Por ahí, alguna vez, escuché una expresión atribuida al periodista y novelista colombiano, mexicano y universal Gabriel García Márquez. La reproduzco de memoria, con el agravante de no poder referir una fuente: «Todos tenemos tres vidas. Una vida pública, una vida privada y una vida secreta». La frase, más allá de las dudas o certezas […]
Por ahí, alguna vez, escuché una expresión atribuida al periodista y novelista colombiano, mexicano y universal Gabriel García Márquez. La reproduzco de memoria, con el agravante de no poder referir una fuente: «Todos tenemos tres vidas. Una vida pública, una vida privada y una vida secreta».
La frase, más allá de las dudas o certezas sobre su autor, parece indiscutible en su primer tercio. El carácter público de la vida de cualquier persona no sólo es evidente, sino que, además, tiene carácter legal: nombre, domicilio, ocupación y renta.
La vida pública de una persona está contenida en registros oficiales hasta la muerte y aún después de ella. Pero como decía John Edgar Hoover, el tristemente célebre fundador y director hasta su muerte del estadounidense FBI (Buró Federal de Investigaciones), los registros oficiales más completos y fidedignos son los fiscales, es decir, los relativos al pago de impuestos.
Dónde trabaja, dónde ha laborado, desde cuándo, cuánto gana son datos siempre presentes en la biografía de una persona. Pero no sólo el ingreso es público; también tiene ese carácter el gasto de los individuos que tienen la prerrogativa legal conocida como deducción de impuestos, verdadera trampa oficial para que la persona termine completamente desnuda ante el Estado.
Movido por la codicia y en un afán poco razonable por mantener para sí una mayor parte de su ingreso, el individuo le comunica al fisco cuánto gasta, en qué y cuándo. Así, el Estado puede conocer por declaración del propio sujeto, un montón de datos que, siendo del ámbito de la vida privada o de la vida secreta de éste, pasan a ser del conocimiento y dominio del Estado.
Qué libros lee, qué marca de ropa y calzado usa, quién es su médico o dentista, qué tipo de enfermedades padece, qué negocios hace y con quién o con quiénes los hace. ¿Tiene seguro de vida? ¿Quién es el beneficiario? ¿La esposa o alguna otra dama? ¿Los hijos de matrimonio o los procreados en una relación extramarital? ¿Visita al urólogo o al proctólogo? ¿Ha sido operado de hemorroides?
¿Paga alquiler por un terreno, local, departamento o casa? ¿Quién es su casero? ¿Cuál es el ingreso de éste por tal alquiler? ¿Esa casa o departamento es para la familia, digamos pública, o vive ahí otra pareja y, acaso, otros hijos?
¿Viaja mucho? ¿A dónde? ¿Por cuánto tiempo? ¿Quién es o quiénes son su acompañante o acompañantes? ¿Se hospeda en hoteles de lujo o pernocta en sitios modestos? ¿Viaja a Las Vegas? ¿Juega? Viajar cuesta. ¿Hay equilibrio entre sus ingresos y sus gastos? ¿O existen ingresos adicionales no computables? El fisco puede saber o presumir esto último gracias a la propia declaración del viajante. El riesgo es grande, pero quién resiste la tentación de ahorrarse una buena cantidad de dinero a título de deducciones fiscales.
¡Cuánta razón tenía el difunto John Edgar Hoover! Pero quizá no pueda decirse lo mismo de García Márquez en eso de las tres vidas. ¡Cuál vida privada y cuál vida secreta, si todo se sabe! Y el colmo: que se sepa y se haga público por boca propia.
La situación se agrava, desde luego, si la persona cubre sus gastos con tarjeta de crédito, de débito o con cheque. O si se vale de las eficientes transferencias electrónicas. Y se agrava aún más si el individuo comete la imprudencia de tratar pasajes de su vida privada o secreta por vía telefónica o por el modernísimo cauce del correo electrónico.
¡Qué ganas de facilitarles a los espías de toda laya su indecoroso trabajo. A los espías nacionales y a los espías extranjeros. Nuevos Hoover nos vigilan. Más modernos, más eficientes, más panópticos. No hay quien se salve. Y todos nosotros, lerdos, codiciosos y digitalizados, colaborando con ellos.