Para Víctor Ríos, que compartió y le entendió como muy pocos Estábamos en la entrevista a Francisco Fernández Buey a propósito de la publicación de Por una Universidad democrática (Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 2009) y en la pregunta sobre la función de la Universidad. Qué función tenía la Universidad en estos momentos, qué función […]
Para Víctor Ríos, que compartió y le entendió como muy pocos
Estábamos en la entrevista a Francisco Fernández Buey a propósito de la publicación de Por una Universidad democrática (Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 2009) y en la pregunta sobre la función de la Universidad. Qué función tenía la Universidad en estos momentos, qué función debería tener en tu opinión, le pregunté.
Seguía pensando FFB que en los análisis de Ortega y de Sacristán, con las diferencias de tiempo y de enfoque que eran conocidos, estaba lo esencial para conocer las funciones de la universidad.
«Y que la lectura de esos análisis es aún estimulante en un momento, como el actual, en el apenas se presta atención a esa función de la universidad que es la del formar para el mandar o para crear hegemonía. Sobre la transmisión de los conocimientos y sobre la formación para las profesiones hay hoy en día un acuerdo muy amplio entre los analistas de la universidad, pero, en cambio, apenas se habla de la otra función social. Replantear la necesidad del análisis de la función social de la universidad es clave, me parece, en esta fase en la cual la privatización indirecta de la universidad pública, la aceleración del proceso de mercantilización y la implantación de las universidades privadas, con el consentimiento de los poderes políticos, están contribuyendo de una manera decisiva al desplazamiento de la sede (o sedes) de creación de hegemonía.»
Llevaba entonces casi cuarenta años de su vida dando clases en la universidad, en varias universidades: UB, UPF, Universidad de Valladolid y universidades latinoamericanas. Qué cambios le parecían más destacables en todo este período, le pregunté. ¿Había habido «progreso» universitario?
Claro que ha habido progreso, sin duda exclamó. Y hasta, me sugirió, podíamos poner la palabra «progreso» sin comillas.
«Cuando pienso en la universidad en la que fui estudiante sólo siento nostalgia al recordar las clases de unos cuantos profesores extraordinarios a los que conocí y traté. Y a los que hay que honrar no sólo porque lo que nos enseñaron lo hicieron en tiempos sombríos sino también, y sobre todo, porque eran sabios. Si hay una cosa que me interesa resaltar de este libro sobre la universidad es precisamente que ese progreso se ha debido a las luchas (primero de resistencia y luego con propuestas alternativas claras) de los movimientos universitarios.»
Sin ellas, sin esas luchas, apuntaba en aquellos momentos FFB con toda razón, no habrían caído parcialmente las barreras clasistas que impedían a los hijos de los trabajadores llegar a la universidad. La persona que le estaba entrevistando era un ejemplo.
«Sin ellas no habríamos tenido claustros con una representación notable de los estudiantes y del personal de administración y servicios. Sin ellas no habría mejorado sustancialmente la investigación, como ha mejorado. Sin ellas no habría cambiado el tipo de relación entre profesores y estudiantes, como ha cambiado. Sin ellas no habría habido la autonomía universitaria que hay. Sin ellas no se habría dignificado, al menos parcialmente, la función docente. Y sin ellas habríamos tenido menos medios y menor financiación de la que hoy tenemos.»
Lo diré de otra manera comentó: «se ha progresado en el sentido de crear las condiciones de posibilidad para una universidad pública democrática propiamente dicha.» Lo que hacía falta era hacer realidad plena esas condiciones de posibilidad. «Como decía la broma de la Monty Python en El sentido de la vida: «Nosotros, a diferencia de los otros, podríamos blá, blá, blá. Y, sí, el único problema es: ¿pero de verdad lo hacemos?…»
Dedicaba el último capítulo del libro a Bolonia. «Bolonia como pretexto y como oportunidad» lo había titulado. De qué hablábamos realmente cuando hablamos de Bolonia, le pregunté.
Dependía, claro está, de quien estuviera hablando sobre el llamado «Plan Bolonia»:
«[…] las autoridades ministeriales hablan mayormente de unificación de títulos, grados y másteres y de promover la movilidad de estudiantes y profesores para lograr una universidad de calidad en el espacio europeo y competitiva en el ámbito internacional; los estudiantes y profesores críticos hablamos también de eso, naturalmente, pero denunciamos la instrumentalización de este Plan para hacer depender a las universidades de lo que manden las empresas, someter la docencia y la investigación que se hace en las universidades públicas a los intereses empresariales, potenciar la privatización directa e indirecta, subir las tasas que pagan los estudiantes, sobre todo en los estudios de postgrado, y recortar o liquidar las conquistas democráticas en el gobierno de la universidad pública.»
El Plan Bolonia, en opinión de FFB, «podía haber sido una oportunidad para reflexionar en serio y desinteresadamente sobre el futuro de nuestras universidades pero, por lo visto hasta ahora», no estaba ciego, nunca le cegó Bolonia, se había convertido en un pretexto para que banqueros y empresarios dicten lo que hay que hacer en la universidad pública. Acertó, sin duda, pleno al 15.
«Y de momento son pocos los rectores que han levantado la voz para oponerse a ese dictado; más bien la han levantado para oponerse a las críticas de los estudiantes y de los profesores.»
¡La inversión hegeliano-marxista! Lo realmente paradójico y lamentable, insistía el profesor de la UPF, era que muchas veces las lecciones acerca de lo que había que hacer en la universidad pública y cómo gestionarla venían de sectores sociales que habían contribuido decisivamente a la crisis económica y financiera que sacudía al mundo actual… Una paradoja sangrante, añadía con toda razón
Los planes made in Bolonia, volví a preguntarle, representaban algún cambio de orientación sustantiva respecto a lo que había estado ocurriendo en aquellos últimos años.
En cuanto a la orientación de la política universitaria en general, no había, en su opinión, un cambio sustancial:
«[…] lo que se está haciendo es la continuación, con matices, de las políticas neoliberales que se impusieron desde la década de los ochenta. Los cambios más importantes tienen que ver con la organización de la docencia en los grados (las antiguas licenciaturas) y con el papel que ahora van a tener los másteres. La idea de sustituir parcialmente la antigua clase magistral por seminarios y trabajos en grupos, para así facilitar la participación activa de los estudiantes, es buena, aunque no es por sí misma una novedad».
En cualquier caso, en un medio con tendencia a la rutina había que dar la bienvenida a las innovaciones didácticas y pedagógicas. De eso no tenía ninguna duda. Su equilibrio, su búsqueda permanente del matiz, se imponía de nuevo.
«Lo que pasa es que ahora se pretende innovar en la docencia poco más que a coste cero, lo cual previsiblemente obligará a echar mano, una vez más, de un profesorado en situación de precariedad. Eso es algo que ya se está notando».
De nuevo en la diana, sin errar ni una millonésima de milímetro. No sólo eso.
«Por otra parte, muchos de los másteres ad hoc, pensados para facilitar la entrada por la vía rápida de los estudiantes en el mercado laboral, son sólo la continuación, con otro nombre, de las antiguas licenciaturas, y a un coste muy superior para los estudiantes. Lo diré en forma moderada: la proliferación de másteres de este tipo, de un año de duración, tendrá mucho que ver con la creación de fuerza de trabajo flexible para las empresas (privadas y públicas), pero no creo que vaya a contribuir precisamente a mejorar la calidad de la enseñanza en la universidad pública ni va a contribuir, desde luego, a hacer mejores investigadores».
Si a eso se añadía que estábamos en una fase caracterizada por la introducción de serios recortes en los fondos dedicados a la investigación científica («que, como sea sabe, se hace en grandísima parte en las universidades públicas») él no veía motivo para el optimismo con que las autoridades académicas venían presentado el Proceso de Bolonia.
En eso siguen… con menos humos. La estafa está al alcance de todos.
Le agradecí su generosidad. Quería añadir algo más le comenté finalmente.
Lo hizo, añadió estas palabras.
«Ya que me das la oportunidad, querría añadir algo sobre el título del libro, Por una universidad democrática, para evitar equívocos. En primer lugar, ese título es un pequeño homenaje a los estudiantes del SDEUB: así se titulaba el Manifiesto, escrito por Manuel Sacristán y aprobado por aclamación en la asamblea constituyente de 1966. Pero además quiero recoger con él una preocupación varias veces manifestada por los estudiantes críticos de ahora, quienes, a la vista de lo ocurrido durante el último curso, se preguntan si realmente la universidad que tenemos es democrática. Como he escrito otras veces, al referirme a la noción de democracia en general, para mí la democracia no es un régimen, no es un sistema o un conjunto de normas procedimentales, sino que es un proceso en construcción.»
De la misma manera, proseguía, que se puede decir con razón que lo que hay socialmente es una democracia demediada, así también la universidad de hoy es democrática a medias, era una aproximación, todavía con muchos tics autoritarios y paternalistas.
«Para que se pueda hablar con propiedad de universidad democrática hay que seguir fomentando y potenciando la participación de todos los colectivos que componen la comunidad universitaria, no limitarla.»
Había que garantizar algo tan elemental como que los acuerdos aprobados por mayoría en los claustros se respetaran y
«[…] hay que garantizar la meritocracia en el acceso de los estudiantes y en la selección del profesorado; hay que escuchar y dar cauce a las opiniones disidentes de estudiantes, profesores y personal de la administración, aunque estas opiniones sean minoritarias o precisamente por ello; hay que potenciar la igualdad de género y, en consecuencia, tomar medidas para que la igualdad sea una realidad; hay que distinguir bien entre gestión y gobierno de la universidad y acabar con las tendencias al ordeno y mando en la gobernación.»
Había, finalmente, que mejorar las relaciones entre profesores y estudiantes, dentro y fuera de las aulas, tratando a estos últimos como personas adultas que, como tales, tenían mucho que decir sobre la mayoría de las medidas y planes que configuraban y configuran las políticas universitarias.
Entramos, por fin, en Por una universidad democrática
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