuando pasamos de ello a la representación claramente identificable, ingresamos en el espacio de la fantasía, en el éter en el que la realidad se pierde de manera irrecuperable. El desplazamiento es de puro paralaje: no es tanto un desplazamiento del objeto cuando un desplazamiento de nuestra actitud ante el objeto contemplado.

Por este motivo, Richter no es tal sólo un artista posmoderno: su obra es, más bien, una suerte de meta-comentario sobre la hendidura misma entre modernismo y posmodernismo, sobre el tránsito de uno al otro. Por decirlo de otro modo: recuérdense las dos obras que sobresalen en calidad de gestos inaugurales del frenazo modernista en las artes visuales, el ready-made de Duchamp que consiste en una bicicleta y el cuadro negro sobre fondo blanco de Malevitch. Esos dos extremos guardan relación de un modo que recuerda la identidad especular de los opuestos hegelianos. ¿Y no se esfuerza Richter precisamente por tratar de captar el tránsito entre esos dos extremos, en su caso del realismo fotográfico a la abstracción de las distinciones puramente formales y minimalistas?

(Extracto de la conferencia pronunciada en el Museo del Traje de Madrid el día 14 de junio del 2004 dentro de los «II Debates en torno a la Fotografía» en los Encuentros PHE04)