No hace mucho, quizás cosa de un mes, recibí un telefonazo de una persona cuyo nombre olvidé. Solicitaba mi firma para apoyar a Méndez Ferrín. Con los ojos cerrados, contesté sin saber de qué se trataba. «Si quieres le hablo a Ignacio Ramonet» añadí. No sé por qué intuí, tal vez me pareció lo más […]
No hace mucho, quizás cosa de un mes, recibí un telefonazo de una persona cuyo nombre olvidé. Solicitaba mi firma para apoyar a Méndez Ferrín. Con los ojos cerrados, contesté sin saber de qué se trataba. «Si quieres le hablo a Ignacio Ramonet» añadí. No sé por qué intuí, tal vez me pareció lo más normal, que giraba en torno a una campaña para que le den a Xosé Luis el premio Nobel. No más abrir la boca, Ignacio me respondió de forma parecida: «Con las dos manos rubrico». Después nos enteramos de que en este caso la recogida de firmas no iba en esa dirección, sino hacia otros menesteres. Es igual, sea para lo que sea, el personaje merece toda nuestra confianza.
Pese a los méritos indiscutibles de Ferrín, la verdad es que tanto Ignacio como yo pecamos de ingenuos . De todos es sabido que la atribución de esta recompensa no sólo obedece a la calidad literaria del postulante, sino a razones político sociales asaz complejas. En este aspecto, las letras en lengua española se beneficiaron de un gran propagandista en la persona de Arthur Lundqvist, secretario perpetuo de la Academia sueca, especialista en literatura hispanoamericana, marxista y admirador de la República española.
Con Juan Ramón Jiménez, más allá de la exquisitez de su obra, los académicos nórdicos rindieron homenaje en 1956 a la España peregrina, exiliada por el franquismo, cuando el Comisario de educación popular se llamaba Manuel Fraga Iribarne. Vicente Aleixandre, en 1977, representó al exilio interior, y ya el citado franquista había ascendido a ministro por méritos propios y sobrados. .Miguel Ángel Asturias, con todo su realismo mágico salido de Valle Inclán, hombre de izquierdas y embajador de Guatemala en París, simbolizaba en 1967 la posible reconciliación entre el gobierno y la guerrilla, encarnada ésta en su hijo Rodrigo. Yo estuve con Asturias en Estocolmo; su hijo no bajó de las montañas.
Con Pablo Neruda, en 1977, quisieron destacar y alentar la experiencia de Allende en Chile, contrapuesta a la que se había emprendido Ernesto Che Guevara en Bolivia.
Pero Arthur Lundqvist ya no está. Y si viviera, ¿qué respaldo podría tener Ferrín en la Galicia de hoy, con el único gobierno de la Península presidido por un franquista meritorio, y un ministro (precisamente de la Cultura) que no llega a distinguir melodías medievales de la gaita gallega?
Pero insisto en que es un gran escritor. Recuerdo que para ilustrar, valga la paradoja, unos dibujos de Francisco Leiro, elaboró uno de los discursos poéticos sobre las traiciones de la edad más bellos de nuestra literatura, un largo poema capaz de dejar boquiabierto al mismísimo Rutebeuf.
Ferrín figura en todas las revueltas de nuestra historiografía literaria (tantas como las que bajan de lo alto del Furriolo hasta Veiga y Verea, en el extraordinario Eles de Arraianos), y en otras muchas de nuestra maltrecha historia social. Es bien conocida su poesía lírico-social, y menos quizás su Estirpe, diálogo sublime con la tierra de un hombre maduro y desengañado, sin duda lo mejor de toda su obra.
De modo que para tener un premio Nobel, necesitaríamos una Galicia nueva, desenclavada del pasado franquista, sin misóginos brutales que ya no tienen cabida en Europa.