Hace dos años, durante la final de la Champions entre el Real Madrid y el Atlético de Madrid en Lisboa, sufrí algo muy parecido a un ataque cerebral. Estaba viendo el partido en un bar de Túnez con algunos amigos que saben de mi natural mansedumbre y me aprecian por mi ecuánime serenidad. Nunca me […]
Hace dos años, durante la final de la Champions entre el Real Madrid y el Atlético de Madrid en Lisboa, sufrí algo muy parecido a un ataque cerebral. Estaba viendo el partido en un bar de Túnez con algunos amigos que saben de mi natural mansedumbre y me aprecian por mi ecuánime serenidad. Nunca me había ocurrido nada semejante. De pronto, cuando Ramos, en tiempo de descuento, metió ese gol que –por así decirlo– reencarrilaba la verdad del mundo, prorrumpí en un grito de salvaje desesperación, como si hubiese visto acuchillar a mi hermana, derribé de un manotazo dos botellas de cerveza y unos minutos más tarde, cuando ocurrió lo que esa verdad imponía y Cristiano Ronaldo celebró con ego simiesco su penalti, me levanté fuera de mí y, sin despedirme de nadie, me lancé a la calle.
Al día siguiente traté de explicar a mis atónitos amigos esta reacción, para mí mismo misteriosa –y un poco vergonzante– por su rotundidad y violencia. Tenía que empezar por rodear la cuestión. Sin su belleza cinética y geométrica, que eleva a los pies una inteligencia que habitualmente localizamos en la cabeza y en las manos, el fútbol no sería el deporte de masas por excelencia, pero esa belleza no basta para explicar las pasiones que despierta. Lo que confiere a esa belleza un valor antropológico vertebral ni nace en –ni se reduce a– lo que ocurre dentro del campo; de hecho, sólo puede explicarse fuera de él. Edward Said distinguía entre «filiación» y «afiliación» para referirse a dos tipos de pertenencia identitaria, una emocional y no elegida, como es el caso de las relaciones familiares, y otra voluntaria y razonada, la que define, por ejemplo, nuestros compromisos políticos. Es muy bonito que en nuestra vida queden aún «filiaciones», emociones asociadas a objetos que no hemos escogido nosotros mismos, que hemos heredado o construido en nuestra infancia, y cuya irracionalidad reivindicamos con orgullo y sin vergüenza: entre ellas, obviamente, nuestros padres y nuestro equipo de fútbol. Contra estas «filiaciones», las «afiliaciones» sucesivas pueden levantar luego argumentos tan poderosos que acabamos yéndonos de casa con un portazo tras una trágica última comida familiar o rompiendo con nuestro equipo de fútbol para militar en la revolución mundial. Pero, como sabemos, las afiliaciones que se rebelan contra la filiación familiar y contra la filiación futbolística responden y asumen su misma irracionalidad. No hay ninguna manera racional de matar al padre ni de odiar el fútbol. Toda «afiliación» anti-edípica y anti-futbolística es y sigue siendo una «filiación».
De pequeño yo era del Real Madrid, entre otras razones porque vivía en una de las calles que ciñen el estadio Bernabeu, de tal manera que desde la azotea de mi edificio podía ver la mitad del campo y seguir medio partido los domingos sin pagar ni siquiera media entrada. También era del Atlético de Bilbao por una combinación de fidelidad filial –mi padre era de Bilbao– y de nacionalismo español (sus jugadores eran los más españoles del mercado). Luego, cuando mi afiliación política me alejó del fútbol, seguí vinculado a sus emociones a través de un antimadridismo razonado, pero que en realidad seguía siendo muy futbolístico y, por lo tanto, muy irracional, en el sentido de que, a través de él, me permití seguir viendo de vez en cuando algún partido y además apoyar positivamente a la Real Sociedad y al Deportivo de La Coruña, dos equipos que se ajustaban más a la matriz perdedora y rebelde de mi «afiliación» política. Mucho más tarde, a través de mi hijo y –sí– de las revoluciones árabes, me dejé llevar de nuevo hacia la filiación y, mitad por antimadridismo fanático y mitad por fidelidad paterna, me hice decididamente «culé». La promiscuidad errática de mi trayectoria futbolística me hace sin duda poco fiable para los defensores de las filiaciones fuertes, pero demuestra en realidad que, de la misma manera que no se puede huir de la familia sin que la huida misma se convierta en un vínculo familiar, no se puede ser anti-madridista, por muy políticas que sean los motivos, sin alimentar la irracionalidad emocionante de esa «filiación» que convierte al fútbol, más allá de su belleza objetiva y de sus miserias capitalistas, en un eje de la reproducción antropológica elemental.
Nunca fui del Atlético de Madrid. Pero la noche del 15 de mayo de 1974 fue una noche importante en mi infancia. Se jugaban el título europeo el Atlético de Madrid y el Bayern de Munich. Obviamente yo no podía dejar de desear la victoria de un equipo español y más frente a un equipo alemán (el fútbol exapta, por utilizar un término biológico, identidades paralelas y exteriores); además veía el partido con mi padre, con el que nunca tuve muy buena relación (y que objetivamente no fue un buen padre), pero que marcó la solemnidad del acontecimiento concediéndome algunos privilegios iniciáticos de orden alimenticio: un vaso de vino y un queso francés en un salón cerrado a la intrusión de los hermanos más pequeños y de las mujeres. Yo anhelaba la victoria del Atlético de Madrid, por razones de filiación y de afiliación, como afirmación de mi pasión españolista por el fútbol y colofón y rúbrica de ese único momento de armonía familiar al lado de mi padre. El gol de Schwarzenbeck, que igualaba el de Luis Aragonés en el tiempo de descuento, junto a la abultada victoria del Bayern dos días después, fue para mí, por tanto, un batacazo emocional dolorosísimo que seguramente marcó el fin de mi infancia y la toma de conciencia de muchas derrotas simultáneas. Desde ese momento, si el Real Madrid se convirtió en mi bestia negra, el Atlético de Madrid se convirtió en mi esperanza blanca. Quería ver perder al Madrid; quería ver ganar al Atlético de Madrid.
Hace dos años, en el bar tunecino, mi antimadridismo se sumó a este recuerdo remoto para convertir la final de la Champions en una batalla decisiva de filiaciones y afiliaciones. Cuando volvía a casa a grandes zancadas, furioso y anímicamente devastado, pensaba en esta lección terrible del mundo real: la historia no es ni cristiana ni hegeliana ni –desde luego– hollywoodesca. Cuarenta años después de la final perdida en 1974, al Atlético de Madrid se le concedía inesperadamente una segunda oportunidad, que era también una segunda oportunidad para que yo saldase cuentas con mi infancia e hiciese encajar –por fin– mis filiaciones y mis afiliaciones: para que –digamos– mi vida y la historia se integrasen en un perno de justicia y restauración. Pero no hay ni segunda venida de Cristo ni reconciliación del Espíritu ni –por supuesto– victoria final del esfuerzo y la voluntad. El Atlético de Madrid perdió en Lisboa como perdió en Bruselas y de la misma manera, lo que demuestra, en efecto, que la historia, como decía Marx, se repite dos veces, la primera como tragedia, sí, pero la segunda –la segunda– como corte de mangas. Un corte de mangas que ilumina precisamente la fatal contingencia sobre la que reposa la vida humana. Mientras volvía a casa a grandes zancadas, el pensamiento de este antihegelianismo de la historia se acompañaba de la conciencia repentina de una de sus consecuencias más evidentes y más dolorosas: la de que la vida discurre en el tiempo, y no en el Espíritu ni en la Lógica ni en un ordenador, y que por tanto, en el caso descartable de que la historia respondiese a alguna pauta, como el movimiento de las mareas, yo no podía esperar cuarenta años –pues estaría muerto– para ver ganar la Champions al Atlético de Madrid. Había perdido mi única oportunidad de «restauración» («apocatástasis» lo llamaba Orígenes para describir el «partido final» del ciclo histórico en el que las flores pisadas recuperarían su lozanía y hasta el diablo recobraría su condición angelical).
Los acontecimientos se producen en el tiempo, donde no se repiten. Pero hete aquí que sólo dos años después la historia nos daba una tercera oportunidad al Atlético de Madrid y a mí. Hasta tal punto esta inconsecuencia –mientras seguía el partido en televisión– me hizo confiar de nuevo en un esquema hegeliano, estructurado desde dentro por un elán de justicia, que interpreté el primer gol de Ramos –equivalente inverso del que marcó en Lisboa– como un signo de reversión de la historia: todo iba a ocurrir igual pero al revés, lo que parecía confirmado por el gol tardío de Carrasco que llevaba, igual que en Lisboa, hasta la prórroga. Pero no. No es que la historia no sea cristiana ni hegeliana ni –claro que no– hollywoodesca; es que es anticristiana, antihegeliana y antihollywoodesca. El caso del Atlético de Madrid es una revelación metafísica; desnuda a la vista las entrañas del Mundo. Cuando dos equipos, tras agotar la prórroga, se juegan un título en el lanzamiento de penaltis –cuando todo se decide en el último momento, en el deporte y en la política– se acepta que no es el juego ni el mérito futbolístico el que deciden; se podría pensar que es el azar y que, si no hay azar, debe entrar desde fuera la justicia para reparar los daños. Pero no: si todo se decide en la tanda de penaltis –y hemos aceptado, pues, que la decisión va a venir de fuera– no es ni el azar ni la justicia los que deciden, sino la historia, que siempre favorece a los más fuertes, los más ricos y los más malos. Esa es la ley. La historia se repite tres veces: la primera como tragedia, la segunda como corte de mangas y la tercera como destino. Eso es justamente a lo que llamamos «destino»: cuando un acontecimiento se repite tres veces –lo que ocurre raramente– se puede repetir eternamente sin que nada cambie. Se repetirá de hecho eternamente sin que nada cambie. No hay nada que hacer: todas las veces que se jueguen el Atlético de Madrid y el Real Madrid el título europeo, ganará el Madrid; todas las veces que juegue el Atlético de Madrid, perderá la final. El «cholismo» es hermoso, emocionante y admirable porque se ha rebelado contra el Destino, pero es el «cholismo» el que, al rebelarse contra él, lo ha cerrado para siempre. Esa es la belleza trágica de la final de Milán.
El destino, como el capitalismo, es acumulativo; se repite una y otra vez acumulando riqueza desigual, al margen del azar y de la justicia, a partir de una historia que favorece, como el gradualismo darwiniano, al que más ha ganado y al que más se ha jactado (ese Cristiano inepto y bravucón, mascarón de proa del destino cegador). No es que el fútbol sea injusto, que lo es, gracias al cielo; es que no deja lugar a la contingencia, al menos a partir de la «tercera vez». Ahora bien, si no podemos contar ni con la justicia ni con el azar para una pequeña reparación histórica, si en una situación de «último minuto» se impone inevitablemente el destino, si la historia es sobre todo destino –que dará la victoria una y otra vez al que más tiene–, ¿cómo coño esperamos derrotar al PP? Que me perdonen mis amigos madridistas, cuya filiación irracional acepto y a los que felicito por este triunfo sin gloria, pero me parece muy fácil jugar a favor del destino, a sabiendas de que, en una situación de paridad o equilibrio cuántico, el Real Madrid va a ganar siempre: no porque tengan mucho dinero o les ayuden los árbitros o les acompañe la suerte, sino porque, como las clases dirigentes, han convertido todos estos factores en una ley independiente –una especie de dios de reserva– contra el que no se puede luchar.
La irracionalidad trágica de este artículo demuestra dos cosas: que la afiliación es tan irracional como la filiación y que la belleza del fútbol, con su geometría en los pies, no sería más que un juego –y no movilizaría tantas pasiones– si no penetrase, para bien y para mal, todas las raíces: la filiación, la afiliación, la economía, la metáfora.
Santiago Alba Rico. Es filósofo y escritor.
Fuente original: http://ctxt.es/es/20160525/Firmas/6298/Futbol-Real-Madrid-Atletico-de-Madrid-Champions.htm