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Galarzas

Fuentes: Mujer y Palabra

Hace poco volví a Guanajuato y la encontré casi idéntica a la imagen del recuerdo: enigmática, laberíntica, soleada y culterana. Si no fuera por la cantidad infernal de autos, me darían ganas de vivir ahí. Con ánimo de escapar de la pesadilla de un centro empedrado por desgracia aún abierto al tránsito (el siglo XXI […]

Hace poco volví a Guanajuato y la encontré casi idéntica a la imagen del recuerdo: enigmática, laberíntica, soleada y culterana.

Si no fuera por la cantidad infernal de autos, me darían ganas de vivir ahí. Con ánimo de escapar de la pesadilla de un centro empedrado por desgracia aún abierto al tránsito (el siglo XXI debería de marcar la exclusión de los monstruos móviles de toda zona que se quiera de paz) fui a conocer la mina de La Valenciana.

Se dice que mucha de la gloria de Guanajuato se debe a la veta descubierta en esa mina en el siglo XVI; actualmente funciona como cooperativa minera y hay visitas guiadas.

Como es de suponer, la colonia se enriqueció a manos llenas con el oro y la plata que los indígenas extraían de La Valenciana. Durante muchos años, los indígenas picaron piedra como esclavos y sacaron el mineral a mecapal; la paga era una muerte segura por silicosis.

Después se introdujo dinamita para facilitar la extracción de mineral y algún explotador piadoso tuvo a bien bajar mulas para sacar las toneladas de oro y plata (se necesitaban hasta 16 mulas para sacar un solo cargamento). Desde sus inicios, la mina empleó mujeres indígenas para separar y clasificar el mineral triturado. Según una creencia que todavía persiste en los talleres de explotación laboral, las manos («manitas», puntualiza el guía) de las mujeres siempre son más finas, delicadas y capaces que las de los hombres para este tipo de labores. (Lo que nadie ha atinado a explicarnos es cómo pueden ser tan delicadas y al mismo tiempo tan macizas y eficientes cuando se trata de fregar pisos de rodillas, por ejemplo).

Las galarzas, como las llamaban, trabajaban 16 o 17 horas, tantas como los hombres, a la intemperie, entre montones de tierra y mineral. Cuando otro explotador, civilizado gracias a la abolición de la esclavitud en el país, decidió ponerle precio al trabajo de los indígenas, los mineros empezaron a recibir ocho monedas a cambio de su vida. Las galarzas nomás recibían dos.

¿Por qué? Quién sabe. Seguramente por las mismas razones por las que hoy las mujeres siguen ganando menos que los hombres. Porque no deberían de trabajar sino estar en su casa. Porque ellas no tienen por qué ser el sostén de su hogar. Porque quién las manda a andarse exponiendo. Por transgresoras. Porque trabajan más y mejor, pero no lo saben. Porque no saben o no quieren aprender a reclamar o exigir.

Así, cada galarza, cuyo nombre ni siquiera aparece en el carcomido y vetusto, perdón, vanguardista y democrático, Diccionario de la Real Academia Española, recibía la cuarta parte del dinero que se entregaba a cada hombre en la mina. Pero el abismo siempre es insondable: en cuanto se desarrolló la tecnología para separar el mineral todas fueron despedidas por innecesarias.

Por si alguien lo dudaba, queda claro que en la esclavitud y la explotación también hay escalas. A nosotras suele tocarnos el último escalafón.

Fuente:http://my.opera.com/mujerypalabra/blog/

Atenea Acevedo es miembra de Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Este artículo se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora y la fuente.