«El Sol es solo una esfera llena de hidrógeno, si te acercas demasiado, solo te quemarás». Hiromu Arakawa Cierro otro periódico y pienso… no hay esperanza. La soledad me golpea con fuerza. Me voy al frente de la nueva caja -ahora ya pantalla laminada- igual de tonta que antes. Mi dedo se posa un instante […]
Cierro otro periódico y pienso… no hay esperanza. La soledad me golpea con fuerza. Me voy al frente de la nueva caja -ahora ya pantalla laminada- igual de tonta que antes. Mi dedo se posa un instante sobre la última tecla y en el buscador de google leo: qué hacer cuando uno se siente «asquerosamente solo». Aprieto Enter y entro. Aproximadamente 71 resultados. Mi curiosidad acaba nada más empezar a leer las primeras líneas de la primera página a la que me conduce el buscador, tan poco inteligente como mi esperanza por esperar encontrar respuestas. Los hay que recurren a las redes sociales, a su propio ego en el confort de su cárcel. Al día siguiente, acudirán al sastre a que ciña su traje de falsas carcajadas en el que esconder sus miserias, sin dar cuartel a las advenedizas sonrisas.
Vuelvo a escribir, entre comillas, «la soledad del capital»… Un resultado.
La soledad, esa que se esconde en toda piel, propia y ajena, que golpea con fuerza cuando menos o más lo esperas, la que tiene todo hijo de vecino por saberse o no saberse vivo, la que en apariencia ausente y silenciosa, siempre nos acompaña como sombra omnipresente, la que ataca con furia o dulzura, la que abraza a toda presa cuando deja por un momento el mundo alienado y se para, al lado de su cama, de un camino, de una frontera, de la otredad de alguien o algo. Allí, a las a fueras de todo, la soledad enseña sus garras y nos hace enfrentarnos a nosotros mismos, al hombre sin erudición, sin trampas ni cartón, a penas con las armas que nuestra mente nos deja para vencerla a través de engaños y autoengaños… allí donde yace la ética.
Pero la soledad no tiene por qué ser individual. La soledad ausente es el mayor monumento que nos deja la mentira. El creernos importantes en el mundo de los «yoes», subrayarnos con rotulador fosforescente en el contexto de los millennials, la generación X que mutó de los baby boomers, para elevamos deslumbrantes y tremendos como el sol. A pesar de que cada día se ilumine un nuevo día, a pesar de que cada día, pueda iluminarse un mundo nuevo…siempre hará falta un centenar de soles para alumbrar el trasfondo de la estupidez humana.
Solos, sin nadie en el espejo, ocupados en nuestra soledad, buceando en los recuerdos que la llenan, lejos del mundano ruido construido afuera, a veces cuando uno hace de su soledad su patrimonio, la admira y la desea, es cuando más se percata de la necesidad humana de compartir. De ahí que muchos, cuando se sienten solos, escriban o lean con la esperanza de llegar al otro para dejar su «me, mi, conmigo». Ciertamente, el sistema se jactará ante la idea de que pueda seguir existiendo alguien tan desesperado que es incapaz de haber matado cualquier esperanza de comunicación. Pocos son los medios en los que leer silencios sin ruido… Ya lo decía el historiador romano Quinto Curcio Rufo «Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos». Y entre tanto arroyo ruidoso quedan tan pocos ríos en los que verter o leer palabras, ideas reflejos y esperanzas. Pero los hay, hay lectores que esperan alcanzar a entender, a entenderse, a entendernos y rehacernos. La comprensión del otro no nos quita la manta soledad, solo nos da herramientas para poder arroparnos con ella y sentir su calor, para aprender a buscarla cuando hace frío, llamarla por su nombre y simplemente, convivir con ese tú que es tan yo, tan nuestro. La ausencia del nosotros en el ruido de los medios, ese que nos dice qué y cómo pensar, vivir y… solo si queda tiempo y bajo la excusa de exorcizar antes de volver al ruido y quedarse sordo para siempre, soñar, en el fondo evidencia que en todo periódico, haya o no haya noticias, esperanzas y silencios, mantenga o no puntos de fuga, siempre dispondrá del mismo número de palabras.
Por eso, aunque la mayoría pueda confundir lo que ha leído en ciertos periódicos con noticias y haya gente dispuesta siempre a creer y mantener el ruido de las mentiras, algunos, un buen día -o noche- las matan y dejan que la verdad salga a relucir, que caiga la careta y aún a sabiendas de lo imposible de lo absoluto, el infinito pasa en un solo instante y construyen «un juntos», «un nosotras», un frente común de pequeñas grandes mujeres, hombres, peces, gotas de agua con ganas de hacerse mar y llegar al océano. Ellas, que en su ciclo de agua inundan de agua las nubes que poblarán la tierra que pisas, son las únicas capaces de hacer caer el individualismo más atroz, el mismo que augura que ya no habrá nada nuevo bajo el sol, solo desigualdades distintas. Y es que, bajo el sol del capitalismo atroz, la pobreza se siembra y una vez hecho del individuo el centro, encerrados en nuestras propiedades, flamantes templos en los que profesamos la religión del yo, la misma que normaliza la desigualdad y predica ver al otro como al enemigo al que vencer y aniquilar, solo un diluvio parece poder salvarnos.
Así, aunque la injusticia se venda como el mal menor necesario de la única ideología posible, tal y como expresó Margaret Thatcher -la misma que fue tan laureada tras su muerte por algunos políticos españoles- con su famoso «There is no alternative», tú y yo sabemos que mientras haya alguien dispuesto a leer y a escribir al margen, siempre habrá esperanza, espacios donde no quepa el ruido que nos impide pensar en el «nosotros», en el soñar despiertos para irrumpir con un ¡basta!, ¡hasta aquí! ¡Que no nos engañen! Por eso lees, leo, leemos y escribimos en el silencio de la soledad, para escucharnos, encontrarnos en los recovecos de nuestros susurros y aullar al enajenado sol que condescendiente, esconde las sombras de sus miserias. Y es que, aunque el silencio nunca nos traicione, cuanto más calla, más escandalosos parecen hacerse los ecos provenientes de afuera, de suerte que, si no es compartido, acabará por convertirse en la peor de las mentiras -cómplice, víctima y verdugo- y la estridencia del «me, mi conmigo» lo envolverá todo. Y es que como apuntaba el poeta italo-argentino Antonio Porchia «Si yo no creyera que el Sol me mira un poco, no lo miraría.»
José Antonio Mérida Donoso, profesor asociado de la Universidad de Zaragoza.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.