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Ganar más trabajando menos (es progresar)

Fuentes: Rebelión

«La actual “religión del trabajo” no tiene otro horizonte que el trabajo en sí mismo como instrumento y testimonio del éxito económico (…). Y ahí estamos nosotros, completamente cautivos. Y vemos bien hasta qué punto no hay alternativa posible, ni tan siquiera anhelada por la gente.» (Yun Sun Limet: Sobre el sentido de la vida en general y el trabajo en particular)

A partir del pasado 1 de julio se halla en vigor la conocida como «Ley Georgiadis», una reforma laboral aprobada en Grecia el pasado mes de septiembre por la mayoría absoluta del partido en el gobierno, Nueva Democracia, pero con el resto de formaciones políticas en contra. La ley supone en la práctica la imposición de una sexta jornada laboral en la semana, la cual será de obligado cumplimiento por los trabajadores afectados. Desde Syriza, el principal partido de la oposición, han declarado que «volver a las condiciones laborales del siglo XIX es una vergüenza». Es una réplica de aquel terremoto histórico que padeció el país en el año 2015, cuando la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional), en los duros años que siguieron a la gran crisis de 2008, doblegó la voluntad de la democracia helena (recuérdese el referéndum de aquel verano con Syriza precisamente en el gobierno). Por supuesto los que principalmente padecieron sus terribles consecuencias fueron los trabajadores. Esta ley es una prueba más de ello. Su entrada en vigor es un empeoramiento más de las condiciones de vida de la mayoría social griega. Pocos son los convenios colectivos que quedan en Grecia, heridos de muerte tras las medidas impuestas por la Troika durante los años de la crisis financiera, y con los cuales por cierto la susodicha ley entra inevitablemente en conflicto.

La noticia llega a mis oídos al mismo tiempo que los últimos datos de la evolución del empleo en nuestro país. Excelentes. Pero tan buena noticia tiene que tener su coda para darle un punto de dramatismo; y es el incremento del pluriempleo. Según leo en El Economista.es «nunca ha habido tantas personas con más de un empleo en España. A cierre de 2023 alcanzaron las 593.500, un 14% más que un año antes, según los últimos datos de la Encuesta de Población Activa (EPA)». Inmediatamente me vienen a la cabeza unas cuantas personas que conozco pluriempleadas, incluido mi difunto padre, que lo estuvo toda su vida. ¿Será que es el precio que tienen que pagar los menos pudientes por vivir por encima de sus posibilidades?

En una feliz coincidencia de noticias, estas dos se me juntan con las referencias que me llegan sobre la negociación para rebajar la jornada laboral semanal en España. Aquí tenemos uno de esos conflictos mediáticos tan apasionantes en los que cada ciudadano puede escoger –según sus anteojeras ideológicas– a sus héroes y a sus villanos, adjudicando papeles a la hacendosa Yolanda Díaz, al gallardo señor Garamendi y a los contemporizadores sindicatos; lo que –aunque no se quiera reconocer– da que pensar que seguramente no esté tan pasada de moda la idea de la lucha de clases.

Toda esta plétora de informaciones me lleva a rescatar de la memoria una secuencia de El camino, versión cinematográfica de la novela del mismo título original de Miguel Delibes. En ella Daniel «El mochuelo», el niño ya púber, criado en un pueblo en mitad de la naturaleza cántabra en los años de la posguerra española, va a ser enviado inminentemente a la ciudad para estudiar interno por voluntad de su padre. La víspera de su marcha mantiene una última conversación con la pequeña Mariuca «La Uca», quien está secretamente enamorada del chaval. La niña le pregunta, transida de tristeza, por qué se tiene que ir. Él le responde que su padre le manda tan lejos para que progrese, a lo que su precoz enamorada le pregunta en qué consiste eso de progresar. La escueta respuesta de «El mochuelo» es: «mi padre dice que progresar es ganar más por trabajar menos».

En Elogio de la ociosidad, ensayo que fue escrito por el filósofo británico Bertrand Russell hace casi un siglo, la premisa de la que se parte es que «la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno». A decir de Russell «el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél». Si esta reducción encuentra sus resistencias el pensador lo atribuye a una mentalidad anacrónica, que perduraría hasta la actualidad, heredada del sistema de creencias vigente durante la era preindustrial, cuando el trabajo era el medio de supervivencia de la mayoría de la gente, sometida a regímenes laborales extenuantes justificados en concepciones ideológicas que bendecían su explotación. Para Russell la moral del trabajo es la moral del esclavo, inapropiada para el mundo moderno, del cual la esclavitud ha sido desterrada en términos éticos. El ocio es parte integral de la nueva moral de la que la esclavitud ha sido desahuciada, un derecho que debe ser equitativamente repartido entre todos los integrantes de la sociedad (otro asunto que también merece reflexión es cómo actualmente la moral del trabajo parasita el ámbito propio del ocio).

La revocación del pensamiento preindustrial, que albergaba una ideología del trabajo que nada tenía que ver con un ideal de vida buena al que cualquier ser humano tenía derecho independientemente de su origen social, constituyó una empresa colectiva que tomó cuerpo y adquirió fuerza a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Fueron factores determinantes para superar el viejo paradigma la configuración de un pensamiento crítico que permitiera que tomara conciencia de su situación toda una masa de trabajadores industriales, así como la acción continuada de ese colectivo organizada en forma de sindicatos, elementos decisivos en el rediseño institucional que a la postre trajo consigo la Revolución Industrial.

Si se quiere obtener una correcta idea de la relación entre trabajo, poder y progreso el libro Poder y progreso, publicado en castellano el pasado año, es una muy recomendable lectura. En él los economistas Daron Acemoglu y Simon Johnson demuestran, a través de un recorrido histórico muy pertinente, que quiénes son los que salen beneficiados del desarrollo económico mediante los avances técnicos y el incremento de la productividad es algo que depende tanto del contexto institucional como del tipo de tecnología que se implementa. Ambas variables son dependientes de decisiones, no de leyes inexorables como la que estableció Thomas Malthus. Según esa ley alumbrada por el famoso reverendo la masa de campesinos pobres siempre estarían condenados a morirse de hambre. La «trampa de Malthus», como la denominan los dos autores del libro antes mencionado, queda expuesta si reconocemos los otros factores que incidían decisivamente en la lamentable situación del gran contingente de trabajadores del campo, a saber: la coacción a la que estaban sometidos y la forma en que el poder social y político decidía quién se beneficiaba de la dirección del progreso. Así era, y cabe sospechar que así sigue siendo en gran medida.

La jornada de ocho horas, que ahora está en peligro en Grecia, era ya una reivindicación de los obreros de los Estados Unidos en 1886: «ocho horas de trabajo, ocho para el descanso y ocho para lo que queramos». Esa reivindicación fue la que motivó el inicio de las movilizaciones del 1 de mayo de aquel año y que culminaron tres días después en Chicago con el incidente de Haymarket, cuando obreros y policía se enfrentaron violentamente en una manifestación. Por aquel entonces –como ahora ocurre aquí también con la reducción que se pretende– la petición de las ocho horas era considerada por las élites como un monumental disparate. Basta echar un vistazo a la Wikipedia en la entrada que dedica a la revuelta de Haymarket para encontrar las referencias de la prensa de aquel entonces. Como muestra baste un botón extraído del New York Times de aquel año: «Las huelgas para obligar al cumplimiento de las ocho horas pueden hacer mucho para paralizar nuestra industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad de nuestra nación, pero no lograrán su objetivo». ¿Qué se ha dicho reiteradamente en nuestro país ante las últimas subidas del salario mínimo interprofesional? Econofakes, que diría el economista Juan Torres.

Aquel movimiento reivindicativo de las ocho horas contaba con su propia canción, cuya letra decía cosas como: «estamos cansados de trabajar por nada, para sobrevivir a duras penas, sin tiempo para pensar»; y continuaba: «queremos que nos dé el sol, queremos oler las flores, sabemos que Dios lo quiere y por eso pretendemos ocho horas trabajar». Ocho horas para hacer lo que queramos; lo que queramos. En estos tiempos en los que la libertad ha quedado reducida a un fetiche vacío de significado esa vieja reivindicación proletaria nos recuerda que hubo una época en que la libertad era un valor primordial de los movimientos sociales y políticos de progreso, y no el trampantojo sin alma en que la ha convertido la transmutación ideológica del capitalismo neoliberal (pero esa es otra historia).

Acemoglu y Johnson lo dejan meridianamente expuesto en su libro: «La historia nos sugiere que siempre deberíamos examinar cuidadosamente las ideas sobre el progreso, en particular cuando las personas que tienen poder están deseando vendernos una visión concreta». Su éxito en este empeño es el que explica que a pesar de los avances técnicos y el crecimiento de la productividad los trabajadores nunca fuesen los beneficiados del progreso económico, sino la oligarquía y sus élites defensoras. Eso cambió en el siglo XIX con la concentración de obreros en las ciudades industriales que propició el desarrollo de poderes compensatorios que la sociedad agrícola no había conocido. Entonces los avances técnicos se conformaron de tal manera que fuesen compatibles con el mantenimiento de la relevancia del papel humano y se forzó el diseño de toda una infraestructura institucional que contribuyera a un reparto más equitativo de los beneficios de la prosperidad.

Los casos contrapuestos de Grecia y España en la actualidad demuestran la relevancia de la política a la hora de incidir en ese diseño institucional del que son parte muy importante las leyes. En el caso griego el gobierno del partido Nueva Democracia, el equivalente al PP nuestro, toma una decisión propia de un enfoque político de derechas, que favorece a los sectores privilegiados de la sociedad helena; mientras que en el caso español, una ministra de izquierdas miembro de un gobierno que se dice «progresista» tiene como objetivo la mejora de las condiciones reales de vida para la mayoría de la ciudadanía, que no tiene más remedio que trabajar para aspirar a gozar de una vida digna, y que se concreta en un poco más de tiempo «para lo que queramos», como rezaba la vieja reivindicación sindical decimonónica. Esto es hacer política de verdad, transformadora y de progreso.

Es la política a la que se oponen aquellos que creen en el «capitalismo libre», como el escritor sueco Joan Norberg, autor de El manifiesto capitalista, quien sobre la cuestión del trabajo sostiene en su libro: «El trabajo no siempre es divertido, ¡por eso nos pagamos unos a otros por hacerlo! En el capitalismo libre no vamos a trabajar porque alguien nos haya obligado, sino porque necesitamos el dinero y hemos decidido que es una mejor manera de conseguirlo que otras alternativas. Y eso es un fenómeno bastante nuevo en la historia». No es de extrañar que ese apóstol escandinavo del capitalismo actual sostenga que «el libre mercado global salvará al mundo». Ahora bien, ¿dónde existe ese estado de cosas ideal que él postula en el que todas las personas eligen trabajar, escogiendo libremente entre las diversas alternativas, sin cortapisas ni imposiciones por razón de edad, sexo, extracción social, o cualquier otra circunstancia determinante de su concreta existencia?

No obstante, aunque la política pueda tener –y los tiene– vasos comunicantes con aquellas creencias en las que vivimos instalados todos los que compartimos una misma cultura, no tiene el poder inmediato de modificar esa cosmovisión que domina, de forma inconsciente la mayor de las veces, nuestra conducta. A este respecto hemos de tener muy presente el legado filosófico de Ortega y Gasset; en particular su distinción entre ideas y creencias. Su tesis es que las creencias conforman el subsuelo vital sobre el que tejemos la trama de nuestros actos, los cuales a su vez se entrelazan sobre el bastidor de las circunstancias que nos vienen dadas, unas, y las que resultan de lo que vamos haciendo, otras.

Entre esas creencias que en gran medida determinan el marco de posibilidades de cambio de las circunstancias están las que conforman lo que podríamos denominar la ética del trabajo (o moral del trabajo, que decía Russell); es decir, nuestro pensamiento inconsciente, pero cien por cien operativo, sobre lo que, de entrada, consideramos admisible o inadmisible en relación con ese aspecto, principal, de la vida de la mayoría de nosotros. En su antes mencionado ensayo Russell alude a la persistencia de la creencia de que el ocio es más un lujo que un derecho, algo que, en definitiva, únicamente se pueden permitir los ricos. Para él esa creencia «es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica». No entendía ya hace un siglo que fuese necesario prolongar la jornada diaria de un asalariado más allá de las cuatro horas, dado el prodigioso incremento de la productividad logrado merced al vertiginoso avance tecnológico. Para él los beneficios de una reducción del tiempo de trabajo redundaría en un reparto más equitativo tanto del trabajo como del ocio, lo que sería muy conveniente para el conjunto de la humanidad por cuanto el filósofo británico asocia más tiempo de ocio a mayores niveles de civilización; y concluye: «sólo un necio ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a seguir insistiendo en trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario». Añadamos a ese «necio ascetismo», que sin duda aún persiste en el subconsciente colectivo (recordemos la fábula de la cigarra y la hormiga), el mito de la meritocracia como un ingrediente ideológico fundamental para justificar la implantación del paradigma económico que se ha erigido como el predominante en las últimas décadas congruente con el proceso de globalización neoliberal.

El mejor planteamiento crítico de la ética del trabajo desde una perspectiva científica seguramente se encuentre en el libro El arte y la ciencia de no hacer nada. Así lo presenta su autor, Andrew J. Smart, joven científico estadounidense investigador en el área del factor humano: «la muy mentada ética del trabajo es, como la esclavitud, una invención cultural sistemática resultante de una idea difundida, aunque errada, respecto de los seres humanos». Igual que, en retrospectiva, la ideología que justificaba la esclavitud antaño nos parece una barbaridad, cuando al mismísimo Aristóteles –sin duda un tipo inteligente– le parecía de lo más normal, dentro de un tiempo, probablemente, echen nuestros descendientes la vista atrás y juzguen nuestra ética del trabajo del mismo modo. Ya hubo quien puso a prueba las consecuencias reales, en la vida concreta de las personas, del imperio de esa ética del trabajo. Eso fue lo que llevó a cabo la filósofa, militante y mística Simone Weil cuando quiso compartir los sufrimientos de una cadena de montaje por la misma época en que Charles Chaplin representaba lo mismo en esa magistral película ejemplo de compromiso artístico y político que es Tiempos modernos. A través de su experiencia de obrera en la fábrica Weil «descubrió el embrutecimiento salvífico del trabajo penoso y extremo: el trabajo mismo, con su inmanencia brutal, pone a los trabajadores “fuera del mundo”», en palabras de Santiago Alba Rico de su artículo ¿Esto nos está pasando realmente?.

Un ingrediente constitutivo del capitalismo desde sus orígenes en la incipiente Inglaterra industrial, heredado de los paradigmas económicos anteriores, y que se insiste en él con la globalización neoliberal y con cada crisis, es el condicionamiento de los trabajadores para que acepten su explotación como si fuera normal (lacra lamentablemente padecida de más por la generación millennial, como ya señalé en mi artículo Los “millennials” y la anomia: ¿una generación quemada?). Esto es de todo punto inaceptable cuando, al menos en el así llamado mundo desarrollado, se dan las condiciones para pensar en cómo crear institucionalmente la sociedad post-trabajo –como anuncia Smart en su libro– «que libere las energías humanas».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.