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Franciscus, un mito en proceso de ensamblaje

Fuentes: Rebelión

El neoliberalismo necesita una fachada amable para hacer soportable sus inclemencias ideológicas, sus graves consecuencias sociales y sus descarnadas políticas desplegadas contra los pobres en todo el mundo. La aparición del cardenal Bergoglio como jefe máximo del catolicismo se inscribe en un nuevo paradigma estratégico de las elites mundiales. El cataclismo vital provocado por el […]

El neoliberalismo necesita una fachada amable para hacer soportable sus inclemencias ideológicas, sus graves consecuencias sociales y sus descarnadas políticas desplegadas contra los pobres en todo el mundo. La aparición del cardenal Bergoglio como jefe máximo del catolicismo se inscribe en un nuevo paradigma estratégico de las elites mundiales. El cataclismo vital provocado por el neoliberalismo durante los últimos decenios del siglo XX hasta hoy precisa de un contrapeso de alivio para los sufrimientos infligidos a la clase trabajadora y a las capas de población más desfavorecidas. Nadie mejor que el poder católico, con sucursales nacionales repartidas en los cinco continentes, para que haga florecer un renovado mensaje rebosante de esperanzas inconcretas pero muy efectistas que puedan comprar los pobres y marginados para sentir más llevaderas sus penas existenciales. En este sentido, la iglesia católica tiene una experiencia contrastada de siglos al servicio de las elites hegemónicas a través de la historia. Siempre ha considerado a los pobres como sus clientes predilectos, a los que ha neutralizado sus conatos de ira y justicia social a base de bellas doctrinas para que el dolor tuviera una razón de ser trascendente y especial. Los intereses de la sumisión y el silencio paciente aquí en la Tierra tendrían su recompensa en el más allá, en un no lugar indeterminado y eterno llamado cielo por pura convención utilitaria. Este catecismo irracional ha funcionado bien en contextos muy dispares. ¿Por qué ahora no habría de hacerlo por enésima vez y con idéntica fortuna? 

Desde la entronización de Francisco en Roma estamos asistiendo al proceso de creación de un personaje público a través de gestos y palabras que levanten unos perfiles del inédito líder para su consumo masivo sin reflexión previa. La mercadotecnia está jugando un papel destacado en este desarrollo consciente de construir un mito de dimensiones internacionales, muy al gusto de las características tradicionales de la sección jesuita cristiana. Se está diciendo lo que la masa quiere oír, lo que flota en el ambiente de modo natural con enjuagues morales y éticos implementados mediante técnicas psicológicas de propaganda que hunden sus raíces en un eclecticismo e infantilismo calculados y sencillos sin nombrar a las cosas directamente ni tampoco a las relaciones complejas entre ellas tal cual son. El discurso está repleto de eufemismos, circunloquios y evasivas con el propósito de eludir con elegancia y de una manera trivial y falsamente comprometida con el que sufre los verdaderos problemas de la globalización financiera y especulativa. Se configura así una realidad amorfa, desvirtuada, exenta de antecedentes y consecuentes, sin voluntad, basada en parámetros no mensurables por la razón humana. Se habla de valores nocivos, de males absolutos y de generalidades vacías de contenidos contextuales para dirigir el pensamiento colectivo a asuntos meramente circunstanciales y vivenciales, personales y privados. Al parecer, siguiendo los discursos vaticanos, la etiología de la actualidad no tiene orígenes estructurales ni proyección política y menos aún histórica. Nada de lo que sucede ha sido causado por nadie, simplemente es como es porque los seres humanos somos pecadores y cada cual llevamos dentro de sí un demonio que a veces nos tienta y nos hace caer en la perdición y en las tinieblas contra natura.

Mediante la sistematización de este discurso, la autoría de la realidad se prorratea con la masa, diluyéndose así la responsabilidad de las elites en medio de un mensaje tramposo, eficaz para sus intereses de clase y culpabilizador de las gentes del común, mujeres sojuzgadas por el machismo, inmigrantes buscando a la deriva un mendrugo de pan, trabajadores abocados al paro, jóvenes condenados a sobrevivir sin futuro… El regate semántico resulta magnífico: los pobres se escuchan a sí mismos sus propios gritos desgarradores, sus lamentos individuales y se duelen en el misterio inescrutable del poderío inefable de dios al tiempo que los ricos, ociosos y explotadores, expanden una ideología ad hoc para lavar sus privilegios al calor universal de la religión cristiana, acogedora y pacificadora en un todos indiferenciado e integrista. La maldad siempre tiene cura convirtiendo el conflicto social en mera coyuntura o accidente natural. Los efectos sin causa no tienen autoría reconocida. Jaque mate a los críticos y rebeldes.

La figura de Bergoglio transformado en Francisco no ha emergido de un milagro espontáneo. Representa una alternativa perfectamente moldeable por el régimen neoliberal vigente. Ha surgido de los escombros sociales y de la guerra de clases subyacente. Procede de América de Sur, el primer laboratorio del neoliberalismo, donde las respuestas políticas de izquierdas han registrado un mayor auge e intensidad en las décadas precedentes: Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Ecuador, Brasil, Honduras… Han sido iniciativas que han puesto cerco al capitalismo en mayor o menor medida. Con inmenso apoyo popular han hecho frente al robo neoliberal de sus recursos naturales y humanos. Ni siquiera el catolicismo ha sido capaz de oponerse con éxito y contrarrestar la fuerza que brotaba con furia desde abajo, de la injusticia social y de la explotación capitalista. La globalización no tiene más remedio que vacunar a esas multitudes atípicas y la probable contaminación de ideas de progreso o revolucionarias al resto del mundo, principalmente con destino a los países occidentales. Hay que someter a los damnificados por el ciclón neoliberal de cualquier manera, meterlos en cintura para que no germinen idearios y programas políticos que cuestionen radicalmente al capitalismo ni a sus mecanismos mediáticos de sostén y dominación cultural. Francisco se convertirá a no tardar mucho en un icono a reproducir hasta la saciedad para contener las veleidades de izquierda que pudieran echar raíces en los segmentos más levantiscos del pueblo llano. El papa parece uno de los suyos, de esta forma, serán más fácilmente maleables y reconducidos al rebaño conciliador. Movimiento audaz donde los haya.

En ese ambiente de pobreza material globalizada surge Francisco, un jesuita con mote o apelativo franciscano, una ambivalencia excelentemente urdida por los gurús en la sombra y publicistas vaticanos. Jesuita erudito que piensa lo que dice y dice lo que se quiere escuchar sin señalar a nadie, obviando las causas estructurales de las sociedades de nuestro tiempo sujetas al capitalismo neoliberal y a sus mercados fantasmales; el jesuita de corte y confección clásica enfrentado a sus hermanos marxistas de la teología de la liberación con el fin de desactivar los escoramientos izquierdistas que pongan en peligro el statu quo en vigor. Su frugal y humilde amor franciscano le viene bien para hacer brotar las simpatías de gentes de toda laya y condición. No hay esquizofrenia en tal personaje doble, la primera imagen, latente, sirve para guiñar el ojo cómplice a la elites mientras que la segunda, muy patente, provoca el furor enardecido de aquellos que nada tienen ni esperan ni del presente ni del porvenir, únicamente son portadores de sus brazos extendidos para tocar al líder complaciente e incontestable, a la encarnación de un dios fundamentalista, omnipotente y misericordioso que empatiza estéticamente con su miseria inapelable. Pese a lo dicho, el factor papa aún está cargándose en toda su plenitud operativa… Espere, por favor, su encíclica de estreno será un best-seller de impacto colosal. Después de los liderazgos antediluvianos y ultraconservadores de Wojtyla y Ratzinger resulta obligado ofrecer al populacho un pontífice con hechuras más campechanas, desenvueltas y altruistas. Esto es, todo lo que necesita el neoliberalismo para aplacar su mala conciencia y combatir a la vez a las izquierdas o bloques sociales de progreso que pudieran entrar en el escenario público en un futuro inmediato. Francisco es una herramienta imprescindible para la época poscrisis de porte medieval que se avecina por el horizonte más próximo.

El neoliberalismo y la iglesia católica, apostólica y romana cubren esferas distintas, sin embargo sus campos de acción son complementarios y están interconectados por túneles vedados al ojo humano. Allí donde el primero causa destrozos, acude presto el cristianismo redentor para una intervención quirúrgica de urgencia sobre el alma maltrecha del enfermo por demasía de pus capitalista. Así, ad infinitum, en un círculo sin escape posible para el pobre que caiga en su abrazo caritativo e ideología pueril y simplista. Una vez restañada superficialmente la herida, vuelta al redil capitalista, a ser explotado de nuevo como dios manda. La cura lleva consigo un antídoto de alta concentración para apaciguar espíritus rebeldes y soluciones políticas radicales. La fe irracional mueve montañas, no obstante también impide el pensamiento autónomo y social. Alivia los síntomas, pero de igual manera atonta el entendimiento cabal. El neoliberalismo, en suma, produce miseria para alimentar a la religión católica. Dialécticamente, pues el catolicismo seda a los pobres para ofrecer en sacrifico su sangre al régimen capitalista. Ambos se necesitan imperiosamente; la plusvalía obtenida se reparte a pachas sin testigos molestos ni intermediarios que cobren comisión.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.