De galeotes rebosa este mundo, que algunos califican de post moderno, cuando debieran reconocerlo apocalíptico… y ojalá que no irremediablemente apocalíptico, digo yo. Porque es como si aquellos seres, de espaldas tatuadas a punta de látigo y humanidades adosadas a largas y bastas bancas de madera, hayan dejado de impulsar, a golpes de remo, las […]
De galeotes rebosa este mundo, que algunos califican de post moderno, cuando debieran reconocerlo apocalíptico… y ojalá que no irremediablemente apocalíptico, digo yo. Porque es como si aquellos seres, de espaldas tatuadas a punta de látigo y humanidades adosadas a largas y bastas bancas de madera, hayan dejado de impulsar, a golpes de remo, las galeras del Gran Turco por las aguas del Mediterráneo para asentarse en amplios estratos de la economía mundial, tan globalizada ella.
Y que se atreva algún sofista trasnochado, ebrio de facundia, que no de elocuencia, a dudar del vigor irrestricto de la dialéctica marxista. Que venga ahora a proclamar que la «liberadora economía de mercado» no cobija elementos del esclavismo, negado por el feudalismo, negado a su vez por el capitalismo, término que utilizo casi con fruición ante tanto derechista confeso y ante tanto izquierdista ruboroso, de nuevo cuño, que lo considera convencional, estereotipado, descarnadamente demodé. Que se atreva, sí.
Que se atreva a eludir una realidad descrita con la fuerza de un mazazo por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en un estudio titulado A global alliance against forced labour (Una alianza global contra la labor forzosa). Y que se coloque en ridículo poniendo en solfa, verbigracia, las quejas del campesino peruano de avanzada edad que emprende a diario agotadoras tareas en una explotación agraria aislada en la selva, donde se le obliga a comprar productos de primera necesidad en una tienda de la empresa, a precios exorbitantes, y se le remunera por meses de denodado, casi sobrehumano esfuerzo con… un par de botas.
¿Acaso nuestro sofista hará oídos sordos por los siglos de los siglos al reclamo de la ugandesa de solo 14 años arrebatada de su hogar por el Lord´s Resistance Army y precisada a satisfacer las urgencias genitales de algún que otro jefe militar, algo que, con todo derecho, también se considera labor forzosa -o sea, trabajo esclavo- en el informe de la OIT?
Estos ejemplos, por supuesto, no son más que gotas en un piélago que nos deja perplejos frente a la sinrazón del género. Más cuando nos enteramos de que -y los cálculos quizás pequen de conservadores- 12,3 millones de personas en el mundo, la mayoría niños, están atrapadas en condiciones calcadas de las inherentes a la esclavitud. Porque, más allá de afrontar jornadas duras y prolongadas a cambio de una «paga» escasa, asumen estas de manera involuntaria, bajo una coacción a menudo manifiesta en forma de palizas, tortura o agresión sexual, así como en la retención de documentos de identidad o en el chantaje en torno a la falta de estos, tal el caso de los inmigrantes ilegales, sobre quienes pende, cual acero de Damocles, el fantasma de la deportación hacia el sur infernal.
Que lo sepa a priori el sofista de marras. Como apostilla la OIT, el fenómeno analizado se extiende a todos los ámbitos. «Aunque se concentra en la agricultura, la construcción, el trabajo doméstico, la fabricación de ladrillos, los talleres clandestinos y el comercio sexual, se da en todos los continentes, en todas las economías y en casi todos los países. Sin embargo, paradójicamente, constituye el problema más oculto de nuestros días».
Oculto porque muchos siguen hoy empeñados en que se ignore algo la mar de elemental: el capitalismo es el reino de la «enajenación o alienación del trabajo». ¿Recuerdan? Según la meridiana teoría de Marx, el obrero afronta como un extraño el producto de su actividad, y se convierte en un extraño para sí mismo (se enajena, se separa de sí, como un esquizoide), «pues el trabajo sólo le representa un medio de existencia, es decir una cosa exterior impuesta por las circunstancias, que no forma parte de su propia naturaleza», para formularlo con el filósofo Teodor Oizerman.
Concordamos en que, a despecho de quienes argumentan que «un sector privado reforzado y ampliado desalentaría la práctica del trabajo forzoso», en un clima de desregulación de los mercados y de constante apertura de los regímenes comerciales, «los agentes privados son los que provocan la gran mayoría de los casos de trabajo forzoso».
Es este un hecho tan evidente, que huelga la exégesis. La requerida Alianza global devendrá acto teórico fallido, descalabro práctico, si se detiene en la variante fenoménica. Y eludirlo se consigue solo extendiendo un sistema que, empezando por eliminar la coacción en el trabajo, elimine la propia esencia de la enajenación, de la alienación. Con la consiguiente supresión o, en su defecto, la reducción considerable de unas relaciones de producción basadas en la propiedad privada.
¿Resultaría desmedida exigencia el socialismo del siglo XXI? Creo que no, y que si alguien nos apoyaría, con conocimiento de causa, serían precisamente los nuevos galeotes.