Con trabajos en la villa Rodrigo Bueno, la Aldea Gay que estaba en Ciudad Universitaria y countries bonaerenses, la antropóloga desmenuza discursos sociales. El más común es el doble gesto de «humanizar» a los animales y «animalizar» a los humanos más desprotegidos.
Están en cualquier barrio acomodado: militantes ecologistas que se angustian por el futuro de las ballenas, pero son incapaces de reaccionar con solidaridad ante el linyera que «arruina» la entrada de sus edificios.
Como si el pobre -que no ha podido bañarse ni afeitarse, y que tal vez pase la madrugada en vela para no helarse de frío- fuera menos que un animal. La antropóloga María Carman revisa ésa y otras contradicciones en Las trampas de la naturaleza (Fondo de Cultura Económica), un libro que denuncia el costado siniestro de algunas máscaras ambientalistas.
-¿Es posible hablar de la ecología como un espacio que sirve a las clases medias y altas para confirmar su rechazo hacia los excluidos?
-Algo de eso hay; basta mirar las recientes entradas de un grupo de Facebook en contra de la tracción a sangre en la ciudad de Buenos Aires, donde se dicen cosas tales como: «que las bestias de seres humanos dejen de maltratar a los pobres animales»; o se muestra la dicotomía de que «los caballos sufren, mientras los cartoneros no tienen sentimientos, ni educación, ni nada».
El estudio de Carman se centró en la Capital y alrededores, aunque sus conclusiones podrían aplicarse a otros territorios. Con trabajos de campo en la villa Rodrigo Bueno de Costanera Sur, la Aldea Gay que estaba en Ciudad Universitaria y los countries que comenzaron a multiplicarse en los noventa, Las trampas… desmenuza un conjunto de falacias que se usan con diversas intenciones. La más común es este doble gesto de «humanizar» a los animales y «animalizar» a los humanos.
-Se condena la animalidad de aquellos humanos que no pueden, en apariencia, apartarse del sustrato biológico para alcanzar un refinamiento estético, espiritual o moral. La paradoja es que existirían animales provistos de cierta ética y, simultáneamente, ciertos «humanos bárbaros» que entrarían en de la categorización animal -arriesga la especialista.
-Otras veces, «pobres» y «naturaleza» se sitúan en polos contrapuestos…
-Claro. El prejuicio de que «los pobres dañan la naturaleza» también suele circular como una afirmación en apariencia neutral y aséptica, portadora de una lógica causal: los habitantes de las villas situadas sobre terrenos ganados al río estarían «afectando la biodiversidad y la libre circulación de especies animales de la Reserva Ecológica». Pobres y naturaleza, en consecuencia, se consideran mutuamente excluyentes.
-Resumiendo: el pobre como animal y el pobre como enemigo del medio ambiente. De esos rótulos a la agresión física hay un paso.
-Con estos argumentos se justifica la expulsión y a veces también el uso de la violencia sobre sectores populares. Al mismo tiempo resultan extorsivos, casi incontestables. Lo ambiental y lo patrimonial son vividos como encarnación de lo «auténtico», como piezas únicas insustituibles, por encima de cualquier fin social, que pasa a un segundo plano. Porque además, ¿quién puede estar en contra de proteger «el medio ambiente» o «el patrimonio»?
Nadie. Ahí van entonces las patotas de la Unidad de Control del Espacio Público (UCEP), o las topadoras que arrasaron la Huerta Orgázmika de Caballito. Más idealizante que precisa, la letanía ambientalista decora las palizas con justificaciones que se inspiran en la pureza y el orden. Y, paralelamente, la animalización de los que menos tienen se acentúa en la medida en que dejan la periferia para acercarse al centro. Carman: «En las áreas ‘prestigiosas’, la presencia de los pobres viola lo que yo denomino ‘el principio de máxima intrusión socialmente aceptable’. Si las ocupaciones se dan en barrios céntricos o de alto valor patrimonial, sus responsables son vistos como ‘atrevidos’. Cuando en 2008 un grupo de cartoneros se instaló en una plaza de Belgrano, un vecino de ese barrio sintetizó la indignación explicando que ‘pagaba impuestos justamente para no tener una villa frente a su casa'».
-Una vez plantado el estigma, ¿en qué situaciones concretas se aplica?
-En el caso de las dos villas ribereñas que abordo en el libro, los pobres eran acusados de alimentarse de especies protegidas, como el coipo. Por otro lado, ocupantes de casas del barrio del Abasto eran homologados con una plaga desde ciertos sectores de clase media. La policía local también los denigraba señalando que «vivían como animales». Y hasta los propios ocupantes de casas retomaban ese estigma para sí mismos, autodesignándose como «ratas».
-Cuando el gobierno de la ciudad cambia de signo, ¿se modifican esos preconceptos o más bien hay una continuidad?
-Hay muchas continuidades en las últimas administraciones del poder local respecto de cómo gestionar estos conflictos sociales de los pobres ocupando espacios verdes. Recordemos que la UCEP ya venía actuando bajo las sombras desde al menos 2006, expulsando violentamente a los sin techo bajo amenazas, robándole sus pertenencias durante las madrugadas y demás.
-¿Y en años recientes?
-En la actual gestión hay un desplazamiento desde un «multiculturalismo blando» -más propio de las gestiones de Ibarra o Telerman- a una postura más dura, cuya principal idea gira en torno de un espacio público que «no se negocia». El gobierno actual incorporó un sesgo de mayor intransigencia, a la vez que institucionalizó el uso de políticas represivas. Ahí tenemos la toma del Parque Indoamericano y los últimos desalojos en el Bajo Flores casi a comienzos del invierno, que no hicieron más que desmembrar familias enteras en diversos paradores de la ciudad, devolverlos a la intemperie -de la cual muchas veces, como hemos comprobado en desalojos similares durante el invierno, ni siquiera sobreviven- y agravar la desafiliación de esos habitantes hasta límites inhumanos.
-¿Qué estrategias utiliza el macrismo para justificarse?
-Con mi colega Mercedes Pico estamos investigando el tema. Lo que encontramos es que la actual gestión acorta drásticamente las distancias entre el discurso público y el discurso oculto de los funcionarios respecto de los más vulnerables, lo cual sin duda facilita las condiciones para luego ejercer una violencia sobre ellos.
Es la etapa de la «inmigración descontrolada» como chivo expiatorio. El reino del prejuicio que se precipita sin otro filtro que el marketing. Esa actitud -que podría implicar costos políticos mayores en otras circunstancias- ya es parte del paisaje.