El Capital de Marx -como Frankenstein de Mar y Shelley, Drác ula d e Bram Stoker, y también varios de los cuentos de E.T.A. Hoffmann- es un texto habitado por no pocos monstruos y vampiros. En sus tres tomos encontramos la historia de algunas cosas que toman vida propia, se automatizan y amenazan a sus […]
El Capital de Marx -como Frankenstein de Mar y Shelley, Drác ula d e Bram Stoker, y también varios de los cuentos de E.T.A. Hoffmann- es un texto habitado por no pocos monstruos y vampiros. En sus tres tomos encontramos la historia de algunas cosas que toman vida propia, se automatizan y amenazan a sus creadores: estos objetos preñados de vida chupan la sangre y engañan sistemáticamente a los seres humanos, a veces acabando con sus vidas. Antes, en «El Manifiesto del Partido Comunista», Marx (con Engels) había aludido a una balada de Goethe, «Der Zauberlehrling», en la que el aprendiz del brujo pierde control de un medio de producción y exclama algo así como: «¡Los espíritus que he conjurado no me obedecen!». Los lectores de mi generación conocerán esta historia por la versión -de sesgo autoritario- de Disney, con Mickey en el papel del aprendiz desobediente.
Es interesante -y es parte de lo que se puede llamar la arqueología del marxismo- que los aspectos de la obra de Marx que tratan la animación de las cosas pasan generalmente a un segundo plano tras la muerte de su autor. Durante casi un siglo, El Capital es leído como una guía en la lucha cotidiana y progresista que nos muestra, por un lado, como la clase burguesa roba el plustrabajo a los obreros y, por otro, como éstos pueden enfrentar y luchar contra su explotación. En cambio, la lógica fetichista del capital como amenaza a la vida y al planeta, el capital como pseudo-sujeto monstruoso o fuerza vampírica que se apropia de nuestra subjetividad -un «ser» desatado como el que retrató la joven Mary Shelley más de dos décadas antes de Marx- prácticamente desaparece de las interpretaciones del libro hasta que nos acercamos al cambio de siglo, de milenio.
Hoy este Capital y este Marx están de vuelta y con u rgencia. La amenaza de «lo que hemos conjurado» despunta muy visiblemente con el acontecimiento «Fukushima». Sin embargo, en el caso de Fukushima, caben las mismas dudas que se expresan a menudo frente al monstruo de Frankenstein, cuyo personaje -y hasta su nombre- se tiende a confundir con el de su creador (con este «desliz» semántico se muestra la cosificación de un proceso). Es decir ¿»Fukushima» es una cosa (la planta), un fenómeno (la fusión de las barras), o una tendencia (la sobreacumulación del capital)? ¿Cuál es la creación y quiénes son en última instancia los creadores, por no hablar de los re sponsables? En cualquier caso, lo que sí tenemos claro es que, como dijo e n un momento el ministro francés Eric Besson, se ha «perdido el control básico de la situación».
En realidad Besson, defensor de oficio de la energía nuclear, desconocía el alcance que tendrían sus palabras. Porque la pérdida de control básico sobrepasa con mucho la situación en la planta japonesa: primero, no es únicamente una central nuclear que se escapó de control, sino también la energía nuclear en sí -energía que, junto a la lógica del capital, sigue adelante como negocio monstruoso y auto-propulsado a pesar de la voluntad popular que se expresa en su contra. A fin de cuentas, el problema es que nosotros no somos los sujetos: el sujeto es el capital (sujeto que, por cierto, se personifica en los capitalistas).
Más allá de sus manifestaciones desastrosas en Fukushima y en la energía nuclear, el capital es un pseudo-sujeto desatado en todos los rincones del globo que devora el medio ambiente, minando las bases de toda vida. Es una suerte de autómata que traga y mata compulsivamente como «si tuviera amor en el cuerpo» -según la frase de Goethe que Marx citó varias veces. Ha aparecido, afirman los Grundrisse , «un monstruo animado» que «es de hecho el coordinador» de un obrero que ya sólo «existe como accesorio vivo, y aislado, en esa unidad objetiva». El «valor que se valoriza a sí mismo» es descrito en El Capital como «un vampiro [que] no se desprende [del obrero] mientras quede por explotar un músculo, un tendón, una gota de sangre».
En la novela de Mary Shelley, el científico Victor Frankenstein viaja al Polo Norte para matar al monstruo , quien -muy sorprendentemente- promete suicidarse. En 2001: Odisea en el Espacio de Stanley Kubrick, el tripulante Dave entra en una lucha de vida o muerte con HAL/IBM, un monstruo bastante más moderno. Y aun más recientemente, Matrix presenta un combate virtual de Neo con una mega máquina cibernética que es expresión del intelecto general (pero no colectivo). En los tres casos tenemos ficciones, que -como tales – concluyen con soluciones ficcionales. Lo imprescindible del aporte de El Capital de Marx -la crítica de la economía política- es que nos explica de manera pormenorizada el funcionamiento del monstruo mientras apunta a su superación con pasos colectivos. La idea es alcanzar una sociedad de productores asociados que construyan su propia historia y no permitan que la escriba una fuerza ajena y por lo tanto monstruosa.
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