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Fútbol e identidad («a por ellos, oé»)

Fuentes: Rebelión

Sigo los Mundiales. Me gusta el fútbol especialmente el espectáculo, más allá de las pasiones por los colores. Es verdad que hace tiempo no me mueven (con perdón) las banderas ni la identificación litúrgica con un club, entre otras cosas por la mercantilización y la reproducción de los códigos de mercado hasta límites de paroxismo. […]

Sigo los Mundiales. Me gusta el fútbol especialmente el espectáculo, más allá de las pasiones por los colores. Es verdad que hace tiempo no me mueven (con perdón) las banderas ni la identificación litúrgica con un club, entre otras cosas por la mercantilización y la reproducción de los códigos de mercado hasta límites de paroxismo. A veces trato de pensar que es tan sólo deporte, sí, y que conviene superar dos o tres «prejuicios sesentayochistas» pero no hay nada que hacer. Enseguida me viene a la cabeza, no sé, pongamos que la mistificación de la sociedad del ocio o la infantilización progresiva de los jugadores y el público, sujetos los primeros a la dialéctica siempre autoritaria del entrenador y los segundos a la masa como refugio de las frustraciones generadas por los mecanismos de control social. Y todo ello bajo la égida de la elevación poética de la competitividad cotidiana. Ya lo decía J. P. Bastardy: «El hombre fuerte convertido en héroe, introduce en el mundo el orden de la lógica». El fútbol es un ejemplo excepcional del axioma: triunfo del rendimiento como consecuencia de la persecución de la ganancia… Y, consciente de ello y pese a todo, sigo los Mundiales. Será la necesidad freudiana de los estimulantes reguladores, quién sabe, pero ahí estoy, frente al televisor en la medida de mis posibilidades soñando con sorpresas africanas, detalles preciosistas y tácticas seductoras. Busco la hora del duelo, selecciono las posibilidades en oferta y me sumerjo en los noventa minutos de un supuesto espectáculo total que casi nunca responde a las expectativas. Y ahí sigo, os cuento, repitiendo y repitiendo inmisericordemente mientras pienso de vez en cuando entre ataques frustrados, fueras de juego y desajustes arbitrales, lo que cobran estos «gladiadores» de los nuevos tiempos por la tremenda «habilidad» de mover una pequeña pelota en un rectángulo de 110 x 75m…

Los Mundiales de fútbol como otros grandes eventos de estas características de dimensión internacional aportan, paralelamente, una interesante lectura en claves también supradeportivas: la identificación con la «nación-estado», la exacerbación de los «valores nacionales» por encima de rasgos diferenciadores o culturas minorizadas cuyos elementos propios desaparecen entre la espuma triunfadora del gran espectáculo planetario. Es el Mundial de los Estados en un mundo en el que no existen los pueblos. Incluso el fútbol se puede permitir el lujo de aplazar decisiones políticas y posibilitar que un país que ha dejado de serlo, como Serbia y Montenegro, juegue y viva derrotas como coda final de su potencialidad deportiva contra Holanda (0-1), Costa de Marfil (2-3) y Argentina (0-6)… Pero si hay un caso sumamente interesante, dadas sus propias peculiaridades internas, ese es sin duda el de la selección española. Curiosamente, en esta nueva edición en la que los futbolistas del Estado han «jugado como nunca para ser eliminados como siempre» (sic) la identificación sociológica con el equipo ha superado con creces la vivida en Campeonatos precedentes. Más allá de la curiosa atribución urgente de la «nacionalidad española» a determinados jugadores formados deportiva y culturalmente en otras geografías (no hay nada como ser futbolista para ser considerado «ciudadano europeo con plenos derechos», un fenómeno por lo demás no sólo español), la «fiebre roja» ha extendido su presencia por calles alemanas, carreteras continentales, plazas y avenidas peninsulares e incluso feudos no conquistados anteriormente. Dos canales privados de televisión han desarrollado también su particular batalla patriótico-mediática (la Cuatro y la Sexta) ejemplarizada en su poder de convocatoria pública con guerra de cifras incluida (30.000 personas en la madrileña Plaza de Colón a propuesta de Cuatro-Prisa frente a las 15.000 que respondieron en la Puerta del Sol a la realizada por el canal de Emilio Aragón y Televisa con el apoyo explícito del Gobierno de Esperanza Aguirre). Y, para completar el cuadro coreográfico, debates radiofónicos sobre la identificación con la selección como elemento de contraste con la crispada vida política y los «ruidos secesionistas» entre frases al cierre del tipo: «(…) sólo los desgraciados de siempre se alegrarán de lo que nos ha pasado» («Carrusel Deportivo», Cadena Ser, 27 de junio noche). Los datos, por ejemplo, de seguimiento de audiencia en Euskal Herria de la transmisión del partido entre España y Francia (curiosidades malévolas), han sido realmente altos aún sin llegar a alcanzar los índices de otros puntos del Estado español. Aunque una encuesta más que interesante en nuestro pequeño País en este tiempo de estadísticas compulsivas habría sido la que respondiera a la pregunta: «¿Quién quiere usted que gane el partido?», una buena cuestión para comprender determinadas realidades supradeportivas en tiempos como éstos. Y así, el único y original vecino de mi barrio que lanzó el primer cohete que yo al menos he escuchado en mi vida en Bilbao para celebrar un gol de España, podría comprender que tiene todo el derecho del mundo a sentir sus colores y a manifestar su alegría. Otra cosa es que, como señala el reglamento, siga sintiendo la soledad del portero ante el penalti…

Joseba Macías es sociólogo, periodista, profesor de la EHU-UPV.

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